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GUERRAS LARGAS, VIDAS BREVES: ENTRE UCRANIA Y LA MEDIANOCHE DEL MUNDO

No hay vencedores sobre tierra –militar y ecológicamente– arrasada, ni habrá hegemones en la medianoche del mundo
A un año exacto del comienzo de la guerra en Ucrania, un ensayo con siete tesis sobre presentes distópicos y futuros no garantizados
Algo es seguro: cada minuto ganado para la guerra es un minuto perdido para el planeta.

POR LAUTARO RIVARA

Escena de la película animada "Vals con Bashir", de Ari Folman (2008)

1) La mirada geopolítica no puede obviar la dimensión humana del conflicto

El problema de los enfoques macro, como el de la geopolítica, es que desde muy lejos el sufrimiento humano simplemente puede no verse. Se trata de la misma distancia que media entre la estadística y el dolor de una persona: es imprescindible cada tanto recorrerla. La abstracción es necesaria, pero no al punto de destemplar las más elementales consideraciones humanitarias. Por supuesto que intentar comprender una guerra como el conflicto Rusia-Ucrania-OTAN sin esta perspectiva sería un completo desatino. La guerra es y seguirá siendo el hecho geopolítico por excelencia, aquel que define la concentración del poder –y su eventual distribución– en una geografía limitada.

La geopolítica ha regresado, como regresa siempre que los órdenes mundiales empiezan a crujir, cuando diversos futuros se vuelven conceptualmente pensables y políticamente disponibles: sucedió así en todas las transiciones hegemónicas globales que, mucho antes que la teoría del sistema-mundo, estudió y sistematizó el sociólogo trinitente Oliver Cox en la década del 50. Sucedió así en la primera mundialización moderna, con la expulsión de los árabes de la península ibérica y con el desembarco de los castellanos en tierras americanas; y volvió a suceder en la última, con la llamada «globalización» que siguió a la caída del euro-comunismo y consagró una –en términos de historia larga– brevísima ultrahegemonía norteamericana.

Pero su esperado regreso puede traer aparejado una cierta banalización del factor humano, al que han (hemos) contribuido en grado sumo periodistas, analistas y geopolitólogos. Esta es la primera tesis, poco más que un recaudo: toda consideración sobre el conflicto que no ponga a los seres humanos en el centro y a la producción y reproducción de la vida como la primera de sus consideraciones, se relacionará con la guerra de una forma cínica, como si se tratara de un simple juego de ajedrez. Cada día que pasa –es bueno recordarlo antes de cualquier otro análisis– la guerra sega la vida de alrededor de 850 personas, con un total de 280 mil soldados muertos y más de 30 mil civiles fallecidos desde el inicio del conflicto, sin contar los 8 millones de desplazados y las decenas de miles de heridos.

2) Tres son los actores protagónicos de la guerra y de tres actores depende su resolución inmediata

En esta guerra ataca uno, combaten dos, participan tres y especulan todos. Se resume fácil, y sin embargo ha sido tremendamente difícil de entender para los más encumbrados analistas.

Ataca uno. Es ridículo negar que la ofensiva rusa y la ocupación del territorio ucraniano hace exactamente un año implicó el comienzo de un conflicto sui generis, cualitativa y cuantitativamente diferente al anterior, sin importar que lo consideremos o no como una consecuencia de la expansión de la OTAN hacia el este, como una reacción legítima derivada de consideraciones de seguridad nacional, como una suerte de guerra preventiva o como parte de una extensa escalada con hitos previos como el Euromaidán y el golpe de Estado contra Víktor Yanukóvich en el año 2014. Deslindar quien asume una posición ofensiva y quien una defensiva es elemental en una guerra. Es como negar que la Primera Guerra Mundial empezó con la declaración de guerra del Káiser Guillermo II de Alemania, porque aquel adujo que la guerra comenzó con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria por parte de los nacionalistas serbios; o como negar que George W. Bush fue quien empezó la “preventiva” Guerra de Irak, porque antes se produjeron los atentados a las Torres Gemelas.

Combaten dos. En la guerra hay, obviamente, teatros de operaciones, por ahora restringidos casi completamente a la cuenca del río Donets, en donde combaten fuerzas regulares e irregulares rusas y ucranianas, amén de algunas decenas de miles de mercenarios internacionales que no llegan a alterar el conjunto de la ecuación. Es probable, como han señalado algunos analistas, que el propio envío de material de guerra para cuyo manejo el ejército ucraniano no se hallaba entrenado, haya implicado el envío de soldados profesionales occidentales que operan encubiertos dicho aparatos. Obviamente, la “niebla de guerra” impide por el momento certificar tales sospechas, que en todo caso tampoco alteran la constatación de que, en esencia, son dos los bandos combatientes sobre el terreno.

Participan tres. Si desde una definición puramente operacional combaten –por ahora– dos, desde una consideración político-militar la guerra de Ucrania es un ménage à trois. Si podemos convenir en llamar «Primera Guerra Mundial» a un conflicto esencialmente intraeuropeo tan sólo por el hecho de que allí participaron de forma compulsiva pueblos no soberanos y contingentes de tropas arreados a la fuerza desde los territorios coloniales de las grandes potencias, ¿por qué no podemos caracterizar como una guerra entre Rusia, Ucrania y la OTAN a un conflicto que demanda mayores esfuerzos bélicos de Europa, Estados Unidos y de la OTAN que de los propios ucranianos? Además, a diferencia de la Guerra Fría, no se trata de intervenciones más o menos solapadas, sino que estas son publicitadas las 24 horas del día en las grandes corporaciones de prensa.

Una mirada a la ruda economía puede despejar ciertas dudas sobre cuántos son los participantes efectivos. En base a los datos inmediatamente pre-conflicto (los más fiables dada la contaminación producida por la propaganda de guerra), el presupuesto militar de Ucrania, que venía de duplicarse en apenas una década, era de casi 6 mil millones de dólares en el año 2021. El de Rusia, por esas mismas fechas, era de casi 66 mil millones. Ahora bien, si contabilizamos el total de la ayuda militar enviada por Occidente (principalmente por Estados Unidos, seguido muy de lejos por Gran Bretaña y Alemania), vamos a ver que esta propende, por lo general, a equipar el gasto ruso y a tratar de equilibrar la capacidad operacional ucraniana.

Como aprendimos de décadas de Guerra Fría, no todas las partes beligerantes operan desde el campo de batalla, lo que no por eso las exime de responsabilidades. Por eso, así como hubiera sido ridículo pensar en resolver la crisis de los misiles de 1962 en una mesa bilateral conformada tan sólo por cubanos y norteamericanos -dejando de lado nada menos que a la potencia dueña de las cabezas nucleares y las rampas de lanzamiento- igualmente ridículo es pensar que Ucrania, Rusia y Estados Unidos no tengan una responsabilidad al menos correlativa en la evolución del conflicto.

3) El fin de la guerra tendrá impactos desiguales y combinados en los centros y periferias globales

Sin embargo, ni el celo pacifista ni el deslinde de responsabilidades pueden eludir un hecho objetivo: no sólo importa que la guerra termine, sino el cómo termine. Los escenarios resultantes –armisticio, solución negociada o rendición más o menos incondicional de algunos de los bandos– impactarán de forma desigual y combinada en los centros y en las periferias globales. Es en este estricto sentido, y no tanto por la consideración de la cantidad de combatientes, que ésta es ya una guerra mundial: porque su desenlace definirá los trazos gruesos del nuevo orden global, aún en estado larvario. Por eso decíamos que, más allá de quién ataque, quiénes combatan y cuántos participen, en este conflicto medran todos los grandes jugadores globales.

Es esto lo que a veces no entiende cierto pensamiento progresista europeo que es incapaz de asimilar categorías como las de “centros”, “periferias”, “imperialismo”, “colonialidad del poder” o “dependencia”, y que califica de militarista o emplaza en las filas del Kremlin a todo aquel latinoamericano, asiático o africano que de buena fe manifieste preocupación ante la eventualidad de un escenario de derrota y humillación rusa que podría ser la antesala de un trágico «nuevo siglo americano», y que llevaría a Estados Unidos a reconcentrar sus esfuerzos sobre China, su principal retador estratégico; y también sobre las periferias globales, empezando por las que considera sus zonas de seguridad interior, como por ejemplo nuestro Mar Caribe.

El «nuevo siglo americano» que persiguen los neoconservadores significaría, para Europa, prorrogar un equilibrio de poder global en el que ha ocupado un lugar privilegiado aunque subordinado a los Estados Unidos desde fines de la Segunda Guerra Mundial. Europa es, en la geopolítica global, como esos vetustos monarcas que ya no gobiernan pero que aún usufructúan casi todos los privilegios simbólicos y materiales de su antiguo poder. Pero, bajo el hegemon que establece las reglas de un “orden basado en reglas” y los monarcas sin corona, el rezagado tercer mundo intenta velar por sus propios y desarticulados intereses, jugándose, en la hipótesis de un mundo con múltiples polos de poder, la posibilidad de encontrar un espacio para respirar.
4) Tras la guerra, Europa emergerá al nuevo orden mundial aún más heterónoma y marginalizada

Pareciera como si algunos líderes e ideólogos europeos soñaran con una Europa que, como la Serbia que retrató tan críticamente el final de la película Underground de Emir Kusturica, se convirtiera en una isla flotante, para que las corrientes la alejen de Eurasia y la arrastren hacia el extremo occidente, hasta recalar en las costas de los Estados Unidos. Tales son las fantasías ultra-occidentales del occidentalismo. Pero, ¿puede la guerra horadar la mismísima tierra hasta despedazar a un continente?

Nada resulta más sintomático de estas fantasías que la propia voladura del Nord Stream II, que debe ser leído más que como una simple operación encubierta de guerra, como toda una acción civilizatoria tendiente a particionar a Europa de su contexto geográfico. La integración ruso-europea en particular y euro-asiática en general es tan profunda y estructural, que pese a la retórica altisonante, la lluvia de sanciones y la ruptura de relaciones diplomáticas, el gas y el petróleo sigue fluyendo de este a oeste, sólo que ahora con intermediarios; mientras que el dinero sigue fluyendo de oeste a este, sólo que a través de otros mecanismos financieros. ¿Cuál será la próxima línea de corte? ¿Llevar la guerra a Pakistán, Kazajistán o los Balcanes para quebrar la integración euro-asiática de la nueva ruta de la seda? ¿Volar miles de carreteras, túneles, vías férreas, puentes y represas a lo largo de 8 mil kilómetros? ¿Sembrar todo el Indo-Pacífico de buques de guerra –como ya lo están haciendo– para obturar la iniciativa de la franja?

“El rezagado tercer mundo intenta velar por sus propios y desarticulados intereses, jugándose, en la hipótesis de un mundo con múltiples polos de poder, la posibilidad de encontrar un espacio para respirar”

Es esta misma integración estructural la que explica la orientación pro-rusa del Dombás, que no se reduce sólo a que los habitantes del este ucraniano sean cultural o lingüísticamente rusos, sino al hecho de que su minería y su industria metalúrgica están profundamente imbricadas en la economía rusa. Y lo mismo explica, por caso, la más que cordial relación entre Hungría y Rusia, que la propaganda de guerra europea busca reducir a la afinidad electiva entre dos personalidades aparentemente “demoníacas” como Vladimir Putin y Viktor Orbán.

Porque el continente “Europa” y el continente “Asia” no son más que ficciones históricas y jurídicas de muy reciente creación, como advierte Enrique Dussel en lo que llama “el mito de la modernidad”, mientras que la integración euro-asiática es una realidad histórica que data desde el siglo I a.C. Durante sólo un brevísimo período de tiempo Europa no fue una periferia de Asia o del mundo árabe. Incluso para las teorías geopolíticas clásicas como las de John Mackinder, el pivote o “isla mundial” se ubica en el corazón del vasto continente euro-asiático, cuyo dominio permitiría el control total del planeta. Tan ficcional resulta una Europa separada de Asia que ahí está Rusia para recordarlo, el país más extenso del mundo, euro-asiático en sus nueve mil kilómetros de eslora, desde el Mar Báltico hasta el estrecho de Bering.

Esta guerra puede pasar a la historia como un retardante que demoró algunos años –o incluso décadas– procesos civilizatorios de largo aliento, o como un fulminante que precipitó bruscamente sus principales tendencias. Pero en todos los escenarios, esta Europa cada vez más deslucida sale perdiendo, ya sea por su creciente pérdida de autonomía, por las tensiones que pueden hacer saltar por los aires su cada vez más precaria unidad regional, o por la creciente irrelevancia económica que supone aislarse del polo magnético del poder global, hoy claramente situado en Asia. Comparemos sino el 30 por ciento del producto bruto global que representa la flamante Asociación Económica Integral Regional (RCEP), con el discreto y decreciente 22 por ciento de la Unión Europea.
5) Una victoria no concluyente, o incluso la extensa postergación del conflicto, tenderá a profundizar la «tercermundización» de Estados Unidos

La «doctrina keynesiana» parece evocar, así nombrada, una conocida teoría económica. Pero podemos usarla aquí como representativa de una orientación geopolítica, la que John Maynard Keynes se vio obligado a asumir como delegado británico a la conferencia de Bretton Woods. Mientras que las conferencias de Postdam y Yalta de la segunda post-guerra resolvieron qué hacer con la derrotada Alemania, y comenzaron a ajustar cuentas entre los antiguos aliados que comenzaban a realinearse para la Guerra Fría, Bretton Woods fue la cumbre que ordenó las nuevas jerarquías a lo interno del propio bloque occidental, considerando la superioridad económica manifiesta de Estados Unidos frente a la devastación sufrida por Francia e Inglaterra en el conflicto. Por eso, podemos llamar vía keynesiana o vía británica al recambio hegemónico consensual entre Gran Bretaña y Estados Unidos, que implicó que los británicos (y con ellos Europa occidental) aceptaran un lugar geopolítico aún privilegiado pero subordinado a la conducción estadounidense del bloque, expresada en la nueva primacía del dólar como moneda convertible.

“Esta guerra puede pasar a la historia como un retardante que demoró algunos años –o incluso décadas– procesos civilizatorios de largo aliento, o como un fulminante que precipitó bruscamente sus principales tendencias”

La nueva transición hegemónica podría habilitar, aunque no sea más que teóricamente, una solución parecida para nuestra época: un Estados Unidos todavía económica, política y militarmente poderoso podría ser el primus inter pares de un orden con varios polos de poder (Rusia, China, etcétera) sin ostentar ya una ultrahegemonía ni la conducción cuasi unilateral de los asuntos planetarios. Pero frente a ésta existe otra vía, hoy hegemónica e ideada ante todo por los neoconservadores, que pretende eternizar el actual equilibro de poder de manera ahistórica e indefinida, al precio que sea, y con la disposición neroniana de «incendiar Roma» si es preciso.

Es en el marco de esa disyuntiva que hay que entender las sostenidas declaraciones de Donald Trump sobre el conflicto. El ex presidente norteamericano considera que, a) la guerra pudo haberse evitado; b) que la guerra puede y debe terminar de inmediato; c) que es necesario negociar el alto al fuego y poner fin a una escalada que podría terminar en la guerra nuclear; y, d) que es necesario no humillar a Rusia en caso de una victoria occidental. ¿Se ha vuelo el ex presidente un pacificista y un multilateralista de principios? ¿O es que acaso una facción del establishment norteamericano considera, inspirado en las antiguas tesis de Samuel Huntington, que Estados Unidos es incapaz de enfrentar en una guerra de largo aliento a Rusia y China, sin que su sociedad colapse en el intento? Sobre todo porque la eternización de la guerra implicaría entrar en un pantano mucho más costoso que la guerra de Afganistán, con una economía cada vez más volatilizada, con indicadores sociales que están lejos de ser los esperables en la primera economía mundial, y con una sucesión de desastres ecológicos –el de Ohio es el más notorio, pero no el único– que revelan el grave deterioro de sus infraestructuras más elementales. Esto, sin hablar de la agudización de las tensiones socio-raciales que se evidencian en las movilizaciones de los últimos años, desde las protestas por el asesinato de George Floyd en el año 2020, hasta el asalto del Capitolio por los partidarios de Donald Trump en el 2021.

“Una facción del establishment norteamericano considera […] que Estados Unidos es incapaz de enfrentar en una guerra de largo aliento a Rusia y China, sin que su sociedad colapse en el intento”

Dispuestos a ir por todo, en vez de un declive lento, sostenido y negociado, los Estados Unidos podrían afrontar en los próximos años o en las próximas décadas una pérdida convulsiva y rápida respecto de su discutida posición hegemónica.

6) La historia reciente de Ucrania reactualiza el debate sobre Estados, naciones y nacionalismos

Desde su consolidación los Estados modernos propenden, como se sabe, a la homogeneización compulsiva de las poblaciones, la cultura, los territorios, la lengua y, sobre todo, de la historia. Pero las poblaciones humanas, siempre en movilidad y transformación, se caracterizan por su irreductible heterogeneidad. Diferentes fórmulas, desde las más brutales hasta las más inclusivas, se han ensayado a lo largo de la historia para abordar esta tensión. Vladimir Illich Lenin, por su parte, defendió apasionadamente –incluso en amarga polémica con algunos de sus camaradas– el derecho de las naciones a la autodeterminación, línea que permitió la constitución de la URSS como una república federativa de repúblicas independientes, y por algún tiempo evitó, aún pese al centralismo político moscovita, la propensión a diseñar poblaciones homogéneas, de laboratorio, a imagen y semejanza de los Estados preconcebidos. Esto explica la aparente paradoja de que una revolución sucedida en el corazón ruso del antiguo imperio de los zares, pudo ser recibida como un acontecimiento emancipador en sus antiguas colonias. Algo parecido sucedió con el diseño de un Estado, la Yugoslavia de Josip Broz Tito, que cobijó con éxito a los muy diversos pueblos eslavos del sur hasta su brutal desgarramiento en la década del 90.

Pero hubo otras formas de gestión de la alteridad no tan bien sucedidas, que derivaron en la conversión forzosa, la expulsión, la represión o hasta el exterminio de diferentes comunidades humanas. Así sucedió con el genocidio de más un millón de tutsis bajo el gobierno hutu de Ruanda, o con la partición de Pakistán de la India, que conllevó la expulsión forzosa de 14 millones de hindúes, mulsulmanes y sijes. Entre muchas otras cosas, la «revolución de colores» del Euromaidán implicó la tentativa de rediseñar la nación ucraniana, culturalmente diversa y plurilingüística; de reescribir la historia del país (de ahí los encendidos debates en torno a la figura del ex colaboracionista nazi Stepán Bandera, elevado a la categoría de padre de la nación por los occidentalistas); y de subalternizar y separar al Este de su espacio económico y cultural de referencia. Por supuesto que el fuego cruzado de Occidente, con arietes como la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional; y el de Rusia, con sus propios instrumentos e intereses, clavaron la cuña, pero lo importante es que lo hicieron en una línea de corte que ya estaba ahí.

El golpe de Estado contra Víktor Yanukóvich, la toma del poder por sectores ultranacionalistas y ultraeuropeístas, la degradación del ruso a lengua no oficial por parte de la Rada Suprema, la rebelión y feroz represión interna desatada contra el Dombás –pero también al sur contra Odesa– expresan algo de la evolución de tensiones de larga duración. Sin exagerar el discurso de la «nazificación» de Ucrania –cuyas instrumentalización como propaganda de guerra resulta evidente– es innegable que la irrupción, estímulo externo y fortalecimiento de nuevas formaciones políticas derechistas de inspiración ultra-nacionalista favoreció este proceso. Incluso la propia historia ucraniana exhibe una ambivalencia propia de un territorio de transición geográfica y geopolítica, en la relación cambiante establecida con suecos, polacos, rusos, soviéticos y europeos occidentales a lo largo de los siglos.

De hecho, cuando las negociaciones por fin lleguen –porque, como se dice, toda guerra termina indefectiblemente en una mesa de negociación–, sin importar quienes sean los “vencedores” y quienes ostenten el control militar de los territorios, estos deberán lidiar con la realidad de que la nación ucraniana fue de hecho fracturada por quienes quisieron homogeneizarla. Incluso con la paz, una veeduría internacional y todas las garantías democráticas, un referéndum en Donetsk y Lugansk podría arrojar idénticos resultados.

7) No hay vencedores sobre tierra –militar y ecológicamente– arrasada, ni habrá hegemones en la medianoche del mundo

En 1947, el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago, en Estados Unidos, creó el «Reloj del Apocalipsis», también conocido como el «Reloj del Juicio Final». Se trata de un reloj alegórico que expresa –y actualiza año a año– a cuántos minutos se encuentra la humanidad de la medianoche del mundo, es decir, de su “destrucción total y catastrófica”. Evidentemente, el invento de este reloj en plena Guerra Fría partía de los terrores derivados de una eventual conflagración nuclear. Pero la humanidad no ha dejado de inventar, en las últimas décadas, otras formas de “destruirse de manera total y catastrófica”, por lo que podemos imaginar el minutero del reloj empujado ahora por variables como la devastación climática, las bombas biológicas, los riegos derivados de la inteligencia artificial y otros.

Como es de imaginar, el margen de tiempo se ha acortado ostensiblemente en los últimos años. Y sin embargo, la venerable ONU, aquel organismo creado precisamente para evitar guerras europeas, ha vuelto a fracasar, como en Moldavia, como en los Balcanes, como en Nagorno Karabaj. Pero como el reloj nos recuerda, la amenaza no sólo es militar ni nuclear. La guerra ha manifestado dos tendencias contrapuestas: la aceleración del cambio climático, por los propios efectos contaminantes de la contienda; y la desaceleración de la voluntad de cambiar la política climática, por la prioridad puesta en la destrucción del enemigo.

En relación a lo primero, investigaciones recientes han demostrado que el ejército de Estados Unidos es uno de los mayores contaminantes de la historia y que, si fuera un país, se ubicaría en el puesto 47° como emisor global, al lado de naciones de la envergadura de Portugal o Perú. ¿Cuál será entonces la huella de carbono del conjunto de las fuerzas de la OTAN, con sus más de 700 bases distribuidas por todo el globo, y cuál el añadido de las fuerzas rusas que preparan ya su ofensiva de primavera? La suspensión de los acuerdos nucleares, primero por parte de Estados Unidos y ahora también por parte de Rusia; la reactivación por parte de Alemania de la otrora condenada cuenca carbonífera del Ruhr para suplir el gas ruso; o la catástrofe climática derivada de la voladura del gasoducto Nord Stream II, no hacen sino echar mayores dudas sobre el porvenir climático.

Pero como el reloj del apocalipsis, el reloj ecológico se acelera y empieza a convertir en años lo que antes eran décadas, y en semanas lo que antes eran años. Algo es seguro: cada minuto ganado para la guerra es un minuto perdido para el planeta.

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