La ciencia lo está demostrando: el cerebro es mucho más que una máquina de cálculo. Las emociones juegan en él un papel tan importante como el de los fríos razonamientos.
Roger Corcho
Licenciado en Filosofía y divulgador científico.
Creado:12.02.2024 | 10:45
Durante siglos, la razón se ha entendido como un arco que, en lugar de flechas dirigidas al blanco, lanzaría ideas para dar con la verdad. Se trataría de un extraordinario instrumento de deliberación gracias al cual lograríamos determinar los mejores medios para alcanzar los objetivos que nos interesan. También funcionaría como una balanza en la que sopesar argumentos y decantar la verdad de un lado u otro sin que nada pudiera distorsionar el resultado. La razón sería la cualidad que mejor nos definiría como humanos y nos distinguiría del resto de seres vivos.
La aprobación de los demás y la pertenencia al grupo han sido fundamentales para la supervivencia del ser humano, y la evolución ha grabado esas necesidades en el cerebro.AGE
Sin embargo, si se presta atención a las dificultades que para la mayoría de los mortales entrañan las estadísticas o las confusiones en las que nos sumimos al operar con números grandes y los groseros errores en los que incurrimos, hay que pensar que quizá no somos tan analíticos como nos gusta creer. Nos vemos afectados, de hecho, por infinidad de sesgos que marcan nuestra visión. Tenemos la tendencia a sobrestimar los eventos infrecuentes.
Por ejemplo, se suele creer erróneamente que los viajes en coche son más seguros que los hechos en avión. Tras los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, esta tendencia se recrudeció por el pánico a volar. Los estadounidenses optaron masivamente por el automóvil para la mayoría de sus desplazamientos de media distancia, lo que provocó que se incrementaran los accidentes de tráfico. En los meses siguientes a ese suceso histórico, los muertos en carretera se incrementaron en una cifra que superó a los fallecidos en el ataque terrorista. Un saldo terrible causado por nuestro torpe manejo de las estadísticas.
Del mismo modo que las manchas descubiertas por Galileo en el Sol derrumbaron el mito de que el astro rey fuera perfecto y sin mácula, en las últimas décadas se ha podido constatar que las decisiones dependen, en muchas ocasiones, de procesos inconscientes: no se sostienen en suelo firme, como nos gustaría suponer, sino en terreno pantanoso.
Nuestras opiniones no siempre dependen de buenas razones
Las razones no tienen por qué tener más peso que nuestra ansia por encajar en un grupo, o las emociones que nos embargan en un determinado momento. Por más que pretendamos estar al volante, no siempre alcanzamos el nivel de control que nos gustaría obtener. Solemos pensar que una discusión trufada de buenos argumentos puede llegar a ser determinante para que los interlocutores cambien su opinión de partida. Esta imagen típica de la razón se ve enturbiada por las pruebas que apuntan en dirección contraria: es más bien infrecuente que en una polémica alguno de los participantes acabe por abrazar las opiniones contrarias. Las personas suelen defender determinadas creencias como si les fuera la vida en ello: no importa en absoluto quién tiene razón —y por eso las razones no juegan ningún papel—, sino quién será el ganador del combate dialéctico.
Ocurre sobre todo con aquellas creencias que se comparten con un grupo —religiosas o ideológicas, pero también vinculadas a asuntos nimios como las aficiones—. Como constata el psicólogo y autor del libro Hábitos atómicos (Ed. Diana) James Clear, una buena amistad puede tener un peso mucho mayor para modificar una idea preconcebida que el mejor de los argumentos.
Descripción de la imagen
Si pensamos que las creencias son como mapas que nos sirven para movernos por el mundo, se deduce que cuanto mejor, más precisa y más verdadera sea esa imagen, más éxito tendremos a la hora de conseguir nuestros objetivos. ¿Por qué motivo entonces las personas quedan atrapadas por ciertas ideas y ni se cuestionan si son verdaderas o falsas? Según Clear, tenemos una “profunda necesidad de pertenencia”, y las razones, además de describir la realidad, juegan un rol social que no se puede desdeñar.
Las ideas y las creencias son como un pegamento social que nos vincula a los otros. En muchas ocasiones, preferimos pertenecer al grupo antes que cuestionar sus ideas. Es justo lo contrario de lo que decía el filósofo griego Aristóteles cuando aseguraba que Platón era su amigo, pero que prefería la verdad antes que a su colega y maestro. Pero lo cierto es que la mayoría de los humanos no somos como Aristóteles, ni de lejos. Esta misma tesis se recoge en el estudio Las creencias como un beneficio adaptativo no epistémico, publicado el pasado mes de abril, en el que los científicos sociales Rebekah Gelpi, William A. Cunningham y Daphna Buchsbaum, de la Universidad de Toronto (Canadá), inciden en la idea de que “las creencias cumplen distintas funciones, no solo la de representar la verdad epistémica”. Las ideas son herramientas sociales, y su adopción permite que nos reconozcamos como pertenecientes a un grupo; compartir las mismas derrumba el muro de desconfianza mutua, de forma que son como llaves que nos abren la puerta de los demás.
La aprobación social tiene una gran influencia en nuestra toma de decisionesGETTYI
Los humanos somos animales de rebaño
Si optar por la verdad arriesga la pertenencia al grupo y tiene el coste altísimo del ostracismo, la mayoría de individuos no va a dudar qué opción escoger. En estos casos no importan en absoluto las razones que se puedan aportar en favor o en contra de una idea. Hay una explicación evolutiva de esta conducta, tal como expone Clear en su libro antes mencionado: “Los humanos somos animales de rebaño. Queremos encajar y establecer lazos con otros, y ganarnos el respeto y la aprobación de nuestros colegas. Estas inclinaciones son esenciales para nuestra supervivencia.
Durante buena parte de nuestra historia evolutiva, nuestros ancestros vivieron en tribus. Separarse de la tribu –o peor, ser expulsado– era una sentencia de muerte”. Esta obsesión por encajar tiene consecuencias curiosas, como reveló un sencillo experimento diseñado por el psicólogo social polaco-estadounidense Solomon Asch a mediados del siglo pasado. Este sentó a ocho personas alrededor de una mesa y les enseñó dos cartas blancas: en una de ellas había dibujada una línea negra que servía como referencia; en la otra, tres líneas negras paralelas de distinta longitud. Los participantes debían decir cuál de estas últimas era igual de larga que la de referencia. Todos los sujetos salvo uno, que debía responder el último, estaban aleccionados para contestar incorrectamente. Cuando le tocaba el turno a este individuo, en un tercio de las ocasiones daba la respuesta errónea, a pesar de que resultaba imposible que no se diera cuenta de que era falsa. La inclinación a agradar nos lleva a amoldar la propia opinión a la del grupo, al margen de cualquier otro criterio.
La razón y la toma de decisiones
Drew Westen es un neurocientífico estadounidense que se ha labrado una lucrativa carrera como asesor político tras publicar en 2012 el libro El cerebro político. Hace unos años llevó a cabo un interesante experimento en el que incidía en el pobre papel de las razones en la toma de decisiones: reclutó a voluntarios estadounidenses cuyas preferencias ideológicas podían ser tanto republicanas como demócratas. Les hizo escuchar mensajes contradictorios lanzados por los líderes de ambos partidos de ese momento (año 2004). Posteriormente les preguntó por su opinión, y pudo constatar que los partidarios de cada bloque tendían a racionalizar, justificar y minimizar las contradicciones de su líder, mientras que exageraban las contradicciones en las que incurría su oponente. Westen utilizó imágenes por resonancia magnética funcional para estudiar el funcionamiento cerebral de los sujetos durante la prueba. Observó que presentaban una actividad neuronal que se correspondía con una situación de conflicto cuando escuchaban argumentos contradictorios del líder con el que se sentían identificados. Seguidamente, los centros neuronales emocionales —ajenos a los que actúan cuando valoramos razones— lograban reclutar creencias que actuaban como parches con los que mantener la ilusión de la coherencia y que salvaban las contradicciones.
Algunos procesos cerebrales implicados en la toma de decisiones tienen lugar de forma inconscienteGETTYI
Por último, tras lograr superar la incomodidad inicial, el propio cerebro de los sujetos se autopremiaba con la activación de emociones positivas: al sortear esas incómodas incongruencias, el órgano pensante se ponía una medalla y el individuo podía recuperar la tranquilidad inicial. Esto no significa que el sentido crítico no tenga ninguna importancia. Hay personas que logran imponer su visión analítica sobre cualquier emoción de pertenencia. Pero la tendencia a mantener la fidelidad hacia el grupo al que sentimos pertenecer existe, es muy persistente y explica muchas de las conductas que podemos observar. Y si para ello es necesario echar por la borda la verdad, nuestro cerebro no duda en hacerlo.
¿Qué papel juega la evolución?
La evolución también se encuentra en el origen de un segundo elemento que ha contribuido a que nuestras decisiones se vean influidas por aspectos inconscientes que no controlamos. El cerebro consume cantidades ingentes de energía, y cualquier proceso de deliberación racional siempre es lento, porque requiere sopesar los hechos y los argumentos, eludir contradicciones y extraer las consecuencias pertinentes. Pero a veces no disponemos del tiempo suficiente o, más a menudo, no es posible invertir la energía que sería necesaria para llevar a cabo esta tarea como debe ser abordada.
Para evitar dejarnos tirados, el cerebro ha encontrado la manera de llegar al mismo final al que conduciría un proceso racional, pero recurriendo a atajos. Se alcanzan conclusiones sin que sea necesario recorrer los lentos pasos de la deliberación. El motor que nos propulsa hacia ese fin son las emociones o las intuiciones. Puede resultar descorazonador constatar que en los procesos electorales hay una cantidad significativa de ciudadanos a los que no les interesan ni el programa de los candidatos ni los argumentos para defenderlo. Tal y como constataron el psicólogo Alexander Todorov y su equipo de la Universidad de Princeton (EE. UU.) en 2007, a menudo escogemos a quién votar solo en función de sus rasgos faciales.
Comprobaron que, para muchos de los voluntarios de su experimento, la observación durante décimas de segundo del rostro de los candidatos en unas elecciones bastaba para que predijeran el ganador con un 72 % de acierto. En lugar de la fatigosa tarea de comparar, contrastar y analizar razones, nuestro cerebro nos ofrece una vía rápida y alternativa: dejarnos llevar por una corriente con la que nos vale para tomar una decisión. Posiblemente el proceso racional y analítico arrojaría unos resultados diferentes, pero este atajo impide que nos quedemos encallados en las dudas de no saber qué opción es la mejor, lo que nos ahorra un gran esfuerzo mental y un tiempo precioso.
El camino más corto
La posibilidad que nos brindan las neuronas de buscar las rutas más cortas suele ofrecer muchos beneficios. Numerosos científicos han relatado cómo surgía en un instante la solución al problema en el que estaban trabajando, que visualizaban con la velocidad de un rayo. Después, toda su labor consistía en ir engarzando eslabones que conducían al objetivo. Estos son los llamados momentos eureka, saltos directos hacia la conclusión sin que haya sido necesario que medie paso intermedio alguno. No se trata de magia: con seguridad, en este proceso se activan los mismos mecanismos neuronales que posteriormente van a guiar al investigador. La diferencia consiste en que esto se produce de forma inconsciente, y eso facilita que ocurra este acelerón gozoso hasta el hallazgo final.
Las emociones nos ayudan a descartar opciones cuando existe una gran variedad entre la que escogerGETTYI
Las emociones también son de gran ayuda para que no nos quedemos varados en elucubraciones infinitas. Son útiles principalmente en aquellos momentos en los que tenemos que escoger entre una gran variedad de alternativas. Intervienen en un momento inicial, cuando tenemos que descartar opciones, y nos obligan a centrar la atención en unos pocos elementos. Actúan como un gran foco sobre el escenario: dejan a oscuras gran parte de las tablas y arrojan luz sobre lugares específicos. Una vez completada esta selección, la razón puede dedicarse a hacer lo que sabe: comparar, contrastar y elegir.
La necesidad que tenemos de ser rápidos y resolutivos obliga a que la razón deje de disponer del control total sobre la decisión tomada. Y aunque esto nos proporciona numerosas ventajas y existe una explicación evolutiva para que suceda así, también nos puede llevar a errores lamentables. Gracias a las emociones somos capaces de ponernos en el lugar de las otras personas y sentir lo mismo que ellas. La empatía explica que en muchas ocasiones ofrezcamos nuestra ayuda a quien lo necesita. Hemos visto que cuando uno de estos casos particulares se hace público, la solidaridad de todo un país hace posible que se recauden cifras astronómicas para ayudar a una sola persona en apuros. Sin embargo, una terrible paradoja ocurre cada vez que se busca la solidaridad y la movilización social para ayudar no a un sujeto, sino a un país devastado.
Así, ha habido campañas solidarias dirigidas a ayudar a sociedades enteras que en ocasiones han recaudado menos dinero que aquellas destinadas a asistir a un único ser humano. Las emociones nos conectan con una persona hambrienta, pero nos impiden conmovernos ante una estadística del hambre. En este caso, las emociones nos tienden una trampa moral y nos confunden sobre la oportunidad de nuestra ayuda. Este ejemplo ilustra el reducido poder del que disponen los sentimientos, y la importancia de la razón a la hora de tomar decisiones de carácter ético y moral.
¿Razón o emoción?
Entonces ¿está la razón gobernada por factores irracionales? Es evidente que estos existen y que resultan necesarios. Pero también hay que contemplar todas las emboscadas mentales en las que podemos caer si en las decisiones no convocamos a la razón y su cortejo de lentos y analíticos mecanismos. La mente racional no es una carcasa para aparentar que se toman decisiones objetivas y que solo sirve para esconder los procesos irracionales, los deseos, las intuiciones y las emociones inconscientes que serían las verdaderas fuentes de nuestras actuaciones.
Tampoco es un proceso impoluto que no se deja corromper o influir por los sentimientos. Nos parecemos a capitanes obligados a gobernar un navío en medio de la tempestad: en ocasiones el rumbo lo decidimos nosotros empuñando fuertemente el timón, mientras que en otras las corrientes serán tan intensas que nos acabarán imponiendo la ruta. Conocer todos estos mecanismos que se activan cada vez que tomamos una decisión es la mejor manera de evitar que caigamos en las trampas y espejismos que acechan a la mente.
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* Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante
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