La sífilis del clientelismo
¿Los que se daban machetazos a nombre de una bandería eran los practicantes de una ideología política? ¿Aquellos que hace años salían a votar llevados de la ternilla hasta las urnas, eran la expresión de una cultura política o de una anomalía? ¿Ha habido en Colombia partidos políticos o solo retazos de organizaciones que debían tener programas, ideólogos, organigramas y presencia popular?
Por: Reinaldo Spitaletta
Se pudiera decir que los partidos políticos murieron hace años en Colombia. Por ejemplo, el Partido Liberal (que como su opuesto, el conservador, no ha sido monolítico sino que ha tenido variantes y divisiones) se extinguió con sus últimos aletazos de promoción, por ejemplo, de las libertades públicas y la separación Estado-Iglesia, en la Guerra de los mil días. Lo que siguió fueron magros intentos de reivindicar a un partido que arrió sus banderas en el Tratado de Neerlandia y que dejó tremendas soledades y vacíos en líderes como Benjamín Herrera y Rafael Uribe Uribe.
Y quizá dentro de esos intentos posteriores de liberalizar al país estuvieron López Pumarejo y Jorge Eliécer Gaitán. Después, y tras el magnicidio del líder popular en 1948, se desparramó la violencia por todas partes, en la cual caciques y gamonales sacaron el mejor de los frutos, al tiempo que el desangre masivo convertía a Colombia en una nación de bárbaros.
¿Y mientras, qué pasaba con las elecciones? Ya desde el siglo XIX se había configurado una manipulación de la política. El caudillismo, tan propio de esa centuria en América Latina, fue una de las primeras cuchilladas contra las organizaciones partidarias. El caudillo era el partido. Y listo. Son los preliminares de lo que, después, sería el clientelismo. Que es la manera de “hacer política” que ha dominado en el país desde los primeros días de la Independencia hasta hoy.
Aunque es en la década del setenta del siglo pasado, cuando el término toma relevancia en Colombia, su práctica ha sido inveterada. Es posible que el Frente Nacional, un pacto para distribuirse el Estado entre liberales y conservadores, haya perfeccionado la clientela. El botín era atractivo. Y entonces había que alternar, si no el saqueo, por lo menos el usufructo del aparato estatal. Y es lo que sucedió entre 1958 y 1974.
Tan empotrado estaba el clientelismo político, que en 1970, cuando aparece una tercería, la Anapo, había que frenarla para que el festín y sus invitados no fueran a dar a otras manos. El fraude electoral, que negó el triunfo del exdictador Rojas Pinilla para otorgárselo a Misael Pastrana, tuvo como consecuencia, entre otras, la fundación del movimiento guerrillero M-19, con gran facilidad para lo mediático y lo espectacular.
Hoy, la clientela se mantiene con promesas de puestos políticos, de solución de empleo, de que “te coloco a algún pariente en la burocracia”, y así. Se expresa no solo con dádivas electorales, sino con compra de votos. O de casas. Las alianzas entre narcotraficantes y políticos han estimulado el clientelismo. La parapolítica es otra variante del mismo fenómeno. Tal vez la diferencia radica en que en esta también aparecen elementos de fuerza para obligar al ciudadano a sufragar por alguien. Se aterroriza al cliente para que vote.
La reelección uribista se efectuó con base en una enorme clientela política, además de las conocidas compras de votos, regalos de notarías y otras gabelas y favores. Y así parece montarse la de Santos. Lo que llaman “gobernabilidad” no es otra cosa que otorgar contratos. Lo supo, quizá muy tarde, el destituido alcalde de Bogotá Gustavo Petro: “Esas clientelas son el mayor enemigo de la democracia y de la paz. La más grande de esas clientelas es la de Germán Vargas Lleras con su propio club de contratistas” (El Espectador, 23-03-2014).
El clientelista pone el Estado al servicio de su causa mezquina. Y de una clientela que sacará ganancias de la situación. El clientelismo político, que ya tiene una vasta práctica en Colombia, es precisamente la negación de la política, en el sentido de la participación, la deliberación y los debates ciudadanos. Y es un cáncer (o un sida, una sífilis, qué sé yo) que ha corroído al país hasta el punto de convertirlo, más que en una caricatura de democracia, en un mamarracho.
Reinaldo Spitaletta
http://www.elespectador.com/opinion/sifilis-del-clientelismo-columna-482742