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LA CRECIENTE TRANSFORMACIÓN DE EE.UU EN UN FASCISMO NEOLIBERAL: EL HEDOR DEL NEOLIBERALISMO

El hedor del neoliberalismo

Andrés Fabián Henao

Hoy en día es importante confrontar la emergencia del fascismo en los Estados Unidos con la resonante tesis de Bloch: “‘el hedor de esta escena es muy viejo.’” Es importante repensar lo arraigado de esta estructura no con el objetivo de diluir su especificidad histórica sino con el objetivo de rehusarse a abstraerla en el mundo de la excepción.


Resumen

En este artículo continúo la tesis que comencé a elaborar sobre la creciente transformación de los Estados Unidos en un fascismo neoliberal bajo la actual administración del partido republicano. Me interesa, en este contexto, hablar del fetichismo neoliberal de la inclusión en relación con el fetichismo de la mercancía, el fetichismo de la diferencia racial, y el fetichismo de la diferencia sexual, un análisis que soporto en el excelente trabajo de Grace Kyungwon Hong, y el modo en que su investigación nos ayuda a repensar la relación política entre la vida y la muerte.

“El hedor de esta escena es muy viejo”
(mi traducción de Ernst Bloch en 1935, citado por Rosenberg 2018)

Defino el neoliberalismo, en primer lugar, como una estructura epistemológica de la renegación (disavowal), una manera de afirmar que las violencias racistas y de género son cosas del pasado. Dicha renegación opera mediante la afirmación de ciertos modos de vida racializada, sexualizada y de género, particularmente mediante su invitación a la respetabilidad reproductiva, de modo tal que se pueda negar su exacerbada producción de la muerte prematura

(énfasis en el original, mi traducción de Hong 2015, 7)

El hedor de la escena

Como bien lo señala Jordi Rosenberg (2018), cuando Ernst Bloch tuvo que confrontar la emergencia del fascismo en Europa durante la década de los 30s, el pensador alemán sostuvo que “‘el hedor de esta escena es muy viejo.’” Rehusándose a considerar el fascismo como “la irrupción de un mal sin precedentes”, Bloch consideró el fascismo como “la expresión en su forma contemporánea de una muy arraigada estructura” (mi traducción de Rosenberg). Al igual que Rosenberg, considero que hoy en día es importante confrontar la emergencia del fascismo en los Estados Unidos con la resonante tesis de Bloch: “‘el hedor de esta escena es muy viejo.’” Es importante repensar lo arraigado de esta estructura no con el objetivo de diluir su especificidad histórica sino con el objetivo de rehusarse a abstraerla en el mundo de la excepción. Entre los más recientes actos que indican tal intensificación cabe señalar, por un lado, la decisión de Trump de reemplazar al Presidente de la ExxonMobil, Rex Tillerson, que funcionaba como Secretario de Estado, con el director de la CIA, Mike Pompeo, responsable directo por la institucionalización e intensificación de la tortura en los campos que los Estados Unidos aún mantiene por fuera de su territorio nacional. Por otro lado, la decisión de la Corte Suprema de Justicia según la cual los inmigrantes, incluso aquellos que gozan de residencia permanente (como es mi caso en este país) no tienen derecho a demandar fianza, lo que resulta en la legalización de facto de la detención indefinida de los mismos, práctica previamente reservada al vilificado “terrorista” (excluida/o del derecho político) y al vilificado inmigrante indocumentado/a (excluida/o del derecho civil).

Roserberg tiene razón, es importante volver al trabajo de la teoría crítica de la escuela de Frankfurt y repensar la arraigada estructura que el fascismo expresa, como lo hicieron T. W. Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración (1944), y también Hannah Arendt, cuando rastreó Los orígenes del totalitarismo (1950) en la colonización Europea de África. Más importante, sin embargo, me parece volver a la tesis de Aimé Césaire, que Rosernberg también incluye, cuando el pensador martiniqués afirma que la aparición del fascismo en Europa solo conmocionó a los europeos cuando la violencia de su sistema se volcó sobre su territorio; violencia cuyos excesos toleraron mientras la misma se limitara a las colonias. Para todos aquellos familiarizados con el exceso de la violencia imperialista de los Estados Unidos, desde sus orígenes con la legalización del genocidio de las poblaciones indígenas y de la esclavización de la gente negra, la decisión de seleccionar al torturador Pompeo como Secretario de Estado no resulta nada sorpresiva. Después de todo, el estado liberal nunca le ha retirado a la CIA su apoyo, ni siquiera cuando se comprobó su rol en la masacre y tortura de civiles por gobiernos militares anti-democráticos en Guatemala en 1954, la República Dominicana en 1965, Chile en 1973, el Salvador y Nicaragua en los 80s, por mencionar unos pocos casos.1 Tampoco resulta sorpresiva la decisión de Trump de seleccionar a Gina Haspel como la primera mujer que ocupará la dirección de la CIA tras la vacante de Pompeo, a pesar de lo contradictoria que pueda parecer dicha decisión de cara al intento de Trump por revivir el grotesco “derecho del señor” (droit de seigneur) feudal, como bien lo señala Norton (2017, 118), según el cual el monarca goza de un privilegiado acceso al cuerpo de todas las mujeres alrededor de su imperio, mujeres con quienes, en las propias palabras de Trump, él puede “hacer lo que quiera […] agarrarlas por el coño, hacer lo que quiera.” La selección de Pompeo no sorprende, no porque se vea en ella la potencial aplicación de violentas prácticas que antes estaban reservadas a la colonia en el territorio de la metrópoli, como lo sugeriría Césaire, sino porque las propias comunidades racialmente diferenciadas del imperio la han sufrido por siglos al interior de su territorio, en cada reconfiguración del sistema racial de castas estadounidense que tiene en el encarcelamiento masivo, tras la selectiva incorporación neoliberal del movimiento radical negro cuando se neutralizó políticamente su lucha por los derechos civiles, su más reciente manifestación. Diferenciada inclusión que también explica la, de otro modo, contradictoria selección de ciertas mujeres en cargos de poder, de cara a la agresiva agenda patriarcal del actual gobierno y su declarado asalto a los derechos de las mujeres. Luego, dicha contradicción resulta menos sorprendente cuando se explora en el contexto de la arraigada historia de su estructura, que no es otra que la por-siempre incompleta lógica del capitalismo colonial de asentamiento, con las cambiantes estructuras de la renegación que caracterizan la transformación neoliberal del estado capitalista estadounidense durante la década de los setenta.

La renegación, el fetichismo, y la inclusión de la diferencia

La renegación (disavowal) difiere de la simple negación (denial) en la medida en que supone un movimiento en dos tiempos, uno en el que converge el reconocimiento de la diferencia con la violencia de su negación. Se trata, en otras palabras, de evadir la contradicción de dicha convergencia mediante el desplazamiento de dicha diferencia en la externalidad de un objeto, objeto que resulta de esta forma animado, imbuido con los poderes que han sido socialmente expropiados en el ejercicio de la negación. Dicha estructura de la renegación, cabe señalar, opera tanto en el fetichismo de la diferencia racial, como en el fetichismo de la mercancía, y en el fetichismo de la diferencia sexual, tres formas del fetiche que nunca han existido independientemente las unas de las otras y cuya convergencia histórica se hace cada vez más evidente con la intensificación de esta arraigada estructura en el marco de la actual administración.

El término fetiche, inicialmente acuñado en el siglo XVI por colonizadores portugueses durante el asentamiento de sus extractivas plantaciones en África Occidental, por un lado reconoce la diferencia en las estructuras político/culturales de los pueblos africanos que el imperio subyuga y por otro lado la niega, cuando la desplaza temporalmente como el estado original (“primitivo”) de un proceso civilizatorio en el que Europa adquiere la coherencia temporal del horizonte (telos), en su capacidad de adorar no la particularidad de una cosa concreta sino la universalidad de una idea abstracta. En su famoso capítulo sobre el fetichismo de la mercancía, Karl Marx invierte—sin problematizar aún la colonialidad de su historia—la territorialidad del fetiche, pues el presunto desencanto capitalista de la vida material, que reduce todo valor de uso a valor de cambio, genera su propio re-encantamiento de la desencantada realidad cuando desplaza la real fuente de dicho valor—el trabajo socialmente necesario que se necesita para producir el objeto—para depositarlo en la históricamente descontextualizada mercancía, material y simbólicamente separada de sus condiciones y relaciones sociales de producción. Sigmund Freud repite el gesto marxista de la inversión, en su análisis del fetichismo sexual como una forma de reconocer la diferencia sexual—la ausencia del pene en la mujer—y al mismo negarla, preservando lo que ha sido negado mediante la decisión del fetichista de investir en un objeto—de acuerdo con Freud, el último objeto que el fetichista observa antes de confrontar la traumática ausencia del órgano—el negado deseo por el pene de la mujer.

En esta breve reconstrucción histórica de la renegación como estructura del fetiche racial, mercantil y sexual, sobresalen dos elementos. En primer lugar, la confluencia de los tres fetiches en la colonialidad histórica de la modernidad capitalista. Como bien lo observa Marx en su crítica de la acumulación originaria del capital—erróneamente traducida en inglés como la acumulación “primitiva” del capital—tal y como ésta es pensada en la economía clásica de Adam Smith, la historia de hadas del economista supone la tergiversación histórica del modo en que el capitalismo establece una equivalencia entre formas de trabajo que son cualitativamente inconmensurables. Por un lado, se niega en ella la violenta historia de expropiación por medio de la cual el/la trabajador/a es desposeído/a de sus medios de (re)producción; por otro lado, la negada violencia es a-históricamente atribuida, en la mítica forma de una violencia “innata,” al racializado sujeto sobre el que la metrópolis desata todos sus excesos. Violento no es el civilizado sujeto europeo, cuya violencia se redefine como simplemente reactiva, racional y calculada, en últimas, no-violencia. Violenta/o es la/el “salvaje” y la/el “esclava/o,” cuya inflexible “naturaleza” exime al estado de cualquier respeto a los propios protocoles jurídicos de la civilidad en los que sustenta la superioridad política de su sistema. La doble renegación—doble, en cuanto la violencia histórica del colono se elimina de la historia, no sin antes reemplazarla con la mítica construcción del “otro” como personificación de la misma—de esa violencia extrema es la condición de posibilidad de la acumulación originaria del capital. Una condición que, como bien lo han señalado los estudios críticos del colonialismo de asentamiento, no reside en el pasado, como si se tratara de un evento ya superado, sino que debe ser permanentemente activada (Wolfe 2006, 388).

En segundo lugar, es importante reconocer el carácter no simplemente represivo sino productivo de la renegación. La negación cualitativa del trabajo vivo—cuya diferencia ontológica nunca coagula en la forma estable de una identidad definida sino, como lo afirma Gilles Deleuze (2004), en el continuo despliegue de la diferencia misma—no solo produce la afirmación cuantitativa del trabajo abstracto que el capital acumula, sino que reorganiza la misma diferencia que niega mediante la sedimentación de sus pliegues en los confines de una identidad estable: racial, sexual, de género, de clase, de capacidad, nacionalidad, etc. Es mediante la producción de dichas diferencias—negadas, al mismo tiempo en que son codificadas/confinadas—que el capitalismo puede reorientar las energías del cuerpo productivo y deseante en la producción de objetos acumulables por el capital. La inclusión de la diferencia—diferencia ya desplazada mediante la negación—es, de este modo, constitutiva de la estructura del fetiche. En otras palabras, la confianza en el mercado, la democracia, las libertades públicas, los derechos humanos, las ONG, el mercantilismo filantrópico, la ayuda humanitaria, la ética del trabajador, etc., no son ajenas al fetichismo colonial de la modernidad capitalista, ni son tampoco el producto indirecto de sus excesos, como si se tratara de su correctivo necesario. Son, por el contrario, el soporte material y discursivo de su explotación de la diferencia, el combustible de su maquinaria.

Algo similar sucede a nivel libidinal. En este caso, la racialización del sujeto también resulta fundamental en la atribución de una violencia “innata” al “anormal.” Y aquí cabe recordar que la ausencia del pene en la mujer, el hombre “normalizado” la resuelve mediante el desplazamiento temporal de su ausencia, como el signo patriarcal de la castración que identifica al padre (no al padre real, sino simbólico) en el lugar punitivo de la ley. El pene estaba ahí, y lo que explica su ausencia es la transgresión de la ley paternal, prohibición que genera, al mismo tiempo que impide, el por siempre insatisfactorio movimiento del deseo. Es a partir de dicha diferencia de segundo orden que Jacques Lacan distingue el pene, como un órgano erógeno a nivel imaginario (la sexualidad del psicoanálisis nunca se refiere al cuerpo biológico), del falo, como el significante vacío de la posición de poder a nivel simbólico, y uno que amenaza al sujeto transgresor con la mutilación de su miembro. Al igual que sucede con la crítica marxista de la acumulación originaria de la mercancía, la histórica mutilación del cuerpo racializado resulta doblemente renegada en la abstracción síquica, una renegación que construye dicho cuerpo como el portador “innato” de la excesiva violencia que históricamente recae sobre él, en la forma subhumana de la pulsión “primitiva.” Y aquí cabe recordar la excelente investigación de Jean-Joseph Goux, que argumenta, correctamente, que la filosofía griega, en la que la modernidad Europea fetichiza la superioridad histórica de su proyecto civilizatorio, no iguala el falo con el pene sino con el logos, es decir, con la abstracción del espíritu incorpóreo. Frantz Fanon, como bien lo señala Kaja Silverman (1996, 30), tiene razón cuando afirma que “conferirle un mítico gran pene al hombre negro no es asociarlo con el falo, sino insistir aún más en la distancia que lo separa de él” (mi traducción). La diferenciación del cuerpo racializado y sexualizado, aquella que diferencia el trabajo valorado del invalorado, el cuerpo deseado del abyecto, y el cuerpo deseante del incapacitado, es colonialmente organizada mediante el confinamiento de la diferencia en una identidad asignada. Dicha reificación adquiere su más excesiva expresión con la expropiación misma del cuerpo mediante la reificación biológica de la diferencia, una suerte de diferencia absoluta por fuera del orden de la diferencia: abstracta, atemporal, esencializada, inmodificable.

La necrópolis neoliberal

¿Qué cambia con el surgimiento histórico del neoliberalismo? El cambio depende de un cierto modo de entender la intensificación de la acumulación de la diferencia por medio de la diferenciada inclusión del cuerpo racializado y sexualizado en las estructuras del estado neoliberal. Aquí me baso no en la estrecha definición del neoliberalismo como la ideología del libre mercado que cuestiona toda intervención distributiva del estado más allá de su función policiva a la hora de proveer seguridad para la circulación del capital; ni tampoco en la más expansiva versión que define el neoliberalismo como la extensión de la lógica económica del valor a aspectos de la vida previamente gobernados por otros principios (Brown 2015). Inspirado en el trabajo de Hong (2015, 19), entiendo el neoliberalismo como una ideología que emergió en respuesta al movimiento global anti-colonial, anti-segregación y revolucionario durante la segunda mitad del siglo XX, cuando este movimiento global cuestionó la ilegitimidad del capitalismo racial basado en la institucionalizada exclusión del trabajo diferenciado. La respuesta del liberalismo no sólo consistió en intensificar el imperialismo mediante el desplazamiento de su extrema violencia extractiva en el sur global, sino también en la “inducción de las comunidades [racializadas] en el biopoder afirmativo y productivo.”

Inspirada en el trabajo de Michel Foucault, que redefinió el fascismo como la solución racista a la contradicción moderna a la hora de ejercer el derecho soberano a la muerte en el universo biopolítico del capitalismo moderno, orientado hacia la reproducción de la vida, Hong entiende el neoliberalismo como la otra cara de la solución a esa misma contradicción. Se trata ya no de resolver la contradicción mediante la intensiva fetichización de la exclusión racial, en donde se resignifica el cuerpo que se debe eliminar como la condición del cultivo de la vida que se debe reproducir—con su forma más esencial en el campo de exterminio—sino a partir del fetichismo racial/sexual de la inclusión, que busca la incorporación disciplinaria del excluido en el horizonte heteronormativo de la ley. En la ideológica extensión de la vida protegida a “todos” los sectores previamente excluidos (pueblos indígenas, gente negra, comunidad LGBTQ, etc.) la muerte prematura aparece como el resultado apolítico de acciones criminales o pobres elecciones individuales, descontextualizada de la continuidad extractiva del capitalismo colonial de asentamiento. Al mismo tiempo, la escisión entre la vida que el estado debe asegurar y la vida que el capital y el estado exponen a cada vez más crueles condiciones de muerte prematura, no solo existe en la división que separa la metrópolis de la colonia, sino que se trata de una división que se juega al interior mismo de la comunidad racializada y sexualizada selectivamente incluida. El neoliberalismo consigue así multiplicar el universo de la cesura biológica mediante la selectiva inclusión de la previamente excluida comunidad racializada y sexualizada, bajo la condición de su más intensiva participación en la función disciplinaria y reguladora del ideal heteronormativo de la reproducción.

Como bien lo señala Hong en referencia al infame Reporte Moynihan de 1965, como un ejemplar caso del fetichismo neoliberal de la inclusión en los Estados Unidos: el capitalismo neoliberal ya no exime al cuerpo racializado del poder normativo de la reproducción, como sucedía con el cuerpo de la mujer negra o indígena durante la esclavitud y el genocidio, en las fases iniciales del capitalismo de asentamiento. Excepción que, cabe señalar contra todo romance de una existencia más allá de las normas, nunca significó libertad sino la más creciente exposición de estas mujeres a lo que Darieck Scott (2010) adecuadamente denominó una “extravagante abyección.” La extensión del poder normativo del estado a dicho cuerpo, que resulta incluido en el proyecto heteronormativo moralista del decoro sexual y familiar, no supone un “progreso” en la ruta democrática hacia la igualdad racial y de género. Se trata, por el contrario, de una forma de intensificar la función disciplinaria del poder estatal mediante la selectiva incorporación de dichas comunidades en la propia vigilancia de sus comunidades.

Como bien lo señala Hong, la producción capitalista de la vida que se debe proteger nunca ha existido por fuera de la producción de la vida que no merece protección. La explotación del trabajador remunerado nunca ha existido por fuera de la híper-explotación del trabajo no remunerado. Ni la construcción de la vida deseable ha existido por fuera de la construcción de la vida abyecta. Lo que cambia, con el fetiche neoliberal de la inclusión, es el modo en que se disimula la subterránea relación que el capitalismo establece entre la vida a proteger y la muerte a sancionar, relación que resulta renegada mediante la selectiva incorporación del cuerpo racializado y sexualizado en los confines de la vida protegida, bajo su cuasi-exclusiva asignación a la función policiva del control normativo de la diferencia al interior de su propia comunidad. Resistir la seducción de dicha inclusión en la estructura normativa del estado neoliberal, mediante una correcta genealogía histórica de su fetiche en la estructura epistemológica del capitalismo de asentamiento, nos permite entender el modo en que el fascismo y el neoliberalismo no son sistemas antitéticos y pueden, como sucede en el actual contexto estadounidense, llegar a converger.
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Referencias
Brown, Wendy. 2015. Undoing the Demos: Neoliberalism’s Stealth Revolution. Cambridge: MIT Press.

Deleuze, Gilles. 2004. Difference and Repetition. New York: Continuum.

Foucault, Michel. 2003. Society Must be Defended. New York: Picador.

Grandin, Greg. 2004. The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War. Chicago: The University of Chicago Press.

Hong, Grace Kuyngwon. 2015. Death Beyond Disavowal: The Impossible Politics of Difference. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Norton, Anne. 2017. “The King’s New Body,” en Theory & Event 20 (1): 116-126.

Rockhill, Gabriel. 2017. “The CIA Reads French Theory: On the Intellectual Labor of Dismantling the Cultural Left,” en The Philosophical Salon, disponible aquí: http://thephilosophicalsalon.com/the-cia-reads-french-theory-on-the-intellectual-labor-of-dismantling-the-cultural-left/

Saunders, Frances Stonor. 2000. The Cultural Cold War: The CIA and the World of Arts and Letters. New York: New York University Press.

Silverman, Kaja. 1996. The Threshold of the Visible World. New York: Routledge.

Scott, Darieck. 2010. Extravagant Abjection: Blackness, Power, and Sexuality in the African American Literary Imagination. New York: New York University Press.

Rosenberg, Jordi. 2018. “The Daddy Dialectic,” en Los Angeles Review of Books, disponible aquí: https://lareviewofbooks.org/article/the-daddy-dialectic/#!

Wolfe, Patrick. 2006. “Settler Colonialism and the Elimination of the Native.” En Journal of Genocide Research 8 (4): 387-409.
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Para un análisis más profunda de la CIA, que incluye su rol en la producción ideológica de la hegemonía neoliberal ver el trabajo de Saunders 2000, Grandin 2004 y Rockhill 2017).

Fuentehttp://palabrasalmargen.com/edicion-126/el-hedor-del-neoliberalismo/

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