En Estados Unidos es posible entrar a una feria, recorrer módulos repletos de dispositivos letales y salir con un fusil de asalto en las manos.
En un supermercado puede echarse al carrito un paquete de municiones junto con los víveres para la semana.
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Este libertinaje en el comercio de armas de fuego es una de las causas de los frecuentes tiroteos que mantienen aterrorizada a la sociedad de ese país y se han convertido en un símbolo más del american way of life, tan reconocible como los suburbios, las camionetas innecesariamente grandes y las cadenas de comida rápida.
El enriquecimiento de fabricantes y distribuidores de armamento cuesta las vidas de miles de inocentes cada año en la nación más violenta del llamado primer mundo, pero su impacto rebasa al territorio estadunidense: la gran mayoría de las armas de fuego que el crimen organizado usa aquí son fabricadas en Estados Unidos.
Conocedoras de este fenómeno, las autoridades mexicanas han interpuesto demandas penales en cortes estadunidenses a fin de que los fabricantes y dueños de armerías se hagan responsables por los devastadores efectos de su actividad, la cual llevan adelante con plena conciencia de que sus productos serán comprados y utilizados por el narcotráfico y otras ramas del crimen organizado, y de que protagonizarán las más cruentas matanzas de personas que nada tienen que ver con la delincuencia.
Aunque Washington hace exhortos permanentes y se atreve a asignar calificaciones a otros Estados según su cooperación en el combate a los cárteles de las drogas, es lastimosa la indolencia con que cumple su parte en la lucha contra el crimen: de acuerdo con el propio Departamento de Estado, su operación Southbound ( Rumbo al sur) apenas logró la incautación de 8 mil 496 armas de fuego, un raquítico 1.42 por ciento de las 597 mil que cada año son traficadas de manera ilícita a México.
Con toda la gravedad de este comercio, hay un aspecto del que poco se habla: los grupos criminales disponen y hacen gala de armamentos que ninguna tienda puede poner a la venta, pues son de uso exclusivo de las fuerzas armadas de Estados Unidos, y sólo pueden entregarse mediante contratos entre el fabricante y la administración pública.
De este modo, la existencia de fusiles Barrett, ametralladoras M240, Browning M2 y General Dynamics M60; misiles antitanque; fusiles AR-15 de ráfaga y copias estadunidenses de los célebres Kalashnikov; lanzagranadas, bazucas y otras armas de guerra en los arsenales de cárteles mexicanos sugiere el desvío de materiales desde el ejército, la Marina, la Guardia Nacional u otras dependencias militares estadunidenses hacia el mercado negro. Es en todo punto inverosímil que organismos de seguridad e inteligencia como la ATF (Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos), la FBI, la CIA o la DEA no estén al tanto de pérdidas sistemáticas en los inventarios castrenses, máxime cuando Washington lleva dos años vaciando sus bodegas para abastecer a Kiev en su confrontación con Moscú.
Por ello, la facilidad con que los grupos delictivos se hacen de tales instrumentos confirma el descontrol con que opera la industria armamentista y sus nulos escrúpulos en torno al uso inadecuado de sus mercancías. Asimismo, sugiere la presencia de extensas redes de corrupción al interior de las fuerzas armadas y las agencias de espionaje estadunidenses.
Cabe esperar que la alerta comunicada por el secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval, a la delegación de la superpotencia en el contexto del encuentro de alto nivel en materia de seguridad y migratoria celebrado la semana pasada, marque un punto de inflexión.
El gobierno del presidente Joe Biden debe tomar todas las medidas a su alcance para impedir que un puñado de corporaciones lucre minando los objetivos de combate al crimen y al tráfico de estupefacientes que integran el primer orden de prioridades de la Casa Blanca.
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