La suerte que ha corrido Julian Assange es la de todos aquellos que se han atrevido a ir más allá de lo permitido, de lo tolerado, para entrar en y para revelar los mecanismos ocultos mediante los cuales el poder se afianza y reproduce
Felipe López Veneroni*
Consortium News / Le Grand Soir
Parte de la naturaleza del poder radica, nos recuerda Habermas, en la secrecía: en ese ámbito de acción, de toma de decisiones y de una racionalidad que permanece oculta, lejos del escrutinio público. No es casual que los encargados de la administración gubernamental sean conocidos como secretarios de Estado, aquellos que guardan los secretos del poder.
Desvelar los secretos, abrirlos precisamente al escrutinio y al debate público, es también una forma de desnudar el poder, de mostrar su rostro más opaco y, consecuentemente, es una forma de interpelarlo, de pedirle que rinda cuentas. En una democracia esto no debería ser un problema. El problema está en que, aun en las democracias más desarrolladas, hay una zona de poder que se ejerce de manera discrecional y, podríamos decir, metalegal.
Romper ese cerco de secrecía que separa al poder y a la ciudadanía, es decir, que separa al poder de la verdadera política, no es cosa fácil. Y eso es precisamente lo que Julian Assange ha hecho: desnudar al poder para revelarnos ese rostro oculto, opaco y brutal. Y eso es algo que el poder no puede permitir y, desde luego, que no puede perdonar.
Julian Assange ha ejercido de manera libre un periodismo que no sólo rompe con el lugar común, sino también que va más allá de los límites autorizados o tolerados para el ejercicio de la crítica. Al periodismo se le permite o, cuando menos, se le tolera criticar lo visible: aquello que todos vemos, aquello que se escenifica en el espacio público para el público: discursos, declaraciones, actos, reuniones protocolarias. Lo que no se permite, lo que no se tolera, es criticar lo invisible: esas regiones de discrecionalidad donde el poder se ejerce –aun en democracias– sin consideraciones éticas o legales de ningún tipo.
El reflejo en el espejo de la violencia es un rostro que el poder no tolera y la reacción inmediata para mantener unida la cadena que une al poder con el secreto es eliminar al eslabón más débil, es decir, al más vulnerable que, en este caso, es el mensajero: Julian Assange. Independientemente del régimen de que se trate, hay un reducto esencial que define y da forma al poder como lo vio Foucault: el vigilar y castigar. Este binomio se aplica no sólo en situaciones de emergencia, de guerra o de crisis. A la manera de Huxley, de Orwell, se aplica discretamente y de manera cotidiana a los propios ciudadanos sin que éstos estén del todo conscientes.
El periodismo de Assange también reveló las capacidades de la tecnología para empoderar a ese ciudadano de a pie (cuando menos a quienes tienen las competencias para utilizarla) y quienes, al emplearlas de manera crítica, han logrado invertir la fórmula: ahora es desde el espacio público donde potencialmente de puede vigilar y castigar, cuando menos desde la ética, al poder. Nuevamente: no es algo que el poder quiera o pueda consentir.
En varios sentidos el periodismo de Assange reveló los límites de la democracia como forma de gobierno o, mejor, los límites de hasta dónde la democracia está dispuesta a tolerar el escrutinio; más allá de ese punto de tolerancia uno se topa con la expresión esencial del poder que ya habían apuntado tanto Weber como Trotsky al referirse al Estado: el uso de y el recurso de una violencia legítima, aun cuando en este caso esa violencia (la vulneración de los derechos fundamentales de Assange) se exprese disfrazada de todo un andamiaje jurídico.
La suerte que ha corrido Julian Assange es la de todos aquellos que se han atrevido a ir más allá de lo permitido, de lo tolerado, para entrar en y para revelar los mecanismos ocultos mediante los cuales el poder se afianza y reproduce. Ni siquiera es que Assange haya comentado o editorializado el material que obtuvo a través de mecanismos tecnológicos. Simplemente descubrió, documentó e informó; ofreció a todo aquel que quería saber cómo es que se toman ciertas decisiones que afectan la vida, literalmente, de cientos de miles de personas.
Estar con Assange no es sólo estar en favor de la libertad de expresión y del ejercicio de un periodismo crítico y de investigación. También significa estar en favor del periodismo serio como mecanismo informal de control de los actos de gobierno, que es el sentido más preciso de la democracia: la rendición de cuentas y el derecho a interpelar el poder. Sin duda, el problema que enfrenta Julian Assange no es un asunto legal o meramente jurídico. Es claramente un asunto político. Nada irrita más a un sistema que se autoproclama faro de la justicia y la libertad que el que se exhiba ese otro rostro donde se niega y se contradicen, precisamente, la justicia y la libertad.
A querer o no, Assange se ha convertido en metáfora de una ciudadanía que, al buscar interpelar al poder, al intentar exigir que éste rinda cuentas de sus actos y decisiones, se topa con la peor amenaza: la pérdida de la libertad y el acoso sistémico a sus derechos más elementales. Y en ese sentido vale decirlo: todos somos Julian Assange.
Por último y al margen de cualquier otra consideración sobre las limitaciones y las contradicciones de la actual administración, es de reconocerse la voluntad del gobierno mexicano para extender una mano a Julian Assange y ofrecer –en la mejor tradición de nuestra diplomacia– asilo político a quien no ha hecho otra cosa que ejercer cabalmente su profesión, valiéndose de todos los instrumentos que nuestro tiempo tiene que ofrecer, para cuestionar al Poder.
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* Profesor titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, adscrito al Centro de Estudios Teóricos y Multidisciplinarios en Ciencias Sociales y defensor de las audiencias del Canal Once de Televisión.
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