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EL MUNDO ENTERO LE PIERDE MIEDO A LA PALABRA COMUNISMO

Pasadas las décadas y descubiertas las falencias de cada sistema -como es obvio existían al ser ambos creaciones humanas-, las críticas de uno y otro comenzaron a surgir. La del capitalismo se llamó socialismo y su autor emblemático fue Karl Marx. Eso es, como bien dice el profesor Wolff, todo lo que el socialismo realmente es...
¿Por qué se desvanece el miedo al comunismo?
Atacar a una con fervor y alabar la otra sin raciocinio, es simple y llana estupidez. Por eso, porque se ha empezado a hablar de Marx y sus ideas sin tapujos, es que el mundo entero le pierde miedo a la palabra comunismo.

POR ANDRÉS ARELLANO BÁEZ

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«El éxito económico del siglo XXI es la China; y el éxito económico del siglo XX fue la Unión Soviética». La frase fue dicha en medio de una conferencia. Su autor es un hombre con unos honores absolutamente incontestables: Yale, Harvard y Stanford son las universidades donde consiguió sus títulos de pregrado, maestría y doctorado, en distintas ramas de la economía, incluida la de historiador del área. Richard D. Wolff es su nombre y los títulos de sus libros, «Understanding Marxism» (Comprendiendo el Marxismo) y «Understanding Socialism» (Comprendiendo el Socialismo), además de dicientes, son parte esencial de una vida académica con profundo impacto en sus compatriotas estadounidenses, una carrera que, sin miedo a equivocarse, se puede argumentar está cambiando por completo la historia de su país.

Richard D. Wolff

Los días aciagos posteriores a la crisis de 2007 en los Estados Unidos y Europa produjeron un renacimiento del interés por las ideas de Karl Marx. «Los jóvenes se acercan (al ideario marxista) de forma abierta, desprejuiciada, con curiosidad», comentaba para su entrevista en el canal Deutsche Welle (DW) la directora del museo Karl-Marx-Haus, Beatrix Bouvier, en Alemania, en 2007. La intriga llevaría a lo impensable: en 2015, Penguin Random House declaraba que un lanzamiento especial de una colección de bolsillo con varias obras clásicas había sido un éxito absoluto e impredecible, siendo el principal responsable de sus notorias ventas El Manifiesto Comunista de Friedrich Engels y Karl Marx. Pero, tal vez, el hecho más poderoso y capaz de explicar lo que ha sido el renacimiento del histórico autor sea la conversión de figura marginal a estrella mediática y académica en los Estados Unidos de un profesor como Richard Wolff, quien sin miedo a represalias alguna se declara a sí mismo como «marxista». Hasta FOX News ha ido a entrevistarlo.

Para que renazca una ideología que hace menos de medio siglo se consideraba barrida de la historia, debe generarse un acercamiento a sus fundamentos para el que «es indispensable retrotraerse al ideario original del pensador y a su época», como explica la directora Bouvier. El texto de DW donde ella habla, titulado «Marx está de moda», concluye con que «muchas de las interpretaciones posteriores de sus teorías han sido manipuladas. También la definición de determinados términos han ido cambiando con el correr de las décadas». Al darse una aproximación abierta y sin prejuicios, nace un encantamiento imposible de predecir hace una generación. Porque no se puede dejar de resaltar que Karl Marx y sus ideas se han dado a conocer al mundo moderno a través del prisma de la Guerra Fría. Sobre el filósofo se ha escuchado hablar solo a sus enemigos y eso debería poner absolutamente todo el debate en contexto. No se le pregunta por el Real Madrid a un hincha del Barcelona Fútbol Club, si se desea una apreciación justa del equipo. La falta de seriedad sobre el asunto es honestamente alarmante.


Lo primero a rebatir es lo obvio. En la era en la que el mundo entero se embriagó con las teorías del liberalismo, del mercado, de la individualidad, un Estado, a más comunista, toma el mando del planeta y supera, en muchas instancias, a su principal enemigo ideológico. Decir que China es «realmente capitalista» es ofender la inteligencia de quienes han pasado a convertirse en el nuevo modelo a seguir producto de sus logros económicos. En términos estrictos, la confrontación China y los Estados Unidos deja claro que la eficiencia estatal es más poderosa que la privada; que una visión en común supera en resultados a millones de individualidades a su antojo. Es que ni Hu Jintao o Xi Jinping han negado su fervor a la ideología que bautiza a su partido, al que no le han cambiado de nombre por pereza, sino por lealtad a su ideario. Los 150.000 turistas de la potencia continental que cada año visitan Tréveris, en busca de rendirle honor al padre del postulado rigiendo sus vidas, deberían ser suficientemente dicientes de qué tipo de relación tiene el nuevo actor global en ascenso por el trono de la economía más grande del planeta, con el legendario académico. Incluso Yanis Varufakis confesaba que, en centros académicos de la potencia de Asia el descontento era por los resultados que la apertura económica habría traído. Si en Europa y Estados Unidos renace el fervor por estudiar el comunismo, es lógica que en China aún más.

Congreso del Partido Comunista de China.

Lo segundo, lo controversial. En la Europa Negra, un libro imperdible en la coyuntura actual, Mark Mazower desnuda a la Rusia Zarista como un estado fallido. Un análisis económico, tal vez superficial, describiría al antiguo reino como una economía dual basada en la búsqueda de rentas por parte de sus agentes económicos. Una mayoría empobrecida, dominada por un poder político al servicio del sector económico especulativo y sustentado en el sector primario: la exportación de materias primas, es una descripción somera pero acertada. La Rusia Zarista era un océano de pobreza, explotado para mantener a una diminuta porción de su población en la opulencia más obscena. La escena suena natural en estos tiempos, para cada lector alrededor del planeta, por ser el resultado de cuatro décadas de neoliberalismo global. De esas injusticias nacería una revolución, impulsada por los escritos de un economista alemán y la fuerza de la retórica de una líder irrepetible.

¿Cómo entender la existencia y resultados de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas desde la perspectiva del profesor Wolff? Son varios los hitos en los que se sustenta su afirmación. La primera sea posiblemente la más poderosa. A menos de cinco décadas de tomarse el poder político en Moscú y derrocar a los zares, ese pueblo agrario y primitivo, en el atraso más característico producido por la ignorancia acarreada con la extrema miseria, se transformaba en uno capaz de enviar a uno de sus héroes a la órbita espacial, y alcanzar tal hito con tecnología propia. El cambio societal ocurrido para catapultarse desde un escenario hasta el otro es uno en esencia descomunal. Y aun así, alcanza a ser explicado de forma sencilla: los bolcheviques entendieron que dotar a su pueblo de salud y educación era la única forma de crecer como pueblo. En pocas palabras: un pueblo ignorante y enfermo está condenado al atraso y al subdesarrollo; uno educado y saludable puede, literalmente, alcanzar las estrellas. De ahí que haya podido esa sociedad lanzar el Sputnik, el primer satélite puesto en órbita, y la génesis de toda la revolución de las telecomunicaciones.

Una nación perfectamente alimentada, por dar un ejemplo, tiene la posibilidad de organizar un poderoso ejército. Uno lo suficientemente fuerte para aniquilar a la institución belicosa más atemorizante imaginada: las Fuerzas Armadas de la Alemania Nazi. En fabuloso artículo del medio especializado en relaciones internacionales, El Orden Mundial, se describe con minuciosidad el cambio en la forma de pensar sobre el conflicto armado más grande desatado por la ambición del ser humano. Cita el portal una encuesta hecha en Francia durante varias décadas que arroja unos resultados alucinantes. Para los franchutes en edad adulta en los años posteriores al enfrentamiento armado, el gran ganador, vencedor, triunfador, aquel que detuvo a los nazis, no fue otro que el Ejército Rojo, otorgándole al triunfo de Stalingrado ser considerado como el momento de inflexión de la contienda. Cuarenta años después, los ciudadanos de ese mismo territorio creen que quién venció a Hitler fueron los Estados Unidos en el Dia D. En la ciudad rusa, por dar un dato que incline la balanza a favor de los antepasados, murieron más nazis que en todo el Frente Occidental en su totalidad, campo de batalla que Eric Hobsbawm llamó la carnicería humana más grandes jamás vista.
Soldados del Ejécito Rojo alzando la bandera rusa sobre el Reichstag alemán.

Al mariscal a cargo de esa fuerza heroica, Joseph Stalin, se le ha adjudicado la frase: «Dénme una industria la mitad de poderosa de lo que es Hollywood, y vuelvo al mundo entero comunista». Posiblemente no sea suya, pero la certeza de lo descrito en ella es demoledora. De haberla dicho, habría sido posterior a la época en que fue él retratado como un héroe en películas de los Estados Unidos, de Hollywood, al ser el líder un aliado en la lucha contra Hitler. Sí, durante un momento en el siglo XX, Estados Unidos y la Unión Soviética lucharon en el mismo bando y en las pantallas de cine de los norteamericanos se presentaban producciones alabando la nación euroasiática. La razón, única, por la que un pueblo entero cambia tan bruscamente su percepción de la historia es porque su cerebro ha sido lavado. La máquina de propaganda de los Estados Unidos, su cine (al que Barack Obama denominó como «parte de su política exterior»), desatado a promover a través de centenas de películas durante cincuenta años el haber sido ellos los verdaderos héroes de la contienda, obtiene resultados indiscutibles. Estados Unidos no fue el gran vencedor de la Segunda Guerra Mundial, como lo revela la historia; y, la Unión de República Socialistas Soviéticas no fue un experimento político fracasado, como lo demuestran las cifras.

Desde la instalación del Plan Quinquenal (Gosplan) por parte del gobierno bolchevique, en la Unión Soviética arranca una época de crecimiento del Producto Interno Bruto descomunal y sin parangón en su propia historia. Para 1962, la capacidad productiva del país se había multiplicado por 52, eso, sin esclavizar a su mano de obra o robar recursos de países más atrasados. Otras cifras impactantes: para 1989, el tamaño de la economía socialista era tal que le permite ubicarse como la tercera más grande del mundo, solo por debajo de los Estados Unidos y Japón. Según la BBC, el PIB de la potencia occidental era de 5,9 billones de dólares, el de Japón de 3,1 billones y el de la URSS de 2,6. Durante los ochenta, el país comunista se convirtió en el principal productor de petróleo y, una década antes, los soviéticos fueron cinco veces más al cine que lo que lo hicieron sus pares de los Estados Unidos, inmersos en la crisis de la estanflación.


Pero las cifras son oscuras y frías interpretaciones de la realidad. Todo proceso político y económico tiene como finalidad la calidad de vida del ser humano y la sostenibilidad en el tiempo de su forma de subsistencia. En cuatro décadas, en las URSS el promedio de vida se incrementó de 40 años a más de 60, la mortalidad infantil se redujo en un 90% y, según la FAO, la estatura del ciudadano soviético promedio creció en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, debido a ser la nación del planeta donde el consumo calórico más alto era. Para cualquiera habiendo crecido y siendo educado con el bombardeo de noticias dado durante la Guerra Fría, los datos presentados son imposibles de asimilar; pero la mentira se deshilacha con facilidad con los hechos fácticos: El País de España citaba una encuesta en la que se descubre que, el 66% de los ciudadanos rusos en 2018 declararon ser nostálgicos de la URSS, llegando a considerar su caída un error. Julio Anguita lo decía con contundencia: en el Berlín Oriental, los comunistas siguen ganando las elecciones.

Al haber roto el cristal distorsionando la realidad se corrige lo que no se sabía; pero también lo que se creía saber. En El malestar en la globalización, Joseph Stiglitz es contundente en cómo la década de los años noventa fue la peor para Rusia en todo el siglo. La esperanza de vida disminuyó, los ingresos cayeron en términos reales por debajo de lo usufructuado en la época antes de la caída del Muro de Berlín, los ahorros y las pensiones de los rusos se evaporaron, desaforando la deuda externa de forma descomunal y concluyendo el experimento en la crisis del rublo de 1998. Bien hace el académico en recordar el adagio popular repetido de manera constante por los rusos durante los años noventa: «Todo lo que nos dijeron los líderes comunistas sobre el comunismo, era mentira; pero todo los que los líderes comunistas nos dijeron sobre el capitalismo, era verdad». Pasar de una economía autosuficiente, como lo confesaba un informe secreto de la CIA citado por El País de España, a una nación dependiente de las importaciones de comida, es un desastre sin parangón.

La comparación entre lo legado por los líderes libertadores bajos las órdenes del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, con lo alcanzado por los atroces villanos secuestradores del Partido Comunista durante su mandato, impacta más al saberse la existencia de un referendo, efectuado en marzo de 1991, en el que se le preguntó a los ciudadanos si deseaban o no la continuidad de la Unión Soviética, y cuyo resultado fue un apabullante 80% apoyando por la permanencia del régimen. La caída del Imperio Soviético fue, fácil concluir esto con los datos y los hechos históricos, un golpe de Estado de los Estados Unidos (uno más), uno ejecutado para que unos oligarcas fuertemente conectados con Occidente se apropiaron de las joyas de la corona de la economía rusa, como efectivamente lo hicieron y como lo delata Amy Chua en su libro, El mundo en llamas.


Milton Friedman, durante una noche como inspirado orador principal en el Cato Institute, al parecer frustrado por las políticas sociales impulsadas por la primera administración Clinton en los Estados Unidos, hacía un chiste sarcástico digno de su inmensa inteligencia: «Después de la caída del comunismo, todo el mundo aceptó que el socialismo era un fracaso y que el capitalismo era un éxito. Lo que Occidente concluyó de eso es que las sociedades capitalistas necesitaban más socialismo». Eran esos los años de «El fin de la historia», y la seguridad sobre sus ideas, sustentadas por los hechos geopolíticos, agigantaron a los neoliberales. Pero una racha interminable de crisis en México en 1994, Argentina 1995, Brasil y Rusia en 1998, Estados Unidos en 2001 y, la Gran Recesión planetaria de 2007, desarmaron en gran parte su ideario. El gran autor de Harvard, aquel anunciando el fin de los debates académicos en las ciencias sociales al confirmarse la democracia liberal con capitalismo como la máxima de la civilización humana, Francis Fukuyama, se vio forzado por la fuerza de los hechos a retraerse de su propuesta. Hoy, el enterrador del comunismo, el neoliberalismo, está muerto. Lo que queda es su gigante cadáver en descomposición.

Descabezado el rey y sublevada la masa, en la Francia de 1789 se daba inicio a la búsqueda de un sueño: un mundo más justo. El objetivo: lograr la igualdad, legalidad y fraternidad. Y, si para lograr tal sociedad se debía derrocar la monarquía e instaurar la democracia, se debía, igualmente, barrer con el feudalismo y darle arranque al capitalismo. Pasadas las décadas y descubiertas las falencias de cada sistema -como es obvio existían al ser ambos creaciones humanas-, las críticas de uno y otro comenzaron a surgir. La del capitalismo se llamó socialismo y su autor emblemático fue Karl Marx. Eso es, como bien dice el profesor Wolff, todo lo que el socialismo realmente es. Las naciones que han entendido tal dinámica, y han mirado el conjunto de la economía en toda su amplitud, entienden que tanto el uno como el otro no son más que herramientas para ser usadas en su sociedad, aplicando de cada una lo mejor para los suyos. Atacar a una con fervor y alabar la otra sin raciocinio, es simple y llana estupidez. Por eso, porque se ha empezado a hablar de Marx y sus ideas sin tapujos, es que el mundo entero le pierde miedo a la palabra comunismo.

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