¿Es suficiente la percepción de injusticia distributiva para construir políticas activas de reducción de la desigualdad?
¿Es menos desigual América Latina luego del ciclo de gobiernos progresistas?
La igualdad no solo exige medidas que eleven las condiciones de vida de la población de menores ingresos –como las transferencias de ingreso, las pensiones no contributivas e, incluso, los salarios mínimos–, sino también medidas que reduzcan la elevada concentración de los ingresos y del patrimonio
GABRIELA BENZA Y GABRIEL KESSLER
¿Qué sucedió con la estructura social de América Latina durante el posneoliberalismo? Esa es la pregunta que abordamos en La ¿nueva? estructura social de América Latina. Cambios y persistencias después de la ola de gobiernos progresistas (Siglo XXI, 2020). Allí presentamos un balance de los cambios en la estructura social durante los primeros quince años de este siglo, un período caracterizado por un crecimiento económico generalizado y por lo que se ha llamado «posneoliberalismo» o «giro a la izquierda». Entre 1998 y 2011, once países latinoamericanos eligieron presidentes de izquierda, centroizquierda o nacional-populares, una situación hasta entonces inédita en la historia de la región.
Analizamos, entonces, las tendencias y los lineamientos generales de la política en dimensiones clave de la estructura social: población, familia, distribución del ingreso, salud, educación, vivienda y hábitat. Nos detuvimos en los patrones comunes, pero también en las diferencias entre países y, dentro de cada uno, en las desigualdades de clase, de género y étnicas.
Una mirada de conjunto sobre estas dimensiones muestra importantes cambios. Durante estos años prácticamente todos los indicadores sociales mejoraron. Se trató, en este sentido, de una etapa de claro incremento del bienestar de las y los latinoamericanos. Pero el alcance de la transformación no fue el mismo en cada tema abordado, ni tampoco el lapso de tiempo en que tuvo lugar. Algunas de las mejoras, si bien se intensificaron en esta etapa, comenzaron antes.
Esto se observa, por ejemplo, en los indicadores demográficos (mortalidad infantil, esperanza de vida al nacer, fecundidad) o en materia de ampliación de la cobertura educativa, y se vincula con que cada dimensión tiene condicionantes del pasado, ciclos y temporalidades específicas. Los cambios en los patrones demográficos y en las relaciones familiares en general ocurren lentamente; las transformaciones en salud, educación y vivienda un tanto menos, porque en términos relativos son más sensibles a las políticas de un período dado. En fin, las tendencias en la pobreza, la distribución de ingresos y el mercado laboral suelen ser más inestables, al estar afectadas de manera más directa por las políticas y los ciclos económicos (y, de hecho, aquí es donde la marca del período resulta más potente).
¿Cuál fue, entonces, la impronta que dejó el posneoliberalismo en nuestras sociedades? El elemento distintivo fue una mayor inclusión social. Pero inclusión no es lo mismo que equidad. Nuestro argumento central es que es más ajustado decir que el posneoliberalismo se caracterizó por una disminución de la exclusión que por un avance en términos de igualdad, y esto a pesar de que la promesa por la reducción de la desigualdad estuvo en el centro de las preocupaciones por la cuestión social durante esta etapa.
El elemento distintivo del posneoliberalismo fue una mayor inclusión social. Pero inclusión no es lo mismo que equidad.
La agenda posneoliberal puso el foco en remediar las formas de exclusión más extremas producidas en las últimas décadas del siglo XX y, en menor medida, otras de mucha más larga data, como las que afectan a los pueblos originarios y afrodescendientes. ¿En qué se ve esto? En primer lugar, en los incrementos que experimentaron los ingresos de la población de menores recursos, producto de las mejoras en el mercado laboral y de la expansión de los programas de transferencias condicionadas y las pensiones a la vejez. En particular, las transferencias públicas hacia los hogares más desfavorecidos devinieron en políticas de muy amplia cobertura y de carácter permanente (no solo para atacar coyunturas críticas), dotando de recursos económicos –aunque, en muchos casos, insuficientes– a millones de latinoamericanos que literalmente no contaban con ningún ingreso a principios del milenio.
En segundo lugar, la reducción de la exclusión fue también el resultado de la ampliación de las coberturas en salud y educación, que se intensificaron en estos años, así como de las mejoras en hábitat y vivienda. En todos estos casos, el papel del Estado fue crucial. No tanto por el carácter novedoso de las medidas implementadas (pues hubo pocas innovaciones en las políticas públicas), sino por el incremento de la inversión y el aumento de los beneficiarios, así como por la decisión de retomar las políticas de protección laboral que habían sido debilitadas en el período neoliberal.
Por supuesto, los avances no tuvieron la misma magnitud en los distintos países: en algunos, como Bolivia, fueron notables; en otros, más modestos. En cada país, además, persisten núcleos de exclusión importantes: grupos sociales que no acceden a la educación básica; asentamientos informales que continúan distinguiendo a las ciudades de la región, enfermedades de la pobreza que, lejos de desaparecer, se intensificaron, y otras que, consideradas erradicadas, reaparecieron. Estos problemas siguen concentrándose en los sectores de menor nivel socioeconómico, los pueblos originarios, los afrodescendientes y la población rural.
Hay también diversos aspectos de la inclusión que han sido cuestionados. En primer lugar, su carácter limitado, en el sentido de que en muchos casos se trató de una «integración excluyente», como la ha llamado la socióloga María Cristina Bayón. En segundo lugar, hay sectores que, a pesar de haber mejorado, permanecieron en una situación de alta vulnerabilidad, como los trabajadores informales, con altas chances de ser los primeros en ver caer sus niveles de vida ante cambios en el contexto económico. Finalmente, otro tema se refiere al balance entre bienes privados y públicos. Algunos han advertido que las mejoras en el bienestar de la población se basaron más en avances en el consumo privado que en la provisión de bienes colectivos como infraestructura, transporte, salud o educación.
Sin embargo, aun con estos límites, creemos que en su conjunto las políticas de vivienda, salud, educación, ingresos y trabajo tendieron a tejer una red de protección básica y un piso mínimo de bienestar para los sectores más desfavorecidos.
Pero, ¿qué sucedió con la disminución de la desigualdad, la gran promesa de la década progresista? En comparación con el ciclo previo, en esta etapa hubo una tendencia a la disminución de las desigualdades. Sin embargo, en general los gobiernos modificaron poco las bases estructurales de las desigualdades persistentes. No hubo casi transformación en las estructuras productivas ni muchas alternativas a los modelos extractivos o neoextractivistas; la propiedad y la riqueza se mantuvieron tanto o más concentradas que en el pasado; a pesar de algunos avances, no hubo reformas tributarias integrales que dieran a los sistemas un carácter más progresivo. En otras palabras, no hubo procesos que llevaran a un cambio profundo en la relación entre las clases, los sexos y los grupos étnicos.
En general, los gobiernos modificaron poco las bases estructurales de las desigualdades persistentes.
A fin de cuentas, si bien es cierto que hubo menos pobreza y disminuyó la desigualdad de ingresos, las élites se tornaron aún más ricas. En la misma dirección, la mayor parte de los indicadores sociales mejoraron en términos absolutos; los «pisos de bienestar» se incrementaron y casi todos los grupos, clases y regiones conocieron mejoras en el período. Sin embargo, en muchos casos las brechas no disminuyeron. Y esto porque los países, regiones subnacionales y grupos más favorecidos avanzaron más que los países más pobres y que los grupos y zonas más desaventajados.
Por lo demás, la desigualdad adquiere nuevas formas. América Latina fue exitosa en la expansión de la cobertura educativa, pero la inclusión parece haber estado acompañada de un aumento en las desigualdades de calidad. Los déficits de vivienda son menores, pero la segregación espacial se hizo más visible. Se expandió el acceso a servicios básicos de salud, pero debido a las necesidades de atención de la población envejecida y a los avances tecnológicos, aparecen tratamientos y drogas muy caros, inaccesibles para los de menores ingresos. Aumentó la participación de las mujeres en el mercado laboral, pero son aún peor remuneradas y experimentan una sobrecarga de trabajo porque a su mayor presencia en el mundo laboral todavía suman el peso de las tareas domésticas. Si, como dijimos, hay ciertas mejoras en los indicadores sociales de los pueblos originarios, el avance de la frontera agrícola y en particular de la minería extractiva está perjudicando de manera violenta a sus comunidades. Por último, es preciso señalar que corrientes del pensamiento latinoamericano, como el del «buen vivir», han puesto cada vez más en cuestión nuestras perspectivas hegemónicas sobre el desarrollo y el bienestar económico.
Ante estas evidencias, la pregunta que surge es si en el período hubo un apoyo de las sociedades a la reducción de la desigualdad. Juan Pablo Pérez Sáinz sostiene que durante esta etapa la repolitización de la cuestión social puso la temática de la desigualdad en el centro del debate público y, como corolario, abrió una profunda disputa por la definición legítima de los modos de percibirla, medirla y juzgarla en tanto una de las claves para procesar políticamente los conflictos en la región. Y, en efecto, no solo los temas como ingresos, género o etnia fueron juzgados bajo la lente de la desigualdad, sino también cuestiones ambientales, de violencias de todo tipo, entre otras que por lo general no habían sido decodificadas desde este punto de vista.
Los análisis sobre la opinión pública latinoamericana mostraron indicios de una mayor preocupación por la injusticia distributiva y una reducción de la tolerancia social a la desigualdad en el nuevo milenio. Las encuestas documentaban un incremento en el porcentaje de personas que afirmaban que sus sociedades debían ser menos desiguales e, incluso, un creciente «hartazgo respecto de las élites», un cuestionamiento a las formas de legitimación de la desigualdad extrema.
Ahora bien, ¿es suficiente la percepción de injusticia distributiva para construir políticas activas de reducción de la desigualdad? Nuestra hipótesis es que, a pesar de las opiniones constatadas, en esta etapa no se habría logrado un consenso social amplio en torno a la necesidad de reducir la desigualdad en forma significativa, en términos de las medidas que de hecho son necesarias para lograrlo.
La nueva agenda política posajuste, que volvió a poner en el centro de la escena los históricos déficits sociales de América Latina, parece haber involucrado más un consenso respecto de la inclusión social que de la igualdad. Los gobiernos progresistas gozaron por años del apoyo de amplias coaliciones sociales, que reunieron a diferentes grupos que habían sufrido los efectos de la etapa neoliberal. Sectores marginales, trabajadores industriales, clases medias empobrecidas, colectivos de mujeres, grupos de derechos humanos, población indígena y afrodescendiente, entre otros, formaron parte del apoyo social inicial a estos gobiernos. Ese soporte permitió desarrollar políticas para mejorar la inclusión social. Es decir, cuando el objetivo fue reducir las manifestaciones más extremas de la exclusión social, las coaliciones sociales brindaron amplio apoyo.
Pero no debe darse por sentado que las coaliciones sociales que apoyaron políticas destinadas a ampliar la inclusión social también estarían dispuestas a dar su apoyo a la reducción de la desigualdad. ¿Por qué? Porque la igualdad es muy exigente. La igualdad no solo exige medidas que eleven las condiciones de vida de la población de menores ingresos –como las transferencias de ingreso, las pensiones no contributivas e, incluso, los salarios mínimos–, sino también medidas que reduzcan la elevada concentración de los ingresos y del patrimonio. Exige, asimismo, evaluar cada eventual medida pública, inversión privada, obra de infraestructura, plan de seguridad, salud o educación y preguntarse cómo gravita en las desigualdades de clase, género, grupo étnico, edad o territorio.
Pero, por sobre todo, la igualdad exige prestar atención a las clases bajas, pero además a las clases medias y altas. Por ejemplo, en las políticas tributarias se deben aplicar, como señala J. P. Jiménez, criterios de «equidad vertical» (trato adecuadamente desigual a quienes están en distintas circunstancias) y de «equidad horizontal» (trato igual a quienes se hallan en la misma situación) dado que el gran peso de los impuestos recae sobre las y los asalariados.
Una disminución significativa de la desigualdad, en suma, supone que los grupos más favorecidos acepten resignar recursos y privilegios. Esta dimensión de la desigualdad estuvo poco presente en las agendas políticas posneoliberales, y, cuando la estuvo, en general encontró fuertes resistencias de los grupos de poder y, a menudo, hasta de sectores de las clases medias. El interrogante de cara a la tercera década del nuevo milenio que recién comienza es si los movimientos progresistas han aprendido de los logros y de las limitaciones del pasado reciente así como de los nuevos retos, en particular conciliar la agenda de desarrollo y distribución con la agenda ambientalista o, más bien, con el cuidado de todas las formas de vida.
GABRIELA BENZA Y GABRIEL KESSLER
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Gabriela Benza es doctora en Ciencias Sociales por El Colegio de México, docente, investigadora y coautora de La ¿nueva? estructura social de América Latina (Siglo XXI, 2020). // Gabriel Kessler es doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París), docente, investigador y coautor de La ¿nueva? estructura social de América Latina (Siglo XXI, 2020).
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