Colombia en la geopolítica regional (y contra Venezuela)
Desde comienzos del siglo XXI, Colombia mantuvo una actitud en extremo inversa respecto de los Estados de la Región. Mientras la arquitectura internacional de integración buscaba ganar mayores niveles de autonomía frente a los Estados Unidos, desde Bogotá se le demostraba fidelidad y confianza en la asistencia económica y militar, así como la condescendencia a su política hemisférica. Las implicancias en el escenario geopolítico actual, se expresan en un liderazgo por suplantar los esquemas de integración creados y abonar el terreno para la intervención en Venezuela.
Christian Arias Barona
Colombia y EE. UU.
Gran parte de lo que significa Colombia en la región latinoamericana y caribeña se debe a su política exterior, caracterizada por una postura subordinada a los planes hemisféricos de los Estados Unidos (EE. UU.), priorizando los asuntos militares y de seguridad en sus relaciones internacionales. Uno de los ordenadores de esta política, que mantiene consecuencias visibles en la actualidad, ha sido el Plan Colombia (renombrado Plan Paz Colombia[1] en 2016, a finales de la administración Obama), otro rótulo de la “guerra contra las drogas” y el “terrorismo”. Análisis sucesivos apuntan a que los objetivos reales eran destruir las organizaciones político-militares de izquierda y profundizar los mecanismos de acumulación vía la extracción de recursos minero-energéticos[2].
A través del Plan Colombia, se ha articulado una proyección continental que combina la militarización de la sociedad, la “asistencia para el desarrollo” y la creación de una infraestructura regional al servicio de la extracción de valiosos recursos naturales. En esa línea, Colombia ha concatenado su actitud hostil con las agendas devenidas de la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002[3], y otras como el ALCA, el Plan Puebla-Panamá, la Iniciativa Regional Andina y la Iniciativa Mérida[4]. Del mismo modo, ha diseñado una política de Defensa y Seguridad Nacional (conocida como “Seguridad Democrática”), cuya aplicación ha generado situaciones de alta tensión tanto en las fronteras con Venezuela y Ecuador por incursiones militares en sus territorios, como en la región a través del convenio de cooperación que ponía a disposición de los EE. UU. siete bases militares colombianas[5]. Esta trayectoria es actualmente el cheque en blanco para ser instrumento de operaciones en el marco de la crisis con Venezuela.
Mientras la región suramericana vivió un proceso creciente de integración con independencia de los Estados Unidos, Colombia desentonó, siendo además del único país con un conflicto armado, un agresor a sus vecinos y un articulador permanente de iniciativas extraoficiales a la institucionalidad internacional naciente. Mientras en la UNASUR se avanzaba en la perspectiva de articular agendas políticas y de defensa, con las que se restaban fuerzas al panamericanismo tutelado de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Colombia fortalecía -mediante ONGs y fundaciones- una red de outsiders políticos de derecha que proyectaban reconfigurar el continente como área de influencia de Washington.
En mayo de 2018, Juan Manuel Santos comunicó públicamente la aprobación, por parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de la incorporación de Colombia como socio global[6], categoría que comparte con otros estados como Afganistán, Irak, Corea del Sur y Nueva Zelanda. Siendo el único Estado de la región con dicho estatus, la actitud de Colombia contradice las declaraciones de la UNASUR (2008) y la CELAC (2014)[7], que comprometen a los estados miembro a mantener la región como “zona de paz” y “libre de armas nucleares”. La incorporación fue mostrada como un logro tras sucesivos intercambios iniciados en 2013, cuando el entonces ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, presentó la solicitud. Entre ellos se destaca la participación de la Armada colombiana en ejercicios combinados contra la piratería en el océano Índico, como parte de la Operación Atalanta realizada en el Golfo de Aden[8]. Si bien en lo técnico la asociación no implica ser miembro pleno del Tratado, el intercambio de información, la transferencia de experiencias, el adiestramiento de tropas y la incorporación de doctrinas de seguridad global y ciberseguridad, implican un rol hostil en un escenario de tensión en la región.
Las consecuencias de dicha asociación militar se evidencian en el rol asignado a Colombia en los ejercicios combinados recientes de la región. Algunos ejemplos son la participación en el Red Flag 2018, ejercicio de entrenamiento en combate aéreo organizado por la Fuerza Aérea de los EE. UU. (USAF) y coordinado por la OTAN; el AmazonLog 17[9] realizado en la triple frontera amazónica de Brasil, Colombia y Perú con las tres fuerzas en conjunto; y los UNITAS Pacific y UNITAS Amphib 18[10], desarrollados en el Caribe colombiano y en Río de Janeiro, respectivamente. A ello se suman un conjunto de reuniones de ministros de Defensa y jefes de las Fuerzas Armadas, con la participación de altos mandos del Comando Sur de EE. UU. (USSOUTHCOM), como el Almirante Kurt Tidd, ahora sucedido por Sean Buck, quien visita asiduamente Colombia.
Colombia, Trump y Venezuela
En el contexto actual, Colombia es uno de los estados que más presión diplomática ha ejercido contra el Gobierno de Nicolás Maduro, recurriendo de la Organización de Estados Americanos hasta la Corte Penal Internacional. El escalamiento de su lenguaje ha logrado instalar en los medios de masivos de información la posibilidad de una intervención militar y enlazar una serie de operaciones psicosociales.
El presidente, Iván Duque, ha pretendido liderar la coalición neoconservadora en medio de la situación. Entre sus acciones estuvo la mención de la necesidad de crear un mecanismo de cooperación regional que sepulte a UNASUR -organismo de cooperación del que se retiró en agosto de 2018[11]– que se hará efectivo a fines del mes de febrero. Lo evidente hasta ahora es que PROSUR, como nombró el presidente colombiano a la escueta propuesta, se proyecta como un foro “no ideológico” que brinde estructura formal al Grupo de Lima y que, con la flexibilidad burocrática que propone, logre vincular agendas comerciales con socios estratégicos como Brasil, un ausente en la Alianza del Pacífico que se encuentra en estancamiento económico.
Es pertinente mencionar, frente a este panorama, que en el año 2004 la República Bolivariana de Venezuela reformuló las bases de su política de seguridad y defensa, dotándola de un carácter integral que vincula áreas económicas, sociales y culturales con la participación directa del pueblo en su conjunto (algo similar a lo implementado en Viet Nam durante la resistencia al colonialismo, o en Cuba como sistematización de la doctrina del “pueblo en armas”). Dicha política, basada en la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación[12], promovió la Doctrina Bolivariana de Defensa y Desarrollo Integral que reconocía cuatro escenarios de conflicto: a) guerra de “cuarta generación”[13] b) golpe de Estado c) conflicto regional y d) intervención militar directa de EE. UU.
A pesar de que Mike Pence, vicepresidente de los Estados Unidos, realizó dos giras por Suramérica en busca de consensos para “tercerizar” la intervención militar en Venezuela, el Gobierno de Juan Manuel Santos se abstuvo de la opción de uso de la fuerza y apostó a otras mediaciones, sin dejar de fijar posición contra el Gobierno de Maduro, al que de denominan “régimen” como expresión peyorativa y que ha calado mediáticamente hasta escalar en la connotación de dictadura. Santos reconoció tácitamente que el Gobierno venezolano era legítimo hasta el 10 de enero de 2019, con lo cual cedió la preocupación a su sucesor.
Si bien la hipótesis de intervención militar por una fuerza extranjera hace años ocupa diversos análisis estratégicos y está contenida en el planeamiento de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, las condiciones estuvieron limitadas por el entorno amistoso entre sus fronteras, salvo Colombia que, sin embargo, no contaba con un margen de maniobra para encarar un conflicto interestatal por el conflicto social y armado que mantenía álgido.
A pesar del apoyo que recibe Colombia por parte de Estados Unidos, cabe hacerse la pregunta: ¿en un escenario de conflicto interestatal, en qué situación se encuentran Colombia y Venezuela? La nación que hoy gobierna Iván Duque ha acumulado una experiencia para nada desdeñable en la guerra contrainsurgente, ha modernizado sus medios y ha incorporado nuevas capacidades, la mayoría para un tipo de guerra asimétrica que presenta graves limitaciones al momento de comparar las ventajas en defensa con otros Estados de la región. También hay que mencionar que ha logrado un acuerdo de paz con las FARC, su principal amenaza interna, concluyendo con su posterior desarme.
Venezuela, en cambio, ha desarrollado una política acorde a sus hipótesis, teniendo presente la eventual colisión con su vecino, ante lo cual la supremacía aérea puede ser uno de los puntos a favor. Lo dicho hasta aquí presenta apenas un escenario contingente que omite los alcances de las alianzas internacionales que, en una segunda fase de confrontación, puedan desencadenar en una guerra donde intervengan potencias militares como Estados Unidos, Rusia y China, similar a lo ocurrido en los años recientes en Siria.
El pasado 13 de febrero, Iván Duque viajó a Washington para reunirse con Donald Trump. Las acciones de ambos países para terminar con la crisis en Venezuela fueron parte de la agenda; no obstante, el tema más tratado fue la “lucha contra las drogas” sobre la que EE. UU. mantiene una presión indeclinable sobre Colombia. Con independencia de que Colombia ha instalado en la opinión pública la posibilidad de una intervención militar, la acción en curso es una campaña planificada en torno a la “ayuda humanitaria”. Este operación influye fundamentalmente en la esfera mediática, logrando captar mayores simpatías y facilitando la construcción de la imagen de un acuerdo social sobre la “transición democrática” en un segmento de la población. Por lo tanto, ésta acción psicosocial busca justificar otro tipo de medidas que, ante el agotamiento del “asedio diplomático” y el bloqueo financiero, ponen relieve en una maniobra militar, sea directa o indirecta. La expresión que usó Duque en la reunión bilateral con Trump fue: “Tenemos que mandarle un mensaje muy fuerte a la dictadura”[14]. La siguiente batalla de este escenario se desarrollará entre el viernes 22 y el sábado 23 de febrero, cuando la USAID pretende introducir una caravana de “voluntarios” para distribuir la “ayuda humanitaria” en Venezuela.
En ninguno de los momentos anteriores la posibilidad de que Colombia intervenga estuvo tan clara como ahora. En la actualidad, el Gobierno colombiano ha logrado liberar la mayoría de sus Fuerzas Militares y de Policía (casi medio millón de efectivos en total) y, mientras posterga la implementación de los Acuerdos de Paz, logró aprobar un incremento en el presupuesto del sector defensa y seguridad para el ejercicio 2019, destinando una parte a la compra de un sistema de armas para la defensa antiaérea[15]. Lo anterior implica disponer de sus fuerzas para una posible incursión en el país vecino y prepararse para defenderse en un teatro de operaciones poco conocido.
Referencias
[2] ESTRADA ALVAREZ, Jairo (2010) Derechos del capital. Dispositivos de protección e incentivos a la acumulación en Colombia. Universidad Nacional de Colombia: Bogotá. p. 143. Disponible en http://www.espaciocritico.com/node/110#dnld
[13] La ilusión del metacontrol imperial del caos. http://beinstein.lahaine.org/b2-img/beinstein_militarismo.pdf
Fuente: http://www.resumenlatinoamericano.org/2019/02/21/colombia-en-la-geopolitica-regional-y-contra-venezuela/