Estallido social en Colombia: veintidós claves para comprender los hechos
Desde el 28 de abril, el país vive una movilización social sin precedentes en su historia reciente. Una mirada analítica a los sucesos de los últimos días
Por: Enoïn Humanez Blanquicett
Foto: Las2orillas / Leonel Cordero
Javier Zamudio, en una crónica publicada en The New York Times, nos ofrece un relato pormenorizado de los incidentes ocurridos durante la protesta entre el 28 de abril y el 6 de mayo. Su recuento nos permite de constatar que el paro del 28 de abril se salió del límite que le habían fijado sus organizadores: una coalición de actores sociales —no patronales—, que lo habían convocado para protestar contra algunas medidas del gobierno, entre ellas la reforma tributaria y el proyecto de ley de reforma a la salud. Según el relato de Zamudio, “el hambre, el desempleo y la violencia” se encuentran entre las causas no manifiestas, que han llevado a miles de colombianos a tomar las calles, dando origen a un movimiento de agitación social “donde se han mezclado gremios de taxistas y camioneros, grupos indígenas, afrodescendientes, profesionales de la salud y estudiantes, con ciudadanos de a pie”. En palabras de ese cronista, esa “ola de protestas” es la respuesta de la ciudadanía a la pésima gestión gubernamental del presidente Duque en el plano social, cuyo gobierno ha querido calmar el malestar ciudadano con “una brutal represión”, que le ha hecho recordar a muchos colombianos tiempos que “creían haber dejado atrás”.
De lo inédito que han resultado estas jornadas de protesta, da testimonió elocuente un titular de la BBC, que sirve de presentación a un artículo riguroso y bien documentado, que desde su marbete nos sitúa en el contexto histórico de los hechos y nos proyecta sobre lo que este estallido social puede significar para el futuro del país. Para refrenar la movilización social y minimizar sus impactos políticos, el gobierno del presidente Iván Duque ha recurrido al recurso policial, lo cual ha dado origen a violentos choques entre los sectores juveniles de las barriadas pobres y la gendarmería, poniendo en escena manifestaciones “de violencia represiva” por parte del aparato policial que, según el diario El País de España, han hecho de Colombia, por más de una semana un país sumergido “en las protestas y el abuso policial”.
En casi todos los informes del diario español como del diario neoyorquino y la BBC se resalta un hecho común: la ferocidad de la violencia policial. Sobre el particular, el diario madrileño, citando a la ONG Human Rights Watch, sostiene que en este paro las fuerzas del orden “han usado tanquetas con lanzadores de proyectiles múltiples dirigidos a manifestantes”, asumiendo un “comportamiento” que no se “había visto antes en América Latina”. En casi una media docena de informes, el diario ibérico llama la atención sobre el nivel desbordado de la “violencia policial registrada en las grandes ciudades colombianas” que hoy es objeto de alarma tanto para la ONU como para la UE” y para un amplio número de ONG de derechos humanos. Dos de estas organizaciones citadas por El País: Lazos de Dignidad y Temblores, han dicho que “el acoso policial a las mujeres que protestan en Colombia” se ha vuelto común y se desbordó en este paro.
El exceso del uso excesivo de la fuerza por parte del gobierno en el control de las manifestaciones ha sido condenado también por la OEA. Este organismo llamó la atención al gobierno colombiano sobre el “uso desproporcionado de la fuerza pública”. Por su parte Julie Turkewitz, corresponsal de The New York Times, citando a un testigo, anota que en la reacción del gobierno frente a la protesta social “no hay proporcionalidad”. Esa desproporción en el manejo de las protestas fue el motivo que llevó al otrora juez español Baltasar Garzón a dirigirle una carta abierta al presidente Iván Duque, en la que resalta que en el estallido de protesta social que se registra en Colombia estamos viendo una salvaje represión policial, en la que se está dando “el enfrentamiento de piedras contra fusiles”. Según la corresponsal de The New York Times, las causas de la inconformidad generalizada son múltiples, lo cual ha hecho que unas “manifestaciones por una propuesta de reforma fiscal vinculada a la pandemia” se hayan “transformado en una protesta nacional por el aumento de la pobreza, el desempleo y la desigualdad”.
Todo lo anterior sin contar el malestar generado por los escándalos de corrupción administrativa y malversación de fondos públicos, que ha llevado a la ciudadanía a dar por cierto la idea que sostiene que Colombia es el país más corrupto del mundo, tal como lo sostuvo en 2020, un informe de la revista estadounidense U. S. News & World Report. El mal, que parece endémico, se ha convertido en fuente de malestar para un amplio segmento de la población colombiana. El asunto fue invocado por un ciudadano que escribió en el muro habilitado por el portal Conexión Capital: “Yo protesto para que se castigue la corrupción que ha imperado en nuestro país desde que tengo uso de razón.
Con esta oleada de protestas, como lo anota Sinar Alvarado en The New York Times, los colombianos le están mandando a decir a la clase política que “no quieren ser tratados como espectadores”, en un país que se ha convertido —por más de cinco décadas— en “el país de las urgencias postergadas”, tal como lo había señalado el mismo Alvarado en un informe del paro llevado a cabo durante la tercera semana de noviembre de 2019. Con ocasión del paro de 2019, ese mismo reportero sostuvo que “el acuerdo de paz con la guerrilla” había permitido que se abriera el debate, finalmente, sobre “las demandas sociales de los colombianos. El paro nacional condensó las insatisfacciones de los ciudadanos en uno de los países más desiguales de América Latina”. Las consideraciones de Alvarado sobre aquel paro pasado, que fueron publicadas en The New York Times el 27 de noviembre de 2019, no han perdido un ápice de vigencia y pueden ser utilizadas como referencia conceptual cuando se trata de abordar el análisis de la actual oleada de protestas.
Para los expertos en ciencias sociales y los historiadores: que dicho sea de paso, publican poco en los medios colombianos —aunque son los principales analistas de fondo en los medios serios en los países desarrollados— el actual estallido social podría ser analizado desde 22 perspectivas distintas.
La primera perspectiva concierne el final de un ciclo histórico, que comenzó con la llegada al poder de los liberales en 1930. Este evento, que puso punto final a la hegemonía conservadora dio origen a un nuevo periodo en la historia de Colombia, en la que se destacan como elementos cimeros el asesinato de Gaitán; la violencia política; la guerra de guerrillas, el auge del narcotráfico, la formalización del paramilitarismo; el declive del movimiento revolucionario armado; y la urbanización forzada de la población rural.
La segunda perspectiva tiene que ver con la salida de las Farc de la escena política, como grupo armado, y su incorporación a la vida civil como fuerza política. Este evento liberó la voluntad reivindicativa de un amplio número de actores de la sociedad civil, que no se vinculaban a la protesta social por temor de ser considerados como cómplices del movimiento guerrillero.
La tercera perspectiva tiene que ver con el agotamiento del modelo neoliberal, aplicado según la filosofía cawboy de “cada quien por su cuenta”. Ese modelo, centrado en el principio del Estado mínimo, austero y permisivo, regido por la divisa laissez-faire, laissez-passer, es el que ha implementado la actual clase dirigente colombiana, que trata de aplicarlo a raja tabla y contra viento y marea en plena pandemia.
La cuarta perspectiva tiene que ver con el apagamiento de los partidos políticos tradicionales: liberal y conservador, que dejaron de ser instrumentos representativos de los intereses de la ciudadanía, para convertirse en vocero de los intereses de las corporaciones y de los dueños de los grandes capitales.
La quinta perspectiva tiene que ver con la destrucción del tejido social por más de 70 años de guerra o de conflicto armado. Este evento dejó a un amplio número de actores sociales sin organizaciones gremiales que los representen y lleven su vocería ante el Estado, tanto en el congreso como desde los grupos de presión. Esa destrucción de tejido social se ve en la ausencia de voceros en la mesa nacional de paro en representación de los jóvenes que, noche tras noche, se enfrenta con piedras y palos con la policía en los límites de las barriadas pobres como Siloé. Ese sector marginal no tiene un canal de interlocución con el poder y la sociedad formal.
La sexta pista tiene que ver con la pérdida de conexión entre la clase dirigente con la ciudadanía no representada en los espacios de la sociedad formal. Ese elemento sale a relucir en la iniciativa de los líderes de la Coalición de la Esperanza, que aceptan reunirse con el gobierno, mientras en las redes sociales circulan pancartas (posters), que dicen “los buñuelos de la esperanza no me representan”.
La séptima pista corresponde a la politización escabrosa de la juventud excluida, que se tomó la calle para hacerse sentir por la fuerza y corriendo el riesgo de perder la vida en una pedrea y de contagiarse con el virus del COVID-19.
La octava pista de reflexión es la pérdida de confianza del público en los medios tradicionales, históricos y hegemónicos de información. Esa pérdida de confianza del público en los medios de información podría ser ilustrada paradigmáticamente con el caso de la revista Semana y su directora.
La novena perspectiva concierne el rol que están jugando, a nivel global, las redes sociales como canal de denuncia y espacio de politización de los sectores excluidos.
En el puesto diez hay que situar el declive de esa época que algunos analistas llaman el uribato. El auge de ese periodo, de un fuerte tinte conservador tanto en lo político, como en lo social y lo económico, lo podemos situar en el ascenso al poder del presidente Andrés Pastrana, mientras que el periodo que patentiza su final va a estar marcado por el final escabroso y lánguido en el que se va a debatir el gobierno Duque.
En el puesto once tenemos una concepción desueta de la seguridad nacional y la seguridad pública, que sigue viendo a la ciudadanía y sus reivindicaciones como una amenaza para el Estado. Dentro de esa concepción de la seguridad pública, las organizaciones sociales son vistas como el enemigo interno y la principal preocupación del aparato de seguridad no está vinculada con la seguridad del Estado y la ciudadanía en su conjunto, sino con la seguridad del gobierno y de las élites tradicionales.
En el puesto doce tenemos un asunto inédito: la voluntad de un sector del aparato armado estatal y pro-estatus quo, así como de sus ideólogos, de arrasar contra los iconos que simbolizan la resistencia pacífica. El asunto que patentiza ese comportamiento lo representa el ataque contra Lucas Villa, un activista social conocido en el medio universitario de Pereira por su comportamiento no violento.
En el puesto trece tenemos la falta de liderazgo del presidente Duque y su incapacidad para leer los signos que anticipaban esta crisis social. No obstante contar con todos los instrumentos que le facilitaban hacer una buena lectura de los hechos y legitimar un paquete de medidas que la sociedad hubiese podido considerar como razonables, el presidente no tomo las medidas adecuadas para evitar el estallido social.
En el puesto catorce tenemos la irrupción de una nueva generación de líderes sociales a la escena pública, a través de los medios virtuales, entre los que se destaca un gran número de mujeres. Es más, la presencia femenina es la que ha redinamizado el movimiento social nacional. El aterrizaje sobre esa escena de figuras como Margarita Rosa de Francisco y Adriana Lucia le ha insuflado a este movimiento una corriente de aire fresco que ha contribuido a sacarlo de la marginalidad.
En el puesto quince tenemos un hecho relacionado con la política electoral: el temor de los actores políticos de vocación conservadora a perder el poder en las elecciones de 2022, frente a una constelación de fuerzas políticas abigarradas, que irrumpe desde el exterior del establecimiento tradicional.
En el puesto dieseis se sitúan los estallidos sociales a lo largo y ancho de América. Las movilizaciones sociales en Nicaragua, Guatemala, Haití, Ecuador y Chile; la movilización del pueblo boliviano para evitar que el país cayera en una espiral de violencia luego de la caída de Evo Morales; el Movimiento contra la brutalidad policial en Estados Unidos luego de la muerte de George Floyd y las acciones de la justicia peruana contra una clase política corrompida, animaron a los movimientos sociales colombianos a tomar la calle para contestar las medidas del gobierno.
El puesto diecisiete le corresponde a la crisis de un modelo de democracia aparente, centrado en la formalidad electoral, donde el Estado ha cumplido muy mal su función de garante de los derechos de los ciudadanos.
En el puesto dieciocho está la crisis del gamonalato regional, que ha perdido, luego de la implosión de los partidos tradicionales y con la urbanización forzada de la población su función de mediador entre los actores locales excluidos y el Estado. Si bien es cierto que los herederos de gamonales regionales como los López Gómez, en Córdoba, los Guerra Tulena, en Sucre, los Vives, en el Magdalena, los Araujo, en el Cesar y los Gerlein, en el Atlántico, tienen en el concierto político un puesto importante, su función como operadores políticos de masas prácticamente ha desaparecido.
En el puesto diecinueve tenemos las consecuencias de un proceso de urbanización de la población llevado a cabo de manera desordenada, bajo la conducción de la violenta política y de espaldas a las dinámicas sociales propias de la modernidad capitalista. Amontonados en los tugurios de las barriadas de invasión y sin ningún tipo de oportunidad, los descendientes de ese campesinado, que se mudo por la fuerza a la ciudad, se han levantado contra el establecimiento formal.
En el puesto veinte encontramos el asunto de la falta de oportunidades para los jóvenes, de las barriadas populares. Sin un canal que facilité su movilidad social y conduzca a su inserción en la vida productiva de manera estable, una gran porción de la juventud colombiana ha caído en la frustración, el desespero y la rebeldía.
En el puesto veintiuno está la cuestión de la demagogia política. El presidente Duque se hizo elegir con un eslogan simple: “mas salario mínimo y menos impuesto”. No se necesita un PHD en matemática para demostrar que Duque no le cumplió al pueblo raso.
Finalmente tenemos el agotamiento de un modelo de cohesión social basada en la coerción policial, la intimidación del aparato militar y la promoción de los buenos valores transmitidos por la religiosidad, particularmente la religiosidad vinculada con el estamento católico. Desmovilizada las Farc: el gran enemigo público, la gente no entiende porque las fuerzas de seguridad continúan adoptando un comportamiento patán con respecto a la población civil de origen popular. En lo que toca con la religiosidad, los escándalos que han sacudido a la iglesia católica y el conservadurismo ideológico del credo colombiano han llevado a un gran porcentaje de la población a dejar de ver a la iglesia como un mediador social creíble.
Esta lista ha sido elaborada a partir de los reportes aparecidos en la prensa extranjera, los titulares de la prensa nacional, las columnas de opinión que se detienen sobre el tema, los videos que postean los manifestantes en redes sociales, los memes que circulan por los medios virtuales y las polémicas de la gente en este tipo de medios. Nuestro propósito es el de poner sobre la mesa varias hipótesis de trabajo, con el objeto de facilitar un análisis holístico de los hechos a partir de una perspectiva de larga duración.
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