La verdadera excepcionalidad estadounidense radica en que es el único imperio que ha agredido a los cinco continentes
Por Renán Vega Cantor
Fuentes: Rebelión - Imagen: "American Enduring Cast System", collage de Chris Burnett.
La verdadera excepcionalidad estadounidense radica en que es el único imperio que ha agredido a los cinco continentes, ha lanzado dos bombas atómicas, tiene 1200 bases militares en el planeta…
“A pesar de todos sus alardes de libertad y civilización, Estados Unidos era un país que exterminaba a los indios, oprimía a las razas minoritarias, compraba y vendía personas, y las torturaba para obligarlas a trabajar…”. -Peter Guardino, La marcha fúnebre. Una historia de la guerra entre México y Estados Unidos, Grano de Sal, México, 2018, p. 257.
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El 6 de enero de 2021 quedará como una fecha histórica, de esas que se convierten en una bisagra fundamental para entender la irreversible decadencia de los Estados Unidos. Lo que sucedió ese día pone fin al mito de la “excepcionalidad democrática de los Estados Unidos”.
Tanto los políticos, como los capitalistas de toda índole (industriales, financistas, gurúes de la informática…), periodistas e intelectuales del establecimiento exaltaban hasta el 6 de enero la excepcionalidad estadounidense, y seguramente muchos lo seguirán predicando todavía, pero eso suena ahora vacío, simulado y con una gran carga de auto consuelo engañoso.
A nombre de esa supuesta excepcionalidad, Estados Unidos se arrogó el derecho de hacer lo que se le viniera en gana durante los dos últimos siglos, una tendencia acentuada y llevada hasta los confines del planeta después de 1945, cuando se constituyó en la potencia hegemónica del capitalismo. A nombre de esa excepcionalidad, Estados Unidos masacró pueblos, bombardeó países, derrocó gobiernos populares, instauró dictaduras criminales, estableció la tortura como forma habitual de tratar a los que han sido vistos como enemigos, se apropió de riquezas naturales (en un ecocidio sin fin en continentes como el nuestro), patrocinó y financió crímenes de lesa humanidad en los cinco continentes, se valió de criminales para adelantar sus políticas de sometimiento… y cientos de crímenes por el estilo.
El asunto que vale la pena preguntar es este: ¿En qué consistía la pretendida excepcionalidad estadounidense? Desde principios del siglo XIX se expresó en la doctrina del Destino Manifesto, que aseguraba que la Divina Providencia (es decir, Dios) había destinado a Estados Unidos a extenderse primero por el continente americano, desde Alaska en el norte, hasta Tierra del Fuego, en el sur, y luego por el resto del orbe. Nada la podría detener porque ese era un designio divino.
El mito de la excepcionalidad tiene dos expresiones internas. Una, la liberal ‒vinculada al Partido Demócrata y a una mínima parte del Partido Republicano‒ que se expresó en la célebre expresión de Madeline Albright al considerar a “Estados Unidos como el único país indispensable”, el modelo que el resto del mundo debe imitar.
Esto es lo que podría denominarse como el “poder blando”, de tipo simbólico, que Estados Unidos irradia al resto de la humanidad y que busca imponer su forma de democracia, en la que se combina su sistema electoral, el culto a la propiedad privada y la promoción de las libertades civiles (entre ellas la libertad de prensa y de expresión, como la principal bandera, también demolida estos días con la censura de las redes sociales). Poco importa, desde luego, que ese modelo se implante a la fuerza y donde se impone termine adoptando formas terriblemente antidemocráticas. Eso sucedió en los lugares donde se erigieron dictaduras de seguridad nacional, como en América Latina desde la década de 1950, y dejaron un interminable reguero de sangre y horror, o en Vietnam, Irak, Afganistán, Libia, la antigua Yugoslavia en diversos momentos de los últimos 70 años.
Pero existe una versión conservadora del excepcionalísimo, pregonada en gran medida por el ala mayoritaria del Partido Republicano y, ahora, por diversas facciones de extrema derecha que pululan en los Estados Unidos. Ese enunciado estaba ya presente en algunas de las proclamas iniciales del Destino Manifiesto, como aquellas que decían que en las antiguas colonias de España no existían condiciones para la democracia al estilo yanqui porque sus pueblos eran barbaros y atrasados. Sin embargo, a nivel internacional, por aquello que la diplomacia obliga, durante muchas décadas esta versión conservadora de la excepcionalidad se había mantenido oculta. Solo durante la presidencia del cowboy Ronald Reagan se volvió a mencionar en público. Y corrió por cuenta de la Embajadora de Estados Unidos en la ONU, Jean Kirkpatrick, quien manifestó que la democracia de Estados Unidos era única y no se podía exportar, porque la mayor parte de países no tenía las condiciones culturales que permitieran cultivarla. Esta era una forma de justificar el apoyo abierto del gobierno de Reagan a las criminales dictaduras de extrema derecha, entre ellas las de Chile, Argentina, Indonesia, Filipinas, Zaire, tan proclives a los dictados de lo que, en ese momento y sin sonrojo, se denominaba el “mundo libre”.
Con Donald Trump se ha establecido una tercera idea, absolutamente más franca, de la excepcionalidad de Estados Unidos, que ya no habla de democracia como uno de sus componentes. No, la excepcionalidad estriba en que a Estados Unidos lo caracteriza un espíritu de conquista de la tierra, en el lejano Oeste, en la que sobresalieron rancheros, mineros, vaqueros, alguaciles, colonos, entre los que descollaba gente como Búfalo Bill. Es decir, que esta es una excepcionalidad para blancos, en la que solo caben ellos, y se justifica el exterminio y sometimiento de los no-blancos. Como quien dice, es el reconocimiento explícito, sin ambages, de lo que ha sido la historia interna de los Estados Unidos: un rosario de crímenes contra indígenas, esclavos, migrantes, basado en el racismo y en la pretendida superioridad los blancos de origen anglosajón.
Ahora bien, cualquiera de las versiones del mito de la excepcionalidad democrática de Estados Unidos quedó hecho trizas en forma definitiva el 6 de enero de 2020, con lo que la primera potencia mundial ha pasado a formar parte de nuestras republiquetas plataneras, entre otras razones por su sistema electoral antidemocrático, elitista y excluyente. Si hasta eso lo ha reconocido un personaje que no se distingue precisamente por su inteligencia, el expresidente George Bush, al decir sobre el ataque al Capitolio: “así es como los resultados de las elecciones se resuelven en una república bananera, no en nuestra democracia”. Debemos, en consecuencia, dar la bienvenida a un nuevo miembro al poco selecto club de las Banana Republics, un miembro con una gran autoridad moral, porque es el mismo que las ha impulsado durante los últimos 120 años en todo el orbe. No importa que ahora sea victima de su propio invento.
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Sobre las dos primeras formas de excepcionalidad estadounidense, y sobre todo en su versión liberal, en diversos lugares del mundo se rasgan las vestiduras y se dice que no puede dejarse perder esa “superioridad democrática” de los Estados Unidos. Al respecto se han escuchado en estos días estupideces de diversa índole, algunas de las cuales vale la pena mencionar.
La BBC, sin duda, se lleva las palmas, cuando habla de la necesidad de que Estados Unidos recupere su imagen en Europa, deteriorada por la presidencia de Trump, siendo importante “reconstruir la marca Estados Unidos”. Textualmente dice la BBC: “Solo si sus aliados (y enemigos) se aseguran de que EE.UU. está realmente de regreso en un camino diferente y consistente, podrán tener confianza en el liderazgo de Washington para el futuro”. (Jonathan Marcus, Qué significa lo ocurrido en el Capitolio para la imagen de Estados Unidos en el mundo. Disponible en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-55609598). Esta afirmación, aparte de mostrar que Inglaterra es un peón de Estados Unidos, peca de optimista, porque supone que con Joe Biden se va a regresar fácil y rápido a reestablecer la deteriorada imagen de la excepcionalidad de Estados Unidos en el mundo.
En Colombia, los mismos medios de desinformación que apoyan la política criminal de Estados Unidos y del régimen del subpresidente Duque contra Venezuela, son los que ahora se rasgan las vestiduras por lo qué pasó el 6 de enero en Washington y se niegan a reconocer que se ha hecho trizas el mito de la excepcionalidad de Estados Unidos, y sostienen que con Biden se va a regresar a la “normalidad democrática” en ese país. Particularmente cínico al respecto es el diario El Espectador (propiedad del grupo Santodomingo), que con su pretensión de ser liberal proclama un día, el mismo 6 de enero, su condena a la Nueva Asamblea de Venezuela y dice estupideces mentirosas de este calibre:
“Venezuela enfrenta un nuevo capítulo con la instalación de una ilegítima Asamblea Nacional (AN), mientras que Juan Guaidó, reconocido como presidente encargado por cerca de 60 países, entre ellos Colombia, instaló una asamblea paralela. […]. Dos presidentes, uno ilegítimo [sic] que detenta el poder y otro que, a pesar de su debilidad política interna, mantiene un importante respaldo a escala internacional. Por este motivo y por ser la cabeza más representativa de la oposición venezolana, Juan Guaidó mantiene una capacidad de liderazgo [¡!] que no puede ser desconocida. […]”. (La compleja realidad de Venezuela, 6 de enero de 2021. Disponible en: https://www.elespectador.com/opinion/editorial/la-compleja-realidad-de-venezuela/).
A ver, con qué el legítimo es el que ha sido designado a dedo por Washington, porque eso es lo que dictamina la “excepcionalidad estadounidense” y por eso es ilegítima, según El Espectador (el grupo Santodomingo dixit) la nueva Asamblea Nacional, escogida en elecciones el 6 de diciembre de 2020, y sí es legítima la Asamblea Nacional de tipo virtual que no ha sido refrendada con un solo voto y pretende prolongar su mandado eternamente y no por los cinco años que dura según la constitución, porque así lo ha dicho Estados Unidos y sus lacayos, empezando por el subpresidente Duque.
Estaba fresca la tinta de este vergonzoso editorial de El Espectador, cuando sucedieron los hechos del 6 de enero en Estados Unidos y al otro día y en los sucesivos días en varios editoriales El Espectador condena los mismos métodos que avala y aplaude contra Venezuela. Al respecto ha dicho en su editorial del 7 de enero:
“Lo que ocurrió en Washington DC, con la toma del Capitolio por parte de una turba de ciudadanos fanáticos, es el legado del manejo irresponsable que el presidente Donald Trump le ha dado a su país. Este asalto a la democracia, con el fin de impedir que se cumpliera el trámite necesario para reconocer a Joe Biden como el nuevo presidente electo, fue un intento de golpe de Estado que debería ser condenado sin ambages”. (“Donald Trump debe irse de inmediato”. Disponible en: https://www.elespectador.com/opinion/editorial/donald-trump-debe-irse-de-inmediato/).
Si, por lógica elemental, El Espectador fuera coherente y consecuente, debería apoyar el golpismo, la violencia, el crimen que se mostró el 6 de enero en El Capitolio de Estados Unidos, porque todo eso es lo que ha apoyado durante años al dar su respaldo a Juan Guaidó. Es bueno recordarles los nexos de Guaidó con Los Rastrojos (paramilitares colombianos responsables de crímenes de lesa humanidad), su participación en la agresión mercenaria-imperialista denominada Operación Godeón, su robo a los activos públicos de la nación venezolana, su apoyo abierto a una agresión militar de una potencia extranjera contra la patria de Bolívar, organización de frustrados intentos de golpe de Estado y sublevaciones militares, entre otras linduras “democráticas” del autoproclamado. Todo esto, y mucho más, encarna Juan Guaidó y su círculo de asesinos, que son respaldados por El Espectador, a través de sus editoriales. Por eso, repetimos, un pasquín de esta clase no tiene ninguna autoridad moral para condenar lo sucedido en Washington el 6 de enero, si es lo mismo que viene apoyando hace años contra Venezuela, acentuado en los últimos dos años, luego del autonombramiento tan “democrático” de Guaidó como presidente de Venezuela, y su apoyo a acciones criminales como la falsa operación humanitaria del 23 de febrero de 2019. Y por eso resulta tragicómico lo que dice en su editorial del 12 de enero, refiriéndose a Donald Trump: “No se puede cohonestar que un jefe de Estado promueva conductas que atenten contra la Constitución”. (“La traumática salida de Donald Trump”. Disponible en: https://www.elespectador.com/opinion/editorial/la-traumatica-salida-de-donald-trump/).
Eso se rechaza en el caso de Estados Unidos, pero se aplaude en el caso de Juan Guaidó, al que El Espectador reconoce como “jefe de Estado”, con todas sus acciones no solo inconstitucionales sino criminales. Por supuesto, no se le pueden pedir peras al olmo y esperar que un representante de la cloaca periodística criolla, y propiedad de uno de los conglomerados económicos dueños de Colombia (el grupo Santodomingo), ligado al capital transnacional imperialista, sea consecuente con su política de apoyo al golpismo en Venezuela, para aplicarla al golpismo en los Estados Unidos
Este comportamiento de El Espectador lo convierte en el peor de los medios de desinformación que hay en Colombia, por su hipocresía y cinismo. Por lo menos, Semana, El Tiempo, RCN, Caracol son abiertamente uribistas y en su momento fueron trumpistas, mientras que El Espectador, con su nadadito de perro, pretende ser demócrata y defensor a ultranza de la excepcionalidad estadounidense, al tiempo que avala los crímenes de Estados Unidos y sus lacayos contra Venezuela. Y los mismo hacen sus “columnistas estrellas” que no ocultan su admiración por la pretendida “excepcionalidad democrática” de Estados Unidos y en estos días han inundado las rotativas con sus lágrimas de plañidera, amargados por la mancha imborrable del asalto al Capitolio en Washington, pero se consuelan diciendo que afortunadamente eso ya pasó y que la “democracia estadounidense” ha demostrado su fortaleza con el triunfo de Biden y en los próximos años esa democracia seguirá irrigando al universo con sus dones milagrosos.
En breve, El Espectador es una ficha del andamiaje “liberal” de la dominación imperialista en Colombia y en nuestra América, con su cortejo de plumíferos a sueldo del “poder blando” de los Estados Unidos, cuyo objetivo principal es el de seguir pregonando la pretendida excepcionalidad democrática del Tío Sam. Esta argucia informativa oculta que la verdadera excepcionalidad estadounidense radica en que es el único imperio que ha agredido a los cinco continentes, ha lanzado dos bombas atómicas, tiene 1200 bases militares en el planeta, y cuyos ideólogos “liberales” más recientes (de las eras Clinton y Obama), ahora de regreso, están untados de sangre de la cabeza a los pies, por la destrucción y muerte que han ocasionado las múltiples guerras y agresiones que han librado en los últimos 25 años.
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