Un siglo después de la primera declaración de los derechos universales del niño, Gaza es testigo de la muerte de bebés en cifras nunca vistas desde la Segunda Guerra Mundial. Un fracaso que delata las debilidades de la declaración original.
EMILY BAUGHAN
TRADUCCIÓN: FLORENCIA OROZ
Un niño palestino herido en el hospital Al-Shifa de la ciudad de Gaza. (Foto de Ahmad Hasaballah/Getty Images)
Durante los últimos meses he sido testigo de un genocidio que se desarrolla en mi teléfono, por encima de las cabezas de mis hijos dormidos. Hace dos noches, otra madre, que también acunaba a un niño pequeño, apareció en mi cuenta de Instagram. Su hijo había sido asesinado y, con incredulidad, me dijo: «Me puse 520 inyecciones para tenerlo».
¿Cómo es posible que la vida de los niños, que en el mundo moderno entendemos como algo tan valioso que soportamos incluso los tratamientos de fertilidad más invasivos para crearlos, sea tan completamente prescindible? ¿Cómo es posible que los bebés prematuros, para los que se movilizaron todas las ventajas de la tecnología médica, acaben en una cuna de papel de aluminio en un hospital sitiado? Vivimos en un mundo en el que se puede salvar a los niños más vulnerables, en el que se pueden crear las vidas más improbables y, sin embargo, asistimos a un número de muertes infantiles sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial.
Este desprecio por la vida de los niños parece pertenecer a un pasado lejano. Han pasado cien años desde que las necesidades de los niños se incluyeron en el núcleo del orden internacional. En 1924, la Sociedad de Naciones adoptó formalmente la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño. Redactada por una coalición de feministas británicas blancas y de izquierdas, y promovida por Save the Children, fue la primera declaración de derechos civiles internacionales adoptada formalmente por una organización intergubernamental y, en ese sentido, precursora de la Declaración de Derechos Humanos de 1948.
La Declaración sostenía que los niños eran los primeros en sufrir en tiempos de guerra o penuria y que debían ser los primeros en recibir ayuda. Todos los niños tienen derecho a recibir cuidados y a un «desarrollo normal, tanto psíquico como espiritual». La Declaración debía aplicarse a todos los niños «independientemente de su raza, nacionalidad o credo». Pero traicionaba los prejuicios de las feministas blancas que la redactaron. El valor de los niños no se consideraba inherente o innato, sino que se basaba en lo que el niño podía aportar a la sociedad cuando creciera. Todos los niños tenían derecho al trabajo y a la formación y, según la declaración, debían ser educados «en la conciencia de que sus talentos deben dedicarse al servicio de sus semejantes». Un niño solo es valioso en la medida en que pueda «retribuir» a la sociedad en el futuro.
En 1937 las bombas nazis arrasaron la ciudad española de Guernica. Inspirada por la Declaración de los Derechos del Niño, la indomable cooperante Fritzi Small imaginó que proteger a los niños debía implicar ahora alejarlos de este nuevo bombardeo aéreo, mortífero e indiscriminado. En España, transmitió mensajes entre generales de ambos bandos, consiguiendo incluso una audiencia con el General Franco, para garantizar la evacuación masiva de los niños españoles. Estas evacuaciones se convirtieron en un modelo para las evacuaciones masivas de niños en todo el Reino Unido durante el Blitz, solo unos años más tarde.
La Declaración de los Derechos del Niño inspiró las evacuaciones masivas que limitaron el número de víctimas infantiles en la Segunda Guerra Mundial. Pero a medida que los horrores del fascismo se extendían por Europa, los derechos del niño no protegían por igual a todos los niños.
Las autoras feministas blancas de la declaración de los derechos del niño siempre se habían mostrado inseguras respecto a la posición de los niños discapacitados (que no podían retribuir a la sociedad) y los niños refugiados (que no tenían una sociedad nacional a la que retribuir). Estas humanitarias feministas coquetearon con ideas eugenésicas para describir lo que denominaron «los límites de los derechos del niño». Dado que el valor de los niños no era inherente ni innato, qué niños sobrepasaban sus límites era algo que debían decidir los Estados individuales. Los niños judíos de la Europa ocupada, despojados de la ciudadanía, no eran considerados valiosos por su sociedad.
Las autoras de la declaración de los derechos del niño nunca intentaron resolver este rompecabezas. Apartaron la mirada del destino de los niños judíos en la Alemania nazi. En 1924, una trabajadora de Save the Children no resolvió el rompecabezas, pero al menos se adelantó a él, cuando le enviaron una copia de la Declaración a un campo de refugiados en Salónica, Grecia. Mirando a través de un mar de tiendas de campaña y una comunidad de personas que ninguna nación reclamaría como propia, dijo, es «imposible» ver cómo los derechos del niño podrían funcionar para los apátridas.
Después de que las Naciones Unidas ratificaran la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, Hannah Arendt se mostró igualmente escéptica. Los nuevos Derechos Humanos que se aseguraban a las personas —libertad, intimidad, trabajo, familia— solo podían ser defendidos por los Estados-nación. Había un «derecho a tener derechos» que solo podía conferir la ciudadanía. En los setenta y cinco años transcurridos desde que observó esto, las agencias humanitarias y las Naciones Unidas han intentado colmar estas lagunas —proporcionando educación en los campos de refugiados, por ejemplo— para las personas que no tienen el «derecho a tener derechos» que confiere la condición de Estado. En contadas ocasiones, los Tribunales Penales Internacionales han perseguido violaciones de los derechos humanos, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos proporcionó un mecanismo para que las personas reclamaran los derechos humanos que les negaban sus propios Estados. Nunca ha sido suficiente.
Allí donde los derechos humanos han fracasado, las organizaciones humanitarias han promovido una imagen de los niños como algo más humano, más valioso, que otras víctimas. Apelando a una tradición colonial de paternalismo, las organizaciones de ayuda pedían a los donantes que se imaginaran a sí mismos no en una relación de igualdad con el niño que sufría, sino en una relación parental. Era más fácil imaginar al niño como pariente que como otro adulto, sobre el que su autoridad no sería automática. Como no había que tener en cuenta la personalidad, la cultura, las ideas o las opiniones de los niños, las organizaciones de ayuda podían valorarlos en función de lo que podrían llegar a ser. A diferencia de los adultos de su comunidad —contaminados por la pobreza o la política—, podrían crecer a imagen de sus salvadores occidentales.
Todos los días pienso en un niño de cinco años llamado Iyad, que en la imagen publicada por su familia estaba haciendo la misma pose de «pulgar hacia arriba» que actualmente prefiere mi hijo de cuatro años. ¿Es mi dolor por él una mera proyección de mi amor por mi hijo, o por mí misma? ¿Su vida demasiado corta, acabada por una bomba en su casa del campo de refugiados de Jabalia, es trágica por lo que podría haber llegado a ser? Así es como los medios de comunicación apelan a menudo a nuestra simpatía por los niños que podrían haber sido médicos, profesores o abogados. A menudo se centran en lo que los niños podrían llegar a ser. Pero Iyad debería haber tenido derecho simplemente a ser. Su ser, no su llegar a ser, tiene que ser suficiente.
Hace cien años, el primer grupo de mujeres que proclamó los derechos de los niños, que se esforzó por protegerlos de la guerra, solo se interesaba por su devenir. Los niños eran el futuro, y los niños cuyo futuro no podían prever eran abandonados a su suerte. Da la sensación de que no hemos aprendido nada. Los mares están subiendo, comunidades enteras están siendo arrasadas. Gran Bretaña ha abandonado las precauciones de salud pública en favor de convencer y abandonar a su suerte a los ancianos, los discapacitados y los enfermos en una pandemia que aún continúa. En algunas de las naciones más ricas del mundo, los niños se mueren de hambre. Hay más niños viviendo bajo las bombas y los bloqueos que en ningún otro momento desde 1945. A pesar de los cuidados médicos avanzados, los tratamientos de fertilidad, los llamamientos humanitarios que ponen de relieve el dolor de las infancias destrozadas por la guerra, quizá hayamos empezado a valorar menos a los niños.
Los derechos de los niños de Gaza no deben defenderse ni porque sean más dignos que los adultos ni por los adultos dignos en los que puedan convertirse. Los derechos de los niños de Gaza importan no porque puedan ser como nosotros, sino porque somos como ellos: frágiles, humanos y dependientes unos de otros para proteger nuestro derecho a ser.
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EMILY BAUGHAN
Profesora de Historia Británica Moderna en la Universidad de Sheffield.
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