La pasividad estremece, lo hace más fría y secamente con el pasar de los días. Las relaciones de fuerza y los intereses estructurales dejan en papel mojado la tinta escrita de la declaración de los derechos humanos.
Los manifestantes piden alto a la ofensiva militar de Israel sobre la Franja de Gaza. (Cuartoscuro)
María García Yeregui
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Comenzó el tercer mes de exterminio en Gaza, hace más de diez días. Y lo hizo con la sed, el hambre y las enfermedades como ‘armas de guerra’ del férreo bloqueo israelí. En este caso, como estrategias para la eliminación de la población gazatí: sitiada por tierra, mar y aire, incursionada por vía terrestre —estremecen las denuncias del enterramiento de pacientes palestinos vivos por una excavadora israelí en el patio del hospital Kamal Adwan, al norte de la Franja—. Atacados masiva e incesantemente por los bombarderos aéreos al campo de concentración en el que han convertido a la prisión a cielo abierto que fue Gaza durante décadas. Armas a las que se suma —atravesando el infierno que quieren llegar a generar y proyectando hacia el futuro las profundas secuelas de los sobrevivientes— el padecimiento orgánico en los cuerpos de los que respiran el fósforo blanco durante el asedio.
En estos más de 60 días de destrucción masiva con los incesantes bombardeos han asesinado a cerca de 20 mil personas en toda Gaza. El ministro de Defensa israelí “espera que la campaña militar continúe con la intensidad actual durante dos meses más”. La pasividad estremece. Lo hace más fría y secamente con el pasar de los días. Y una vez más, las relaciones de fuerza y los intereses estructurales del sistema en el que vivimos —las dinámicas de poder en la geopolítica y el modo de producción capitalista del globo—, con un buen puñado de aquiescencia e indiferencia de buena parte del ‘público’ (los testigos lejanos de esta masacre continuada), dejan en papel mojado la tinta escrita de la declaración de los Derechos Humanos.
Europa y la mayoría de sus gobiernos han demostrado, una vez más, cómo manejan su ‘pulsión reaccionaria’ en materia “antiterrorista”, dentro del sistema de liberalismo político y económico que los rige estructuralmente —más allá del modelo socialdemócrata constitutivo de los llamados estados del bienestar—. No me estoy refiriendo con ‘pulsión reaccionaria’ a las extremas derechas en esta ocasión, sino a la que está presente en ciertos sectores de poder dentro de ‘la normalidad’. La agazapada profundamente en los imaginarios apegados al poder de ‘la razón de Estado’, la presente tanto en sectores dentro de los estamentos estatales como en la corriente subterránea que responde a los intereses estructurales de las oligarquías nacionales, conectadas internacionalmente, apegadas al poder de ‘la razón de clase’.
‘Razón de Estado’ regida por ‘razón de clase’ y atravesada por supremacismos de raza, de género, de conciencia y lucha política, de estamentos y estatus. Esas pulsiones, activas en ambos estratos interconectados, se manifiestan tanto en la reproducción sistémica como en las injerencias vertidas sobre diferentes realidades sociales. Unas realidades sociales en las que golpean mediante el racismo y el clasismo institucional.
Viendo la complicidad, primero activa y después pasiva, nos percatamos del retorno de la historia que nunca se fue
No obstante, cuando de legislación “antiterrorista” se trata, dichas pulsiones dejan temblando históricamente hasta los propios principios básicos del liberalismo político. Octubre fue reseñable. Lo fue en lo referente a los derechos de libertad de expresión y manifestación ligados al derecho fundamental del pueblo palestino a su propia identidad y su representación simbólica, a su existencia. Y es que hacemos esta reflexión para volver a señalar, una vez más, la gravedad de las medidas censoras, criminalizadoras del apoyo al pueblo palestino, por parte de gobiernos como el francés, el británico y el alemán al interior de sus propias sociedades; negando la legalidad o prohibiendo tanto las manifestaciones de apoyo a Palestina como la bandera de su pueblo. No en vano, tras la dimensión de las masacres, la catástrofe humanitaria provocada, la violación sistemática de los derechos humanos, hasta este domingo no hicieron unas meras declaraciones —que se llevará el ensangrentado viento— de llamamiento a un “alto el fuego sostenible”.
Viendo la complicidad, primero activa y después pasiva, nos percatamos del retorno de la historia que nunca se fue. Pues se trata de una complicidad sellada a través de la negación o desaparición discursiva de la realidad del régimen de ocupación y apartheid que el Estado de Israel lleva ejecutando sobre todo el pueblo palestino durante las últimas siete décadas y media. El abandono por la inacción de los países árabes petroleros, los magrebíes o el Egipto fronterizo habla por sí sola. Mientras el caso de la complicidad norteamericana se sitúa a otro nivel, incluyendo tanto la materialidad del envío de armas y su posición como potencia hegemónica como las representativas: la semana pasada Biden vetó la resolución de la ONU que exigía un alto el fuego humanitario inmediato en Gaza. El miércoles se terminó aprobando, por amplia mayoría, otra resolución no vinculante, con el voto en contra de los Estados Unidos, que lanzaba este lunes la operación multinacional ‘Guardián de la prosperidad’, en el mar Rojo.
En nuestros medios de masas se sigue sosteniendo y legitimando el marco propuesto por Israel, después de más de 10.000 niñas y niños palestinos asesinados en la Franja y los cadáveres de las redadas en Jenín —son 300 los muertos en Cisjordania, donde no Hamás está—. Continuamos escuchando las informaciones sobre ‘la guerra Israel-Hamás’ o, peor, ‘Israel-Gaza’. Lo cierto es que Benjamín Netanyahu tenía razón al decirle a Pedro Sánchez que “no hay simetrías”: no estamos siendo testigos de una guerra sino de un exterminio, efectivamente la asimetría es total. El primer eje narrativo y propagandístico, lo sabemos, sigue estando basado en “el derecho de Israel a defenderse de los terroristas”, pero —como explicaba Sarah Babiker— la articulación presente en su identificación como representantes de occidente contra “los bárbaros”, nos interpela.
En nuestros medios de masas se sigue sosteniendo y legitimando el marco propuesto por Israel, después de más de 10.000 niñas y niños palestinos asesinados en la Franja
“Terroristas bárbaros” declaraba Netanyahu allá por 2009, “defenderse de las bestias salvajes” exhortaba en 2016. Un ‘derecho’ que se transforma en ‘deber’, según palabras de Aznar, en función de esa identificación como representantes de occidente, para terminar en el rol clásico de “los salvadores”. Esa función histórica con la que se autoerigen profusamente represores sistemáticos de diferente ropaje, nacionalistas derechistas, dictadores castrenses o colonizadores imperialistas, en diversos casos, a lo largo y ancho de la historia del mundo.
Esa es la figura que dibujó indignado Netanyahu a Sánchez antes de comenzar la crisis diplomática y sacar a relucir —para consumo israelí y como anulación de cualquier validez de la crítica esgrimida por parte del visitante— el antisemitismo atávico de España a partir de la innegable pérdida homogeneizante y el trauma sufrido con la expulsión de la población judía en 1492. Se olvidaba Netanyahu que no fue la comunidad judía la única expulsada por los Reyes Católicos y sus descendientes, sino que los musulmanes de la península corrieron la misma suerte y el país sufrió dos pérdidas irreparables. Olvida además el primer ministro israelí, recordando la historia del catolicismo patrio, que hubo también republicanos españoles en campos de exterminio nazis. Un olvido que no sólo atraviesa a los israelíes respecto a los prisioneros del ‘lager’ nazi sino también a este país, como tantos otros olvidos, con demasiada frecuencia. Un olvido que es la otra cara de la quiebra de los apátridas. La quiebra que se generó con la transformación sangrienta y traumática que el Franquismo hizo de la sociedad española a través del exterminio, la represión y, una vez más, la expulsión. Otro exilio más que marcó los surcos del país el siglo pasado. Vidas como, por ejemplo, la que naciera precisamente hace un siglo, la de Jorge Semprún Maura, afincado en Francia, sobreviviente de Buchenwald, que escribió tras años de silencio su ‘deber de memoria’.
La narrativa israelí —con base supremacista frente al ‘otro’— los constituye como “los salvadores de occidente”, con un toque de influencia de la firma hegemónica made in USA
Pues bien, la narrativa israelí —con base supremacista frente al ‘otro’— los constituye como “los salvadores de occidente”, con un toque de influencia de la firma hegemónica made in USA de estas últimas siete décadas. No parecen percatarse de que, como decíamos, la historia de la figura de “los salvadores” es un clásico de multitud de ejecutores de represiones sistémicas, exterminios y demás violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Los “salvadores de la patria”, como se autoproclamaron los militares golpistas en Argentina y Chile cuando sus gobiernos dictatoriales implementaron los sistemas de desaparición-forzada de las dictaduras del Cono Sur, como se autodenominaron en la Europa de Entreguerras Franco en España o Hitler en Alemania. “Los defensores de las esencias de la sociedad blanca, occidental y cristiana” arengan las ultraderechas. “Los salvadores de la libertad y la democracia” se bautizan los norteamericanos cada vez que van a “rodar cine de terror”. De hecho, ahora que ha muerto Kissinger, y que como una suerte de homenaje continúa la tortura sin límite olvidada en Guantánamo, dan ganas de revisar la impunidad del “occidente salvado” con las acciones del “mundo libre” a la luz de la Corte Penal Internacional.
La narrativa de los “salvadores” versus los “terroristas” o “los subversivos” o “los salvajes” se repite, es una constante de ‘la seguridad nacional’. Unos terroristas que, como especificidad del caso israelí, además son “genocidas”. Se olvidan de los años anteriores al 48 cuando había comunidades judías en Palestina sin problema, se olvidan de su estrategia de fortalecer a Hamás para debilitar a la OLP.
“Los nuevos nazis”, le llegó a decir Netanyahu al canciller alemán. La nueva encarnación de todo mal a destruir, otra demonización más en la historia de las persecuciones, expulsiones y exterminios de las sociedades humanas. Mientras Israel continuaba ocupando territorio incesantemente en Cisjordania y, a finales del siglo pasado, terminaba de construir el gueto más grande del mundo en una Gaza densamente poblada encerrada por un muro “infranqueable”, la narrativa de “demonización” y “deshumanización del otro”, de todo un pueblo, acompañó el proceso. Narrativa que siempre impacta en “la deshumanización” de la sociedad que legitima la acción del victimario: “existe un proceso de deshumanización de los palestinos para justificar la represión", dice un intelectual judío, “y en él nos hemos deshumanizado también nosotros”, escribía Ramón Lobo en una crónica de 2005.
Parece una broma macabra del “destino”, pero la declaración universal de los Derechos Humanos ha cumplido 75 años mientras se está perpetrando el exterminio en Gaza ante nuestros ojo
Parece una broma macabra del “destino”, pero la declaración universal de los Derechos Humanos ha cumplido 75 años mientras se está perpetrando el exterminio en Gaza ante nuestros ojos, con el supremacismo que apela a occidente como narrativa justificadora. Un genocidio ejecutado por parte del Estado que se constituyó —con masacres y desplazamientos desde aquel mismo año 1948— con la identidad de una comunidad que fue perseguida y maltratada en la historia política de los estados religiosos del viejo continente.
Uno de los paradigma del ‘otro’ para las sociedades de la cristiandad terminó convirtiéndose, con la instauración del régimen nazi en la Alemania de los años 30s, en la víctima central del sistema de exterminio planificado. Una planificación realizada con eficacia para el éxito absoluto de su objetivo: la erradicación, el exterminio total de los judíos europeos. Cómo, a través de la aplicación de los parámetros de las tecnologías propias de la modernidad del momento. La organización de la deportación —tras la segregación y la persecución en la Alemania nacionalsocialista y, después, en los territorios ocupados, como la Francia de Vichy—, el sistema de la cámara de gas y el crematorio como métodos eficientes de eliminación masiva de personas y de la desaparición de sus cuerpos —ajustados al tiempo calculado— en los campos de concentración y exterminio, fueron planificados y comenzaron a ejecutarse a partir del documento de ‘la solución final a la cuestión judía’, firmado por Hitler en plena II Guerra Mundial. Ocurrió un año antes del decreto ‘Noche y niebla’, que inspiraría los posteriores sistemas de desaparición-forzada de opositores políticos, junto a la Escuela de las Américas y la Escuela colonial francesa.
Lo cierto es que el sionismo nunca se llevó bien con la historia de los guetos y el ‘lager’ —la vergüenza y el silencio acompañaron a los sobrevivientes de la Shoah que terminaron en Israel durante las dos primeras décadas del país—, hasta que encontró la forma de incluir la figura de la ‘víctima’ como parte de su posición de poder en el mundo; sin por supuesto olvidar, en su constitución identitaria, el relato de fuerza y superioridad que lo caracteriza: ‘el pueblo elegido’ en su ‘tierra prometida’. Un imaginario sionista vinculado al poder y la venganza, regido por una distorsionada ley del talión que va más allá de la reciprocidad del “ojo por ojo”. Netanyahu lo verbalizó, según esa base de la identidad sionista que reniega de “la debilidad vergonzosa” implícita en la condición de ‘víctima’ —por otro lado instrumentalizada a través de la culpa—, tras el impacto que el ataque de Hamás, considerado imposible por la sociedad israelí, provocó en ella: “los destruiremos y nos vengaremos poderosamente por este día negro”.
Pero las coincidencias macabras comenzaron desde el principio. Aquel año 1948, tras la persecución y el sistema de exterminio sistemático del nazismo, además de otras “limpiezas” políticas y étnicas perpetradas por regímenes fascistas e imperialistas en auge, después de las violencias masivas desplegadas durante la II Guerra Mundial; en los comienzos de la Guerra Fría, con el impune uso de la bomba atómica sobre población civil en Hiroshima y Nagasaki por parte de EEUU sobre el horizonte, continuaban vigentes en el mundo las violencias estructurales de los colonialismos modernos. Los palestinos conocen bien esa desgarradora realidad histórica entre la materialidad del poder colonial de Israel, vinculada con occidente tanto por la vieja Europa como por el nuevo imperialismo norteamericano, y la palabra escrita de las leyes sin ‘enforced the law’ —fuerza para aplicar la ley— como la del derecho internacional humanitario. Este año se cumplieron 75 años de la Nakba palestina que se perpetró unos meses antes de la declaración universal de los Derechos Humanos. Y siendo el pueblo palestino objeto de un exterminio planificado con cobertura, a costa de vidas de periodistas, los testigos tenemos el deber de reaccionar masivamente al nivel de hace 20 años con el “no a la guerra”: “No al genocidio en Gaza. No en nuestro nombre”.
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