En Colombia, la cadena de actos violatorios de los más elementales derechos humanos, en particular los que tienen que ver con el asesinato de actores y líderes sociales por parte de las Fuerzas Armadas, no son novedad, ya que así se presentan las cosas desde hace bastante tiempo. Tampoco lo es la explicación justificadora, exculpando a los responsables, sin asumir las consecuencias de estar formando, a pesar de sus nefastas consecuencias –refrendadas por la historia–, a los reclutas y la oficialidad con una cerril mentalidad anticomunista, y como parte de ello ver y asumir a la sociedad crítica como el “enemigo interno”.
Los civiles inconformes, quienes se reúnen y organizan para presentar soluciones alternativas al modelo social, político, económico, agrario, cultural, urbano, militar, etcétera, imperante, son calificados como enemigos. No son asumidos como ciudadanos en ejercicio de sus derechos políticos, como actores y líderes que con su actuar y su ejemplo ayudan a construir un país en justicia, igualdad, solidaridad, con democracia real, no formal. Por ese acondicionamiento mental de las fuerzas del establecimiento, aquellos son vistos como subversivos –es decir, guerrilleros camuflados, según el decir castrense– y por tanto como blancos por ‘neutralizar’.
Reafirman esta realidad los casos más recientes: el de Dimar Torres, baleado el 22 de abril en Ocaña (Norte de Santander), y el de Flower Trompeta, igualmente baleado el 28 de octubre en la vereda La Laguna, municipio de Corinto (Cauca). Los dos perdieron la vida –como siempre dicen los voceros del alto mando o del poder civil mismo– “en confusos hechos”.
Como es de manejo de la opinión pública, si personas vinculadas a la comunidad donde ocurrieron los hechos no hubieran denunciado la realidad de lo sucedido, todo estaría cubierto por el manto de la “solidaridad de cuerpo”. Si no fuera por la denuncia ciudadana, todo quedaría como otros tantos ‘falsos positivos’.
Estos actos de violencia en contra de lo más sagrado en cualquier sociedad, la vida, también se presentan cuando por una u otra circunstancia hay altercados entre agentes de las Fuerzas Armadas (soldados o policías) y miembros de la sociedad civil, como lo recuerda el asesinato del joven Rafael Antonio Caro en hechos acaecidos el pasado 28 de julio en la base militar La Lizama, en la vía a Barrancabermeja. ¿Se puede alegar legítimamente como “en defensa propia” el uso de un fusil contra quien esgrime un arma blanca y puede ser desarmado si se les da prioridad a unos protocolos pacificadores y no violentos? La mentalidad de poder y ‘orden’ priman acá, recordando lo difícil que es para las Fuerzas Armadas convivir con civiles, pues se asumen como gente que debe ser controlada y sometida.
Ese proceder se extiende a todos los territorios y circunstancias como política de ‘seguridad’, que es de Estado, donde las personas vinculadas a una de las instituciones más numerosas que pagamos todos en Colombia, que se supone al servicio y para la protección de los millones que somos, en la práctica está es al servicio y para la protección de quienes controlan las riendas del poder: banqueros, industriales, líderes religiosos, comerciantes en gran escala, políticos –especialmente los afines a los partidos del poder–, multinacionales y representantes del capital internacional; es decir, para proteger y asegurar la ‘sacrosanta’ propiedad privada. Como todos lo sabemos, esta perspectiva de cosas se extiende a todos los países donde la ‘santa’ propiedad se transforma en fetiche, y se torna más importante que la vida misma de un poblador popular, o del inconforme con el actual orden de cosas: o simplemente más importante que quien expresa su rabia por una injusticia cometida contra él mismo o contra cualquier otra persona o ser viviente, como sucedió en el caso del joven Rafael Antonio Caro.
Tal proceder oficial, de persistir como parte de un burdo y ciego anticomunismo, hace cada vez más difíciles los escenarios de transformación real que hagan creíble avanzar hacia un período de paz y un país justo para todos. Y mucho más cuando, como parte de esa mentalidad potenciada por una doctrina militar guerrerista, ocultar, confundir, difamar, amenazar, dilatar, son algunas de las prácticas persistentes en la cotidianidad de las Fuerzas Armadas, aupadas por un Estado que no es trasparente sino poroso.
Tal política, como proceder y actuar, cubre todo el territorio nacional y sus grupos sociales. Las denuncias conocidas hace pocas semanas sobre el bombardeo de una escuela donde formaban futuros alzados en armas, en la que participaba un grupo de menores de edad, hacen parte de la preeminencia de la cuestionada doctrina vigente dentro de las Fuerzas Armadas, para la cual lo importante es lograr ‘positivos’, sin importar el precio que se pague por ello, en este caso la vida de los menores de edad, seguramente reclutados contra su voluntad.
Como es de común aceptación, los menores de edad no deben estar incursos en acciones de guerra, y eso obliga a las partes del conflicto que nos desangra. Preguntado en entrevista radial al por entonces ministro de Defensa encargado, general Luis Fernando Navarro J., si sabían de la presencia de menores a la hora del ataque contra la mencionada escuela, aseguró que no estaban al tanto. Le preguntan de nuevo: ¿Si hubieran conocido de tal presencia, habrían atacado? Su respuesta fue una y otra vez dilatoria, arguyendo que en cada caso hay que valorar*.
Lo que puede sentir el radioescucha ante la actitud del General es que “dar de baja” menores, y en otros casos la violación de una frontera –como sucedió hace unos años con Ecuador– y procederes similares son la norma cuando de alcanzar un propósito se trata, y acá el objetivo era un mando del grupo insurgente, sin importar los efectos colaterales, como dicen en este tipo de sucesos.
No puede ser una simple coincidencia que el operativo haya tenido lugar el 29 de agosto, el mismo día en que Iván Márquez y Jesús Santrich anunciaron su regreso a la guerra. El operativo, bajo esas circunstancias, obliga a pensar que, más que a alias Gildardo Cucho, lo que tenía como objetivo era la opinión pública, en un intento por darle a esta el mensaje de que el Gobierno, pese a mostrar claramente sus intenciones de buscar, a como dé lugar, poner palos en la rueda del proceso de paz entre el Estado y las Farc, está en condiciones de responder el desafío. Los efectos colaterales eran lo de menos, y, a pesar de que el personero del municipio de Puerto Rico (Caquetá), Herner Evelio Carreño, había informado de la presencia de niños en los campamentos de los grupos armados de la zona, el bombardeo tuvo lugar sin miramientos, en una muestra de que la vida de los civiles, en este caso niños, es un asunto secundario, comparado con los intereses mediáticos de querer crear la imagen de control de un problema que ya supera el medio siglo sin solución.
En la opacidad y el sesgo con los cuales son manejados los asuntos más oscuros del Estado, no se debe olvidar el papel de la prensa y de los periodistas oficiosos, que, con la presentación de medias verdades, o con el ocultamiento o la distorsión absoluta de la realidad, contribuyen al sobredimensionamiento de las amenazas, el ocultamiento de las causas subyacentes o, en el peor de los casos, la absolución o el encubrimiento de los culpables. En la historia del periodismo, quizá nunca, pese a cierto papel de las redes sociales en la divulgación de algunas realidades, la doble moral y el lenguaje equívoco y direccionado con intención distorsionadora habían alcanzado el nivel que muestran hoy los medios masivos de comunicación. En el caso del asesinato de los niños en el bombardeo, ellos dejan de serlo, pues “seguramente no estaban recogiendo café”. Y a ningún periodista oficioso se le pudo ocurrir que, así estuvieran reclutados y/o lo hicieran ‘voluntariamente’, eran niños y por tanto víctimas dobles de la guerra. Se pudiera exculpar el hecho si hubieran muerto en combate pero no en una situación de indefensión absoluta, y con un cuaderno y un lápiz en la mano, más allá de que estuvieran escribiendo sobre cómo construir una trinchera.
Valga retomar acá un debate abierto en el país cuando la Escuela General Santander fue objeto de ataque por parte del Eln. Como podrá recordarlo el lector, por entonces se repitió una y otra vez que una escuela es un sitio de formación y no de operaciones, y, por consiguiente, debe estar excluida de tal tipo de ataques. Si así fuera, ¿por qué no se hace igual valoración cuando de atacar a la contraparte se trata, máxime si hablamos de niños? Como se deduce, en un caso el ataque es con carro-bomba y en otro vía aérea, aprovechando el factor sorpresa, basado en superioridad técnica, tanto de monitoreo de personal en tierra como en el uso de tecnología que garantiza precisión a la hora del ataque.
Es claro, como sucedió con la evidencia de los llamados ‘falsos positivos’, que una cualidad del Estado colombiano es su falta de transparencia, su manipulación de escenarios, el manejo acomodaticio que hace de la realidad, etcétera. Como ya lo anotamos, nos encontramos ante un Estado poco transparente y sí poroso, y por esos poros se filtra y persiste una doctrina que estimula la militarización de nuestra sociedad y la existencia de una institución para la cual son más importantes los resultados parciales que la vida misma y, con ella crear escenarios para una paz total.
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* Caracol radio noviembre 7 de 2019
Visto 14 veces Modificado por última vez en Miércoles, 27 Noviembre 2019 10:37
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