Estados Unidos quedó empantanado en una guerra de desgaste ante un enemigo elusivo que no ha permitido la consolidación de los gobiernos locales protegidos por Washington
Afganistán: el pantano de Estados Unidos
La paradoja de la interminable batalla estadunidense en tierras afganas es que se libra contra enemigos que los propios gobernantes estadunidenses ayudaron a organizarse y armarse
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Tras la suspensión de las negociaciones entre el gobierno de Washing-ton y la facción armada afgana del talibán, el portavoz de la segunda, Zabihulá Mujahid, afirmó que Estados Unidos sufrirá más que nadie, su credibilidad se verá lastrada, sus pérdidas humanas y financieras aumentarán, en tanto no tenga lugar un final completo de la ocupación del país centroasiático por fuerzas estadunidenses. Hace 20 años pedimos una comprensión mutua, seguimos en esta posición y creemos que la parte estadunidense debe regresar a la mesa de negociaciones, concluyó Mujahid.
Como se recordará, el sábado pasado el presidente Donald Trump decidió abruptamente suspender las conversaciones de paz, orientadas a permitir un retiro paulatino de las tropas ocupantes, poniendo de pretexto la muerte de uno de sus efectivos en un atentado perpetrado el jueves en Kabul, la capital afgana. Tales conversaciones se iniciaron el año pasado, cuando Washington hubo de rendirse a la evidencia de que le resulta imposible conseguir una victoria militar decisiva sobre el grupo fundamentalista que entre 1996 y 2001 estableció un emirato islámico en Afganistán y que fue acusado por George W. Bush, entonces presidente de Estados Unidos, de complicidad en los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.
A raíz de la invasión de octubre de 2001 por fuerzas estadunidenses y británicas, en lo que fue denominado Operación libertad duradera, los talibanes fueron desalojados de Kabul y los invasores, apoyados por una coalición internacional, causaron una enorme destrucción humana y material en la infortunada nación ocupada pero no fueron capaces de infligir a las fuerzas del talibán una derrota total.
Por el contrario, a pesar de actuar con una violencia que llegó a la comisión de crímenes de lesa humanidad, Estados Unidos quedó empantanado en una guerra de desgaste ante un enemigo elusivo que no ha permitido la consolidación de los gobiernos locales protegidos por Washington. Se calcula que a la fecha los talibanes controlan más de la mitad del territorio afgano.
Aunque los presidentes Bush y Barack Obama se juraron no negociar con el grupo integrista, Trump ha debido admitir tácitamente que tras 18 años de guerra la presencia militar de su país en Afganistán no va a ningún lado y que el despliegue de 14 mil efectivos estadunidenses en ese país –más una importante cantidad de material bélico que incluye artillería, aeronaves, transportes y artefactos de guerra electrónica– es un dispendio monumental.
La paradoja de la interminable batalla estadunidense en tierras afganas es que se libra contra enemigos que los propios gobernantes estadunidenses ayudaron a organizarse y armarse: cuando los muyahidines fundamentalistas locales resistieron la intervención de la extinta Unión Soviética, entre 1978 y 1992, Washington emprendió la llamada Operación ciclón para enviar grandes cantidades de equipo bélico y dinero a quienes después habrían de conformar la organización Al Qaeda y las fuerzas del talibán.