DOSSIER:
1. Estados Unidos: tres crisis capitales para un país en llamas
La primera potencia se enfrenta a una tormenta perfecta en un momento de grave polarización. Las movilizaciones antirracistas, la embestida del coronavirus y el aumento vertiginoso del desempleo diseñan un desafío de consecuencias imprevisibles en el gigante norteamericano
Disturbios provocados en una protesta por la muerte de un afroamericano a manos de la policía, el 13 de junio en Atlanta. En vídeo, el movimiento antirracista de EE UU muestra músculo en el día de la libertad. ELIJAH NOUVELAGE / REUTERS (VÍDEO: EPV)
AMANDA MARS
Tulsa (Oklahoma) -
Despacho del abogado H. A. Guess, destruido en 1921, reabierto. Consulta del doctor H. J. Watson, destruida en 1921, reabierta. Sastrería Allen, agencia inmobiliaria Twine… Al distrito de Greenwood, en Tulsa (Oklahoma), lo llamaban el Wall Street Negro porque a principios del siglo XX se había convertido en un polo segregado pero próspero. Hoy las placas en el suelo recuerdan la mayor masacre racista ocurrida desde el fin de la esclavitud. En plena época de linchamientos y expansión del Ku Klux Klan, aquella comunidad parecía una isla donde se mezclaban músicos, profesionales, comerciantes y criadas que regresaban del trabajo. Al calor de la bonanza económica se elevaron las expectativas de su población, alentadas también por veteranos negros de la Primera Guerra Mundial que habían visto mundo, uno en el que no se les recordaba en cada momento su reciente pasado de esclavitud. Liberados, pero no considerados ciudadanos de pleno derecho en Estados Unidos, su prosperidad causó miedo y rabia.
La chispa que prendió fue la detención de un chico negro por una supuesta agresión a una muchacha blanca en un ascensor. Entre el 31 de mayo y el 1 de junio de 1921, una turba de hombres blancos arrasó el barrio. Los historiadores calculan que unos 8.000 vecinos, casi el 80% del total, perdieron sus casas, que se destruyeron la mayor parte de los negocios y murieron unas 300 personas. Según el historiador de Harvard Hannibal B. Johnson, ni un solo blanco resultó condenado por los disturbios, pero docenas de negros fueron acusados de incitarlos. Hoy es un barrio en transición, donde bloques fantasmales conviven con establecimientos de vanguardia en edificios industriales de ladrillo visto.
La masacre de Tulsa se ha recordado estos días, en plena ola de protestas contra el racismo, porque Donald Trump ha escogido esta ciudad para reanudar los grandes mítines tras la crisis sanitaria. Los carteles con el lema Black Lives Matter (Las vidas negras importan) se han multiplicado en las calles. Elizabeth Henley, artista afroamericana de 36 años, y otros grafiteros, llevaba todo el viernes pintando un mural enorme con esas palabras. “Creo que todo ha surgido con esta fuerza porque las emociones están a flor de piel con la pandemia”, explicaba. “Ha surgido este movimiento, que reconoce el racismo como algo sistémico, pero también la fealdad y las divisiones son más visibles”.
Apenas a tres calles de allí, pero separados por una vía de tren, medio centenar de seguidores de Trump aguardaban en tiendas de campaña el discurso del presidente este sábado. “A esa gente [se refiere a los manifestantes del otro lado] les están mintiendo quienes quieren romper este país en un momento en el que necesitamos estar juntos”, decía Carson Kurtright, de 33 años, en una galaxia completamente distinta de Henley. Los tenderetes con propaganda del republicano son los únicos comercios abiertos en un centro apagado por el coronavirus y la crisis.
Esas tres manzanas de Tulsa explican la convulsión de los últimos meses. Las crisis capitales tienen la capacidad de transformar un país y Estados Unidos, el más poderoso del mundo, está atravesando tres al mismo tiempo.
Un soldado de la Guardia Nacional, ayer en el mitin de Donald Trump en Tulsa.GORAN TOMASEVIC / REUTERS
El historiador de Georgetown Michael Kazin, experto en movimientos sociales y editor de la revista Dissent, no encuentra un antecedente similar. “No hay una analogía para esta situación. Encontramos similitudes con 1968 y el movimiento de liberación negra. También había disgusto con las promesas incumplidas de Lyndon B. Johnson sobre la guerra de Vietnam, como ahora con Trump por la crisis del coronavirus, y también había elecciones, pero la economía estaba bien. En la pandemia de 1918 [la llamada gripe española], sí se produjo un declive económico después de la Primera Guerra Mundial, y hubo muchos disturbios raciales, pero la economía se recuperó a principios de los veinte. No recuerdo tres crisis así a la vez”, explica por teléfono.
La Gran Depresión alentó el nacionalismo y la Segunda Guerra Mundial, pero también alumbró los programas sociales del New Deal y sembró el surgimiento de Estados Unidos como gran superpotencia mundial. A la Gran Recesión se le atribuye la ola antiestablishment, la ascendencia de la izquierda política y la llegada al poder de una figura como Donald Trump. ¿Qué puede surgir de una crisis múltiple como la actual? ¿El futuro se parece más al lado grafitero de la vía del tren o al de las tiendas de campaña donde esperan el mitin de Trump?
“Se puede pedir a la población actos heroicos de sacrificio por un tiempo, pero no por siempre. Una pandemia persistente, combinada con una profunda pérdida de empleo, una recesión prolongada y un volumen de deuda sin precedentes creará tensiones que se convertirán en una reacción violenta, lo que no está aún claro es contra quién”, apunta Francis Fukuyama en un extenso artículo publicado esta semana en Foreign Affairs. A su juicio, el auge del nacionalismo, la xenofobia y los ataques al orden liberal en todo el mundo se verán agravados por esta pandemia, aunque el shock también puede generar resultados políticos positivos, empujar a reformas estructurales. El coronavirus ha mostrado una doble faz de los Gobiernos: los fallos en sus respuestas, pero también la capacidad de buscar soluciones y desplegar recursos colectivos.
La sensación de peligro puede inclinar a la población hacia la izquierda o la derecha, según la naturaleza de la amenaza. Un estudio de 2018 de Fade R. Eadeh, del Carnegie Mellón, y de Katharine K. Chang, del Instituto Nacional de Salud Mental, señala que las crisis sanitarias, los problemas del clima o la corrupción empresarial aumentan el apoyo a la política progresista, mientras que la seguridad nacional ante ataques del exterior impulsan un giro conservador, que se percibe “más eficaz lidiando con el terrorismo, mientras que los progresistas se consideran mejores ante problemas de salud o medioambientales”, señalan.
Neoyorquinos participan en eventos para celebrar 'Juneteenth', que conmemora el fin de la esclavitud en Texas.ANDREW KELLY / REUTERS
La propia actitud de la sociedad ante un fenómeno la crisis sanitaria se lee en clave de partido en Estados Unidos. Según los datos del Pew Research de primeros de mayo, el 87% de los demócratas se declara preocupado porque las medidas de confinamiento se levantasen demasiado pronto, algo que solo incomodaba al 47% de los republicanos, y esa brecha ha ido en aumento. Un mes antes, en abril, los porcentajes se situaban en un 81% frente a un 51%.
La decisión de llevar o no llevar mascarilla se ha convertido en una declaración de principios para algunos. Trump se ha negado abiertamente a mostrarse cubierto en público y es menos común verlas entre los seguidores del republicano que en la población en general. El viernes por la tarde, entre el medio centenar que aguardaba al mitin, solo la llevaba una persona. Ante la ola de protestas, mientras los progresistas y parte de los republicanos perciben el racismo como un problema estructural que afrontar, los trumpistas ven un problema de individuos que requiere soluciones individuales.
Para Kazin, “la polarización lleva produciéndose desde los noventa, cuando Newt Gingrich y los republicanos se hacen con el control de la Cámara de Representantes. El auge conservador les vuelve muy seguros e intolerantes con sus oponentes. Y entonces, la gente a la izquierda también genera su propia intolerancia”. “Vivimos dos intolerancias, no es una guerra civil, pero hay divisiones profundas que creo van a seguir en el futuro porque este es un país muy heterogéneo. También había esas divisiones en los treinta, la gente se olvida de que a muchos no les gustaba el New Deal”. El clima se ha extendido a la esfera privada de la vida. “Yo tengo un solo amigo republicano votante de Trump, eso no solía ser así hace años. Recuerdo que Karl Rove [asesor de Bush hijo] me invitó a comer a la Casa Blanca para hablar de un libro mío. Eso no es hoy imaginable”, explica el historiador.
El profesor Steven Levitsky, autor de How Democracies Die (Cómo mueren las democracias), expresaba un temor similar en una entrevista en EL PAÍS en 2019. “Hay pocos lugares en EE UU donde conviven demócratas y republicanos. Donde vivo, en Boston, tengo que conducir 20 kilómetros para encontrar a un trumpista. Eso no es normal. Y, al contrario, si vas a Oklahoma vas a encontrar pueblos enteros que votan 99% por Trump, no hay demócratas. Los ciudadanos pierden la costumbre y la capacidad de coexistir”.
Este pulso entre las dos Américas se produce ahora, a diferencia de hace tres meses, en el escenario económico más tenebroso desde la Gran Depresión. El parón autoimpuesto en medio mundo para frenar la propagación del virus ha sumido a Estados Unidos en la recesión, tras una década de bonanza. El desempleo pasó del 3,5% en febrero al 14,7% en abril, un salto vertiginoso en un país de frágil red social frente a los parámetros europeos. Fue esta debacle la que logró algo insólito en estos tiempos, que republicanos y demócratas aprobasen de forma unánime en el Senado un multimillonario paquete de estímulos.
Los primeros compases de esta crisis apuntan además a una mayor brecha económica y el refuerzo del poder de gigantes grupos tecnológicos. En plena marea de bancarrotas de empresas pequeñas y medianas, las acciones de Amazon está en zona de máximos históricos, la compañía tiene una capitalización de 1,19 billones de dólares y el patrimonio de su fundador, Jeff Bezos, engordó en casi 30.000 millones en un solo mes.
Este es también un país en plena metamorfosis. El lunes, el Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, decidió por una mayoría de seis a tres jueces que los trabajadores LGTB quedaban protegidos de la discriminación bajo el paraguas de la Ley de Derechos Civiles de 1964. Hasta ahora, no se consideraba que la orientación sexual o la identidad sexual quedase cubierta. Según una encuesta de la CBS, hasta el 82% de los estadounidenses (incluido el 71% de los republicanos) consideraba que debía cambiarse esa concepción para proteger también a gais o transgénero.
Y esta es una nación cada vez más diversa. En 2011, por primera vez, nacieron más niños de minorías que blancos de origen europeo. Los blancos no hispanos son el único grupo de población en retroceso y, según las proyecciones del reputado demógrafo William Frey, en 2060 pueden llegar a representar menos del 50%.
Las tensiones han alumbrado catarsis súbitas en los últimos años. Se ha producido una mayor concienciación contra la discriminación sexual y de raza, cristalizada en movimientos como el Me Too y ahora esta ola de movilizaciones a raíz de la muerte del afroamericano George Floyd. De la noche a la mañana, Nike convierte el 19 de junio, cuando se conmemora la liberación de los esclavos, en vacaciones pagadas para los empleados, los circuitos de NASCAR prohíben las banderas confederadas y el diccionario Merriam-Webster anuncia que revisará la definición de racismo para expresar los modos en que puede resultar sistémico. La oleada traspasó fronteras, reafirmó la capacidad de la gran potencia de marcar la agenda en el mundo.
La socióloga Suzanne Staggenborg, experta en movimientos sociales de la Universidad de Pittsburg, cree que Estados Unidos vive un punto de inflexión en la lucha contra el racismo. ¿Por qué ahora, por qué la muerte de George Floyd ha provocado esto si ha habido muchos otros casos de brutalidad policial antes? “Un factor ha sido lo estremecedor que resultó el vídeo, pero más que eso, se debe a los años de movilizaciones de Black Lives Matter [creado en 2013], su trabajo organizativo previo ha sido crucial como lo fue para el feminismo en la Marcha de las mujeres. Y también está el movimiento de resistencia a Trump, que ya estaba en marcha y ha encontrado otra causa unificadora”, explica.
La era Trump ha tenido una capacidad inusitada para sacar a miles de estadounidenses de diferentes generaciones y orígenes a la calle contra el machismo, contra las armas, por el clima y contra el racismo. Pocos como el republicano son capaces de exasperar tanto a los progresistas y demócratas moderados y esta triple crisis no ha sido una excepción.
A cinco meses de las elecciones, el presidente ha puesto el acento en los disturbios violentos de la ola de protestas, en lugar de situarlo en el problema del racismo, y ha azuzado la bandera de la ley y el orden contra lo que llama la “izquierda radical”. Este mismo viernes, advertía, cara a su mitin en Tulsa: “Cualquier manifestante, anarquista, agitador, saqueador o escoria que vaya a Oklahoma, por favor, que entienda que no van a ser tratados como en Nueva York, Seattle o Minneapolis [ciudades con alcaldes progresistas]. ¡Será un escenario muy diferente!”.
Inhumación de decenas de víctimas de coronavirus en la isla de Hart (Nueva York), en abril.LUCAS JACKSON / REUTERS
Con la pandemia, Trump insistió en la negación durante semanas, llegó a decir que desaparecería como “un milagro” (27 de febrero) y hasta la equiparó con la gripe común (9 de marzo). Al republicano le habían advertido de que una pandemia como esta era una amenaza muy real desde que puso los pies en la Casa Blanca, pero no solo no preparó la respuesta, sino que en los últimos años redujo los medios para enfrentarse a ella. A partir de mediados de marzo, cuando la gravedad de la crisis era evidente, los estadounidenses vieron al Trump más estrafalario, llegando a sugerir en rueda de prensa utilizar inyecciones de desinfectante para matar al virus. Y entró en guerra con los gobernadores demócratas, a los que acusó de extremar las medidas de confinamiento para perjudicarle electoralmente.
El analista Julian Zelizer, profesor de la Universidad de Princeton, afirma que el presidente ha respondido a la pandemia y los problemas posteriores “amplificando e incrementando las divisiones desde un púlpito de matón, en lugar de intentar apagarlas, y eso hace mucho más difícil dar respuestas coherentes”.
Este país en convulsión, que empezó 2020 juzgando a su presidente en el Senado, acude a las urnas en noviembre. Para Michael Kazin, que está trabajando en un libro sobre la historia del Partido Demócrata, la izquierda en Estados Unidos lleva creciendo al menos desde 2008 y una victoria de Joe Biden consolidará la transformación. Trump se afana en amarrar la presidencia echando mano del manual de 2016. Ahora vuelve a los mítines, pero con una importante novedad: los asistentes y periodistas firman el compromiso de no demandarle si enferman por el virus.
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2. Manifestantes levantan barricadas y declaran una 'zona autónoma' sin policía en Seattle: ¿qué pasó y cuáles son sus demandas?
"No intentamos comenzar una nueva nación. No intentamos construir un imperio", asegura unos de los responsables de la seguridad en la 'zona libre'.
Un mural de 'Black Lives Matter' en la llamada Zona Autónoma en Seattle, Washington, EE.UU. el 11 de junio de 2020.Lindsey Wasson / Reuters
Los manifestantes de la ciudad de Seattle (EE.UU.) levantaron barricadas y marcaron una "zona autónoma" en varias manzanas alrededor del distrito de Capitol Hill, creando así una zona libre de policía donde rigen sus propias reglas. El lugar inicialmente fue llamado 'Zona Autónoma de Capitol Hill' (CHAZ, por sus siglas en inglés), pero recientemente el área pasó a denominarse 'Protesta Organizada de Capitol Hill' (CHOP). ¿Pero cómo llegó a ocurrir y qué pretenden sus impulsores?
Cuando múltiples protestas sacudieron las calles de EE.UU. por la muerte del afroamericano George Floyd, los choques más violentos entre la Policía y los manifestantes se desarrollaron precisamente en Seattle, donde los agentes emplearon gases lacrimógenos, granadas explosivas y gas pimienta para dispersar a la multitud, recoge ABC News. No obstante, después de varias jornadas de enfrentamientos, el 8 de junio la Policía de la ciudad se retiró en gran medida del distrito de Capitoll Hill y los manifestantes se apoderaron de unas seis cuadras en el área.
La Policía de Seattle forma una barrera con bicicletas tras intentar dispersar a manifestantes. 31 de mayo de 2020.Lindsey Wasson / Reuters
Según los reportes, en la zona 'libre de policías', aislada por barricadas y patrullada por residentes armados, es posible moverse libremente, acceder a comida gratis y organizar protestas. Por su parte, Slate, uno de los líderes de seguridad de la CHOP, que no proporcionó su nombre completo, describió el distrito como un "conglomerado de personas 'ad hoc' que quieren algún cambio" dentro del departamento policial. Pero sobre cuál debe ser ese cambio hay divergencia de opiniones entre las personas que protestan en la CHOP. Mientras unos luchan por la abolición del Departamento de Policía de Seattle, otros quieren que sea desactivado y que se reasigne más dinero a programas comunitarios.
RT en Español ✔@ActualidadRT The Stranger lo describe como una "Ciudad del Vaticano anticapitalista libre de policías dentro del Capitolio". The New York Times lo considera "en parte festival callejero, en parte comuna".
"Queremos que nos devuelvan nuestro dinero, porque no estamos obteniendo el valor de nuestro dinero", dijo Riall Johnson, de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP, por sus siglas en inglés) del condado de Snohomish. Johnson no es miembro de la CHOP, pero ha trabajado con sus integrantes. "Necesitamos revaluar nuestro sistema de vigilancia", afirma, agregando que la CHOP es un "ejemplo de cómo pueden ser las cosas sin Policía".
"No intentamos comenzar una nueva nación. No intentamos construir un imperio", agregó Slate. "Estamos tratando de promulgar el cambio de una manera que esta ciudad no ha visto antes".
El Departamento de Transporte de Seattle instala barreras en la Protesta Organizada de Capitol Hill. 16 de junio de 2020.Lindsey Wasson / Reuters
La respuesta de la alcaldesa
A pesar de que el presidente de EE.UU., Donald Trump haya instado a la alcaldesa de Seattle, Jenny Durkan, "a recuperar la ciudad" y a pararles los pies "inmediatamente a estos feos anarquistas", ella de momento se negó a hacerlo.
"Uno de los derechos más fundamentales que tenemos como estadounidenses es el derecho a reunirnos pacíficamente, protestar contra el Gobierno y ejercer la libertad de expresión", dijo Durkan al programa 'Nightline' de ABC News. "Y protegemos ese tipo de discurso y de desacuerdo con el Gobierno".
Asimismo, comunicó que reducir las tensiones entre la sociedad y la Policía en Capitol Hill requiere tiempo y distancia. "Necesitamos tener algo de tiempo para que las personas sientan que han tenido la capacidad de protestar y alzar la voz y tener tiempo para trabajar, no solo con la gente de Capitol Hill, sino con todo Seattle", agregó.
Manifestantes caminando entre barreras recién instaladas en el área de Protesta Organizada en Seattle.Lindsey Wasson / Reuters
La otra cara de la moneda
No obstante, hay quien está en desacuerdo con la postura de la alcaldesa. Una de ellas es Victoria Beach, presidenta del Consejo Asesor de la Comunidad Afroamericana del Departamento de Policía, que argumentó que Durkan está dando licencia a una fiesta ilegal. Según Beach, la CHOP "no tiene nada que ver con las vidas de los negros o con lo que le pasó a George Floyd. Siento que no se trata de honrarlo o respetarlo". Sus palabras fueron respaldadas por otro activista, Sean Gaston, que considera que la zona autónoma tiene un aspecto de "caos" y de "payasada", con carpas y consignas pintadas en colores llamativos, pero "sin mensaje".
En respuesta, Slate y Johnson señalaron que, aunque en la zona se respira un ambiente de festival, su "único protagonista es el cambio". "Hay mucho activismo", aseguró Johnson, "pero también se mezcla con el arte y con un sentido general de comunidad".
Vista aérea de un mural de 'Black Lives Matter' en Seattle, EE.UU., el 14 de junio de 2020.David Ryder / Gettyimages.ru
"Es una comunidad de personas que se cuidan entre sí", dijo Johnson. "Personas que donan comida, dinero. También hay médicos. Las personas sin hogar están recibiendo la ayuda que necesitan".
"Llámelo como quiera: círculo de tambores, fiesta en la calle, festival", continúa Johnson. "Allí todavía hay mucha gente atenta, que sabe que hay una misión, que esa misión está cambiando el sistema policial".
"Esta no es una historia fácil, limpia y bonita", concluyó Slate. "El cambio está llegando de manera gradual, pero es muy difícil ser la ciudad para negociar con la CHOP, porque la CHOP es... una idea. No es realmente un objetivo".
Fuente:
https://actualidad.rt.com/actualidad/357208-manifestantes-levantan-barricadas-declaran-zona-autonoma
3. ¿'Estatuafobia' o poscolonialismo? Cómo explicar el derribo de las estatuas en el mundo
Revueltas antirracistas ha habido muchas, pero esta en particular ha dirigido un foco importante de atención a lo simbólico, representado en figuras que confirman la hegemonía blanca y racista, en tanto guardan tributo a la opresión ilimitada hacia negros e indígenas.
La cabeza de una estatua de Cristóbal Colón en Boston fue arrancada tras la muerte de George Floyd. 10 de junio de 2020.Brian Snyder / Reuters
La ola de protestas de las últimas semanas ha tenido sus características propias, que la diferencian de otros estallidos sociales. El efecto George Floyd está sacudiendo las formas de pensar el conflicto: no estamos solo en presencia de una reacción a un vil asesinato racista, sino que el choque se parece más a una guerra cultural donde lo simbólico sale a relucir como modo de reivindicar una situación histórica, más allá de la rabia de un momento reactivo después de una injusticia.
Quizá por eso el derribo de estatuas que hacían reverencia a antiguos esclavistas o colonizadores se ha disparado por Estados Unidos y Europa, aunque también podría recordarse que ocurrió lo mismo durante las intensas movilizaciones en Chile a finales del año pasado.
Revueltas antirracistas ha habido muchas, pero esta en particular ha dirigido un foco importante de atención a lo simbólico, representado en figuras que confirman la hegemonía blanca y racista, en tanto guardan tributo a la opresión ilimitada hacia negros e indígenas.
Las acciones de derribo de estatuas otorgan un origen histórico al conflicto y hacen notar que el comienzo de la diatriba no se debe a un error policial o a un exceso de autoridad. La movilización actual no ha sido solo, como en ocasiones anteriores, una protesta callejera con saqueos que se salen de las manos debido a la ira popular, sino que por el contrario, ha tocado la medula espinal de la tensión histórico-cultural. Y la destrucción de esculturas que legitiman el orden premoderno viene a plantearlo.
¿Estatuafobia?
Las estatuas de Cristóbal Colón han sido el principal símbolo atacado. Durante estos días, hemos visto sus representaciones decapitadas, vandalizadas, pintadas, quemadas, golpeadas a mandarriazos y lanzadas al agua. Incluso rituales indígenas se han visto alrededor de las estatuas derribadas. Pero no solo ha sido Colón. También generales de la confederación, personajes esclavistas y, en Londres, un par de vendedores de negros cuyas efigies lucían flamantes en pleno espacio público. En Bélgica le tocó el turno a la del rey Leopoldo II, responsable del genocidio negrero en el Congo.
La pelea simbólica está produciendo lo que algunos medios y políticos ya llaman "estatuafobia", como forma de ubicar estas acciones fuera del marco de racionalidad política. Pero lo cierto es que todas ellas se han dirigido contra figuras racistas y coloniales. No han expresado vandalismo contra cualquier monumento.
Los actos en los que se han tumbado esculturas se han repetido en los estados de Virginia, Boston, Mineápolis y Miami, entre otras ciudades en Estados Unidos, así como posteriormente en Reino Unido y Bélgica. Estas acciones han producido consecuencias en consejos locales, alcaldías y grupos de congresistas, que han pedido o declarado la necesidad de retirar efigies de personajes. La alcaldía de Londres, por ejemplo, decidió crear una comisión para estudiar el tema de las estatuas, con el fin de retirar las de personajes con pasados racistas. El ayuntamiento de Poole removió también esta semana la estatua del fundador de los boy scouts, Robert Baden-Powell, por haber colaborado con Hitler y el nazismo.
Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de EE.UU., también quiso entrar en el juego simbólico pidiendo al Congreso el retiro de 11 estatuas de generales confederados que lucharon del lado esclavista durante la guerra de secesión, entre 1861 y 1865.
El presidente Trump, por el contrario, ha renegado de esos intentos de reforma y ha preferido relacionar a estos generales confederados con el Ejército y la historia de EE.UU. Muchos fuertes militares llevan el nombre de esos uniformados defensores de la esclavitud, y la Casa Blanca ha sido reiterativa en que no se plantea un posible cambio de nombre en esas instalaciones.
El derribo de las estatuas es un acción insumisa, puesto que muchas de ellas se levantaron no cuando vivía su apogeo el supremacismo blanco, sino cuando se producían levantamientos antirracistas o de emancipación de los negros
Y si de simbolismos se trata, la carrera de Joe Biden, la competencia de Trump en las próximas presidenciales, está cargado de ellos. Viene de ser el vicepresidente del primer mandatario negro de la historia de EE.UU. Y, aunque los ocho años de Obama en la Casa Blanca no parecen haber cambiado mucho la situación racial en el país, las primarias demócratas suponen confirmar, con su triunfo en los estados del sur –especialmente en Carolina del Sur, donde logró una alianza con el líder afrodescendiente James Clyburn–, que la población negra prefirió al 'blanco' de Obama que al 'blanco' antisistema de Sanders. Privilegia la crítica a la sociedad feudal sobre la crítica al sistema capitalista.
Trump, un político que sabe barajar los efectos simbólicos, diseñó su reinicio de campaña apelando a dos hitos que juntó en una única convocatoria: la fecha sería el 19 de junio, día en el que se celebra el final de la esclavitud en EE.UU., y como lugar escogió la localidad de Tulsa, en Oklahoma, recordada por haber ocurrido allí, a comienzos del siglo pasado, los peores brotes racistas, que contaron con centenares de afroamericanos asesinados y la destrucción de barrios enteros por parte de supremacistas blancos.
Semejante coincidencia con la situación actual prendió las alarmas en diversos sectores, que esperaron un enaltecimiento presidencial del discurso supremacista, sobre todo porque ya Ronald Reagan había utilizado la metáfora de Tulsa para levantar el voto blanco. Opinadores como Michel Norris, del Washington Post, tildaron de "ironía diabólica" la forma en que el mandatario regresará a la campaña después de la pandemia.
No obstante, un Trump más cauteloso dijo por Twitter haber atendido el llamado de "amigos y partidarios afroamericanos" y pospuso la fecha de la convocatoria.
Trump con una biblia durante su visita a la iglesia de de St. John's, frente a la Casa Blanca, en medio de las protestas raciales, 1 de junio de 2020.Tom Brenner / Reuters
¿Hasta qué punto esta reacción del derribo de estatuas es una respuesta a la acciones supremacistas blancas que han tenido a Trump de mentor? ¿O es que estamos en presencia de un movimiento más intelectual y maduro que uno de tipo tumultuario que prefiere el pillaje a los hechos figurativos?
Algo está ocurriendo con el 'efecto Floyd' que afecta también el orden simbólico. Una protesta basada también en los signos culturales.
Derribo de monumentos: más allá de Floyd
Al comienzo no fueron solo los negros. El 9 de junio, en medio del levantamiento contra el asesinato de George Floyd, la Asociación indígena de Richmond, en Virginia, convocó una movilización en la que se podía prever, por la forma y el lugar del llamado, que el objetivo era derrumbar la estatua de Colón, lo que efectivamente se hizo.
El derribo de las estatuas es un acción insumisa, puesto que muchas de ellas se levantaron no cuando vivía su apogeo el supremacismo blanco, sino cuando se producían levantamientos antirracistas o de emancipación de los negros, como los ocurridos a inicios y mediados del siglo pasado. Erigir esas esculturas era la manera de imponer el miedo y mostrar el poder.
Es muy interesante que acciones simbólicas de este tipo se hayan trasladado a otros lugares como, por ejemplo, Reino Unido. En ese país se vivieron intensos conflictos en el año 2011, cuando la muerte del joven afrodescendiente Mark Duggan a manos de la policía generó intensas jornadas de lucha callejera y saqueos. Sin embargo, no se recuerda el derribo de ninguna estatua.
Este 2020, las movilizaciones antirracistas en Reino Unido han ido acompañadas del desmantelamiento de la efigie de Edward Colston, un comerciante de esclavos del siglo XVII. También el movimiento Stop Trump ha diseñado un mapa interactivo de unos 60 monumentos en territorio británico para promover su retirada, algo que ya se ha venido adelantando en varios consejos locales y alcaldías, que están estudiando eliminar reverencias institucionales a figuras esclavistas. El propio alcalde de Londres, Sadiq Khan, optó por quitar de las calles la estatua de Robert Milligan, otro traficante de esclavos.
El ataque a monumentos puede verse como la 'guinda intelectual' de los estallidos raciales, que ya no solo apelan al disturbio y la venganza, sino también a la reivindicación de lecturas históricas sobre lo que está ocurriendo en la actualidad
Como parte del efecto Floyd, el 10 de junio la tranquila Bélgica presenció el derrumbe de la estatua del rey Leopoldo II, quien cometió genocidio contra los negros en lo que hoy se llama la República del Congo, a finales de 1800.
En este impulso contra estatuas racistas y colonizadoras puede recordarse lo ocurrido hace pocos meses en Chile. Durante las protestas de finales de 2019, que sacudieron durante varios meses a ese país, fueron tumbadas históricas efigies de conquistadores españoles, como Pedro de Valdivia, en varias ciudades.
También se recuerda el año 2004, cuando en una revolucionaria Venezuela, gobernada por Hugo Chávez, grupos de jóvenes tumbaron la estatua de Colón, lo que fue criticado en un primer momento por el entonces presidente debido al tipo de acción tumultuaria que le precedió. Sin embargo, el monumento no fue repuesto; en su lugar, la alcaldía de Caracas erigió la figura de Guicaipuro, el líder tribal que se enfrentó durante años a los españoles. En aquel momento, Chávez había logrado que el 12 de octubre dejara de llamarse el 'Día de la Raza' y se conmemorara el de la Resistencia Indígena, algo que hoy están exigiendo muchos movimientos y políticos en todo el continente americano, y que se ha logrado en varios lugares.
Ya para 2019, 130 ciudades de Estados Unidos y ocho estados, incluido el distrito de Columbia, donde se encuentra la Casa Blanca, conmemoraban el día de los pueblos indígenas y habían suprimido el 'Columbus day' o día de Cristóbal Colón. Sin embargo, Trump nunca lo reconoció: "Será siempre el día de Colón", declaró.
El tema simbólico-racial no se ubica exclusivamente en la revuelta callejera. La empresa de comunicaciones HBO sacó de su archivo la histórica película 'Lo que el viento se llevó', por considerarla promotora del racismo. Y los estudios Paramount dejaron de emitir la famosa serie 'Cops', donde policías blancos aparecen siempre como héroes mientras se criminalizan a otras razas.
El ataque a monumentos puede verse como la 'guinda intelectual' de los estallidos raciales, que ya no solo apelan al disturbio y la venganza, sino también a la reivindicación de lecturas históricas sobre lo que está ocurriendo en la actualidad. La ebullición recuerda los estudios postcoloniales que tuvieron una fuerte emergencia en los 80 y 90 en las universidades de Birmingham y muchos círculos de EE.UU, donde se debatía, con un enfoque postmarxista, que la división central del conflicto social no era propiamente la clase, ricos contra pobres, sino la procedencia cultural y el tema étnico. Algo que revive de diferentes maneras en esta era Trump, en la que grupos subalternos de obreros y trabajadores están prefiriendo los discursos de recuperación de la 'grandeza nacional' a las reivindicaciones laborales. También se vive en muchos lugares de Europa, donde crece el orgullo europeísta defendido por las extremas derechas, que le roban a la izquierda su influencia sobre el movimiento obrero.
La diatriba actual goza de complejidad porque se multiplican las esferas en las que se emprenden luchas contra el metarrelato blanco. Lo simbólico es crucial porque ha sido una arena bastante trabajada por el fenómeno Trump y es posible que muchas acciones, tanto en la campaña como en la política general, le tengan como espacio privilegiado de actuación.
Tendremos que estar pendientes.
Ociel Alí López
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Es sociólogo, analista político y profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido ganador del premio municipal de Literatura 2015 con su libro Dale más gasolina y del premio Clacso/Asdi para jóvenes investigadores en 2004. Colaborador en diversos medios de Europa, Estados Unidos y América Latina.
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