Vivimos una crisis de ideas, olvidando que es el pueblo la figura cultural de cualquier cambio, que se deber partir de considerar al pueblo –a los pobres- como sujetos de una política progresista, y no como meros objetos de la misma
Por Aram Aharonian
En los últimos años, América latina se ha ubicado en el centro de la disputa entre las dos grandes potencias: Estados Unidos y China, atrapada en un mundo en el que se están cambiando irremediablemente las reglas de juego. Hay crisis global: del sistema político institucional, de la globalización, del capitalismo. Crisis civilizatoria y, en nuestro caso, son críticas las posibilidades de integración.
No lo olvide: Hace 23 años ya, un 8 de diciembre de 1998, Hugo Chávez se adjudicaba las elecciones presidenciales en Venezuela. Quizá fue el puntapié inicial de una nueva historia en América Latina y el Caribe. Él se decía revolucionario, otros lo etiquetaron de progresista.
En medio de una ofensiva a fondo de la derecha más reaccionaria y dependiente, el progresismo no sale de su laberinto, incapaz de rediseñar sus discursos y sus formas de acción. Algunos de aquellos primeros gobiernos progresistas se dedicaron más a defender lo logrado que a profundizar los cambios. Hoy la derecha está imponiendo un cambio cultural, con la meta de romper los valores progresistas y los lazos solidarios que se habían tejido.
Vivimos una crisis de ideas, olvidando que es el pueblo la figura cultural de cualquier cambio, que se deber partir de considerar al pueblo –a los pobres- como sujetos de una política progresista, y no como meros objetos de la misma, para no seguir con el asistencialismo social y la creciente desigualdad.
Se hace necesario tener conciencia de que venimos sufriendo 40 años de un orden neoliberal que entró en crisis, a lo que suma el parate de la pandemia: el comercio mundial, que era el doble del Producto Interno Bruto (PBI) mundial, hoy tiene cifras similar al actual PBI, que –por otro lado, pandemia y guerra mediante- se redujo en un tercio.
Parece ser el ocaso de los países centrales, que fueron entrando en crisis absoluta: el Reino Unido abandonó la Unión Europea, Estados Unidos quiere mantener su hegemonía con dos estilos distintos (Trump-Biden) pero una misma meta, que desembocó en la guerra en Ucrania, reforzando la bélica Organización del Tratado del Atlántico Norte OTAN), desatando la crisis salvaje en la Europa occidental.
Los estertores de la crisis llegan a la ridiculez de que se convierte en el “vocero” de Europa un triste comediante como Volodímir Zelenski, que lleva al exterminio de buena parte de su pueblo y a la destrucción de su país. Por suerte Mercosur impidió que hablara en la cumbre del grupo.
Lo cierto es que estamos en una nueva etapa de colonización, con el surgimiento de nuevos conflictos interestatales, cuando las preguntas se repiten: ¿Hay izquierda, hay partidos, hay movimiento sindical?
Cuando parecía que la única izquierda era la calle, también la derecha comenzó a tomar los espacios públicos, junto a los evangelistas. La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunas de las verdades reveladas que organizan nuestra vida institucional, nuestras democracias declamativas desde el siglo 19. La profundidad de la crisis actual cuestiona a la modernidad y al capitalismo.
El sentido de buscar el poder del Estado debiera ser utilizado para derrotar a la clase dominante, no para dormir con ella.
Menos de una década después, algunos intelectuales “progresistas”, desde ámbitos académicos progresistas y/o socialdemócratas, con el apoyo, generalmente, de ONG y fundaciones europeas, señalan que no hubo gobiernos progresistas en la región, y que la lucha se dirime hoy entre dos derechas, una modernizante o desarrollista y otra oligárquica. Hablan de un neoliberalismo transgénico.
Es triste ver a indígenas y trabajadores inducidos a votar por la derecha o la ultraderecha para que desde la “resistencia” se puedan refundar los movimientos de la izquierda y desde allí buscar transiciones.
El pensamiento progresista sigue demasiado influenciado por los viejos dogmas y las añejas recetas de lucha, sin lograr visualizar los intereses que se debaten en la región, con sus extensiones de maniobra político-partidarios, judiciales, mediáticos, militares y paramilitares. El Estado sigue siendo el punto de confluencia de las correlaciones de fuerzas sociales. Obviamente, desde la óptica de los proyectos populares (no digamos los revolucionarios), siempre es mejor contar con gobiernos progresistas al frente de los Estados.
En la región se observa la insistencia en la aparición de una nueva ola progresista, marcada por la moderación y sin la presencia de liderazgos carismáticos como los de Hugo Chávez, Lula da Silva, Evo Morales, Rafael Correa o Néstor Kirchner, ola amenazada por una resistencia de parte de las elites latinoamericanas aferradas al ideario ortodoxo de ajuste.
Entonces, antes de afirmar contundentemente que nos encontramos atravesando por una “segunda ola” del llamado “ciclo progresista”, deberíamos evaluar las condiciones de posibilidad de gobiernos que no logran recrear y crear la potencia que otorga el poder y la organización popular que, sin dudas, también organizó el triunfo en las urnas. No se trata de desconocer la valía del signo ideológico de estos gobiernos, sino en analizar los programas propuestos y las correlaciones de fuerzas sociales.
En julio de 2019 el Grupo de Puebla nació para juntar líderes progresistas al momento del reflujo de la “primera ola”,luego que algunos gobiernos de derecha (Argentina, Brasil, Ecuador, Colombia) destruyeron la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y los cimientos de la integración regional. Quizá lo más interesante desde su creación es la incorporación de personajes -expresidentes, exministros- con gestión de gobierno y capacidad para mirar retrospectivamente e intercambiar ideas sobre sus experiencias al frente de un Estado.
Pero pensar que el cambio puede estar en las figuras “históricas” de Pepe Mujica, Lula da Silva, Fernando Lugo, Rafael Correa, Evo Morales o Cristina Kirchner, es apostar por el pasado. Más allá de los logros en sus gobiernos, fueron incapaces –o no les interesó- crear el recambio generacional y adaptar las propuestas a un mundo que ha mutado y donde no se sembró ciudadanía.
¿Capitalismo con rostro humano? ¿De lo malo, lo menos malo? ¿Una tercera vía, una nueva socialdemocracia? El Grupo de Puebla, en el documento Un modelo de desarrollo solidario, propone la superación de la desigualdad social, la búsqueda de valor, una nueva política económica, la transición ecológica, la integración como construcción de la región y una nueva institucionalidad democrática, un rol activo del Estado, reformas tributarias, salud universal y luchar contra el calentamiento global.
Algunos críticos señalan que el progresismo del Grupo de Puebla acaba por remozar al capitalismo y que aflora cierta desazón y perplejidad, cuando se pasa revista a la diversidad de los fundadores, algunos de ellos neoliberales conversos.
Si bien un triunfo electoral es importante, no equivale a una victoria política. Lo central, entonces, es identificar las vías que permitan conquistar, acumular y sostener poder popular real, que permita torcer los destinos y las decisiones políticas. Construir las condiciones subjetivas, en el terreno de la política y la organización, para lograr realizar las transformaciones estructurales necesarias, en un tiempo tan excepcional como el de la pospandemia y la guerra en Ucrania.
Es una ola quizá demasiado moderada y con tintes conservadores, decidida a transar con sectores de la derecha con la excusa de impedir ser arrollados por la ultraderecha, lo que arruina a los movimientos sociales. Se manifiestan formatos éticos-políticos y plataformas económico-sociales lejanos a las exigencias de pueblos que han seguido empobreciéndose, en sociedades que son cada vez más desiguales. Desde la defensa de esta segunda ola edulcorada, se niega una derechización y se prefiere hablar de una polarización.
Y esa ola de progresismo se enfrenta a una derecha a la ofensiva, cada vez más intolerante, antifeminista, privatizadora, más fascista.
La “primera oleada progresista” no pudo terminar de romper con nuestra dependencia y nuestra falta de diversificación económica. Hoy, la emergencia de una nueva fase del capitalismo a nivel mundial está cambiando las reglas del juego, mientras la lucha entre EEUU y China también se libra en América Latina, lo que ordena alianzas, intereses y configura formas de poder mucho más allá de las instituciones gubernamentales.
A causa de las transformaciones estructurales de la economía mundial han emergido nuevas formas de lucha y nuevos sujetos sociales, que reconfiguran los escenarios de producción y realización del poder popular.
La interna política estadounidense salpica a Latinoamérica, pues halcones y palomas operan sus estrategias para el “patrio trasero”. Y cada vez se diferencian menos los republicanos de los demócratas, Joe Biden de Donald Trump. En las fuerzas progresistas no se acepta que las oligarquías latinoamericanas son, en general, supermodernas, aggiornadas.
Si el progresismo es el futuro, vayamos pensando en un posfuturo. Este progresismo carece de mayorías parlamentarias en sociedades divididas, con derechas –entre ellas la ultraderecha de los libertarios- fortalecidas por los medios de comunicación y las redes sociales, que usan todos los medios, desde la violencia al lawfare, para que no se modifiquen las reglas de juego.
No debieran sorprender las palabras de Irene Vélez, ministra de Minas y Energía colombiana, al mencionar públicamente el concepto de Decrecimiento como respuesta a la histeria consumista. No entiendo como en las facultades de comunicación social no se esté enseñando el gran debate del mundo de hoy: la crisis climática y la creencia absurda en un modelo de crecimiento lineal en un planeta finito, dijo el presidente Gustavo Petro.
El decrecimiento conecta la crítica al paradigma productivista y la demanda cada vez mayor de materias primas y energías con la crítica al capitalismo, y pone el acento en los límites ecológicos del planeta. Es el punto de partida para pensar horizontes de cambio y alternativas civilizatorias, basadas en otra racionalidad ambiental, diferente de la puramente economicista, que impulsa el proceso de mercantilización de la vida en sus diferentes aspectos
Esta visión separa a Petro de la primera ola progresista que creció sobre el neoextractivismo. Los decrecentistas comparten un profundo alarmismo sobre la situación de degradación ambiental del planeta y la necesidad de cambiar la manera como se vienen haciendo las cosas. Todo esto está ligado a muchas políticas públicas que buscan cambios en los patrones de consumo y en el uso de recursos naturales renovables. No es un distractor o una estupidez, es una idea muy poderosa.
Para terminar con los latifundios, con la explotación, lo primero que debemos democratizar y ciudadanizar es nuestra propia cabeza, reformatear nuestro disco duro. El primer territorio a ser liberado son los 1.400 centímetros cúbicos de nuestros cerebros. Debemos aprender a desaprender, para desde allí comenzar la reconstrucción. No repitiendo viejos y perimidos análisis, viejas consignas.
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*Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
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