Las protestas no son gratuitas: los marchantes piden cambios, que además de ser necesarios, llevan décadas de retraso
Siete presidentes, un país destartalado
Por: LEGUIS ANTONIO GOMEZ CASTANO |
Foto: Leonel Cordero / Las2orillas
Yo me acuerdo bien de la mano negra, del miedo que me provocaba, de los escuadrones de la muerte y del estado de sitio permanente en que Julio César Turbay Ayala mantuvo al pan. Por entonces debía tener, a lo sumo, unos siete años de edad. La memoria no me da para más. Turbay Ayala hablaba como si tuviera la nariz llena de moco, y mi padre trabajaba por entonces a destajo. Solo le pagaban a final de mes, cuando terminaba su tarea, así que cuando salía de trabajar, tarde en la noche, empezaba a buscar un sitio donde comprar alimentos ya preparados para llevar a casa. Mi madre nos despertaba para que pudiéramos cenar, así que a esa hora, comíamos con sueño. De eso también me acuerdo.
Durante el periodo de Virgilio Barco, me acuerdo de las bombas que explotaban por todo el territorio nacional. Le tocó duro al viejito frente a Pablo Escobar, pero más duro les tocó a nuestros agentes del orden, y muy especialmente a los ciudadanos de a pie que sufrían con las explosiones ya cotidianas. Por entonces, recuerdo que mi padre se transportaba en una bicicleta. Salía temprano de casa y atravesaba la ciudad para llegar a su trabajo. Curiosamente se tardaba menos que el transporte público y le salía más barato, debido a los constantes trancones. En casa nos preocupaba que no explotara una bomba mientras el pedaleaba.
Luego vino Belisario Betancourt Cuartas. Todavía éramos el segundo productor de café del mundo, después de Brasil, y entonces sobrevinieron los hechos más brutales que el país recuerde y nos llevó la roya, como decimos popularmente. El M19 se tomó el Palacio de Justicia, el glorioso ejército nacional le dio golpe de estado a Betancourt por unas horas, el país estaba en shock y en medio de este caos, nos vino la avalancha de Armero. Veinticinco mil colombianos(as), perecieron en un abrir y cerrar de ojos. El país ya no sería el mismo.
No estábamos preparados para enfrentarnos a ningún comercio internacional, pero sí para hincar nuestras rodillas a los deseos del neoliberalismo, así que de la mano de César Gaviria, la nación le abrió las piernas a las multinacionales y el estado se redujo a ser simplemente un gendarme de las relaciones sociales, cosa que jamás ha aprendido a hacer bien, pues siempre se privilegian unos sectores sociales sobre otros, y los privilegiados no son, para desgracia nuestra, la mayoría. De “Gayviria”, como leí alguna vez en un grafiti pintado en una calle de Bogotá, nos quedó un país cuya economía ya no sería nunca más de los colombianos, sino de los intereses internacionales.
Con Ernesto Samper y su monita retrechera, el país supo públicamente que nos gobernaba el narcotráfico, pero todos lo negaron, como lo niegan hoy, incluido el expresidente, quien entendía que todo se hizo a sus espaldas. La DEA nos llamó narcodemocracia y a nadie le gusto, pero negar la existencia de dineros calientes en los asuntos gubernamentales en Colombia, era como querer eliminar de un plumazo un fenómeno social que nos afectó a todos. Sí, por más que lo negásemos, ahí estaba el dinero, se veía en todas las ciudades importantes del país, y tocaba todos los segmentos sociales de la Colombia de entonces, como los sigue tocando en la de ahora. Varias décadas de tráfico con estupefacientes y el amasaje de cantidades no calculadas de dinero proveniente del narcotráfico, no pueden ser ocultados, especialmente, cuando era la única manera de explicar que la economía del país tuviera un crecimiento positivo en áreas como la construcción, la finca raíz y los transportes.
Me acuerdo que Andrés Pastrana, quiso arreglar las cosas con las Farc, sin entender que debía primero poner orden en las filas del ejército, cosa que no es fácil, si miramos el poder histórico que se le ha concedido a los uniformados. Así, mientras el expresidente le otorgaba espacios de despeje a la guerrilla para sentarse a dialogar la paz, el ejército bombardeaba indiscriminadamente contra insurgentes en alto al fuego temporal. Pastrana pasó sus cuatro años, sin llevar a cabo sus planes de hacer de Colombia un país mejor a través de un acuerdo de paz con las Farc, lo cual, no solo no logró, sino que marcó negativamente su gobierno. Lo que si nos dejó, sin mayores preocupaciones, fue el Plan Colombia, que nos trajo un problema grandísimo en el campo, que aún sigue sin ser resuelto.
Y entonces, un país decepcionado luego del gobierno de Pastrana, pero sobre todo, de décadas de conflictos internos nunca reconocidos, eligió el camino del discurso de la fuerza, bandera que enarbolaba Álvaro Uribe Vélez. El exdirector de la Aeronáutica Civil, bien recuperado de su destitución como alcalde de Medellín por presuntos nexos con el narcotráfico, con un discurso menos pacifista, caló entre millones de colombianos que pedían mano fuerte contra los alzados en armas. Durante décadas de guerra sucia, el discurso negativo y de manipulación mediática, sirvió para hacer de las guerrillas, sujetos del odio social colectivo, esto sin olvidar que, en efecto, estas perdieron el norte de sus aspiraciones sociopolíticas, mientras otros grupos al margen de la ley, pero inicialmente apoyados desde instancias oficiales, eran defendidos, pese a sus técnicas extremas e inhumanas de guerra. Hablo aquí de los paramilitares orbitando alrededor de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Es mejor ser visto como paramilitar que como guerrillero.
Álvaro Uribe cayó como anillo al dedo, no solo entre aquellos que defendían una política guerrerista más acorde con la realidad del país, sino entre quienes querían refundar la patria. Pero la refundación no significó de ninguna manera una reorganización social y económica en donde las mayorías pudieran ser beneficiadas, sino una profundización de la acumulación de la tenencia de la tierra y en general, de las riquezas del país. Estas mismas autodefensas sirvieron para, bajo el argumento de la lucha antiguerrilla, eliminar e intimidar a los pequeños agricultores, para que abandonaran sus tierras a la fuerza, al tiempo que más de dos millones de hectáreas fueron arrebatadas de las manos de sus dueños originales, mientras pasaron a manos de compradores de “buena fe”. Álvaro Uribe Vélez, como dijo alguna vez Jaime Garzón, vislumbró al país como el espacio de las convivir, sus autodefensas, las que le ayudaron a subir al poder y las que le mantuvieron durante sus ocho años de gobierno.
Por fin hicimos un acuerdo de paz con las Farc. Le tocó a Juan Manuel Santos, y como dijo alguna vez su esposa, “Juan Manuel Santos se había preparado toda su vida para ser presidente de los colombianos”, y lo consiguió, le ayudó un poco, o mucho la inyección económica de Odebrecht. Todavía le siguen los pasos los investigadores, pero en Colombia ningún presidente cae, así que igual que Samper y Uribe, a Santos no le pasara nada. Se le agradece que haya tenido los pantalones para ser presidente, pese al disgusto del discurso guerrerista en boga de su predecesor. Santos apostó certeramente por la paz, en vez de la guerra, y para ello, no tuvo que comprar el premio nobel de la paz, como se difundió abiertamente por todos lados. En ese proceso, abiertamente rechazado por el expresidente Álvaro Uribe, y por todos a los que les beneficia la guerra y sus consecuencias, el país salió ganando, y por primera vez los hospitales militares ya no tenían pacientes vomitados por la guerra. Seguíamos, eso sí, con el mismo problema de corrupción, arrastrado durante décadas enteras, que ahora, eliminado el asunto de la guerra, lo hacía evidente. ¿A quién culpar entonces para ocultar el principal problema de Colombia? La respuesta la tienen clara las élites que controlan los medios de comunicación y de producción y a los políticos como Álvaro Uribe: hay que volver a la guerra. Para desgracia no solo de mis recuerdos, sino de los de todos los colombianos y colombianas, Uribe, quien aún cobraba réditos políticos por ser el “mejor presidente de la historia de Colombia”, y porque, además, ya no podía seguir haciendo cambios constitucionales para volver a la presidencia del país, les dijo a sus seguidores por quien votar.
Y así caímos en sus manos de nuevo, por interpuesta persona, el actual representante de los intereses de Álvaro Uribe Vélez, de las élites y de los empresarios del país, Iván Duque Márquez. Duque le salvo los intereses a Uribe. No conocía nada del país, no tenía ninguna experiencia en los asuntos del estado, caía bien entre las masas de desinformados que esperaban un cambio en el país, y además, debía ser un sujeto maleable, de lo contrario, se le podía salir de las manos, como le pasó con Santos. El sujeto perfecto con el que llevar a cabo el desmonte de los acuerdos de paz, y el rearme de las voluntades políticas del país. Habló de profundizar la brecha de la polarización. Sin embargo, las cosas no le están saliendo tan fáciles como se lo esperaban. En las dos últimas semanas, el país se ha levantado, especialmente el de los jóvenes, es su futuro al fin y al cabo, y le han enredado el caminao a los políticos de turno, y a los que mandan tras bambalinas. Una protesta social pacífica, amplia, diversa y al margen de todos los partidos políticos, se ha abierto paso. El señor representante de los intereses mezquinos no ha sabido cómo reaccionar. No tiene autonomía para hacerlo, no levanta cabeza y para ser abiertamente franco, no le conviene levantarla, no si quiere seguir siendo el elegido por Uribe, aunque eso, creo que Duque debería empezar a entenderlo como algo nada conveniente.
Los protestantes piden cambios, que además de ser necesarios, llevan décadas de retraso. No es una protesta insulsa. He usado mi memoria para mencionar el país político. El gran vacío en esta narración no ha sido gratuito, se ha hecho evidente en las protestas que han estallado en Colombia. No son gritos de inconformidad coyuntural. Hay asuntos estructurales que nadie en las filas del poder político y militar parece querer reconocer, pero que están latentes, con o sin reconocimiento. La penalización de la protesta, los estados de sitio innecesarios desde Turbay Ayala hasta hoy, el asesinato de más de cinco mil personas haciéndolas pasar por falsos positivos, la exterminación de la UP, los más de cien mil desaparecidos, la muerte de líderes y lideresas sociales y defensores de derechos humanos, el reparto de las riquezas del país, y un largo y tortuoso etcétera, no han podido quedar en el olvido. No en el olvido permanente que esperaban Álvaro Uribe Vélez y las élites de Colombia. La pedrada que está pal perro, se la dan aunque corra. Perdón por el pobre perro... ese sí que es inocente en esta narración.
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