LAS VOCES DE LA LIBERTAD
– Michel Winock
Por Rodrigo Tratándose de la relación entre intelectuales y política, pocos contextos tan paradigmáticos como la Francia del siglo XIX. En efecto, fue aquel un tiempo que, con singular vehemencia en el mencionado país, realzó la función social del hombre de letras y lo incitó a tomar partido, no sólo como forjador de ideas socialmente activas sino también como eventual agente político de primera línea. (El poeta –entre otros- exhortado a descender de su torre de marfil: no pasaría mucho tiempo antes de que esta corriente engendrase su opuesto en la forma del discurso del «arte por el arte», o la protesta del esteticismo.) De buen grado y por convicción o casi accidentalmente –el caso de Eugène Sue, por ejemplo-, el intelectual asumió el papel de vocero de causas sociales o facciones políticas en liza, o bien, detalle significativo en la incipiente era de masas, de incitador de unas muchedumbres que las convulsiones de 1789 en adelante habían puesto en la nómina de actores políticos decisivos. Transitando del pensamiento o la creación artística a la acción, o viceversa; panegiristas del ideal revolucionario, apóstoles de la Restauración o continuadores del legado de la Ilustración; entre la reacción tradicionalista y el radicalismo utópico –los polos de una multiplicidad de posturas doctrinarias-: literatos, historiadores, periodistas, libelistas, pensadores sociales y otros esgrimistas de la pluma protagonizan Las voces de la libertad, frondoso ensayo del historiador Michel Winock (Francia, 1937).
El libro cubre un arco temporal que principia en los Cien Días de 1815, el efímero retorno de Napoleón al poder, y culmina en el magno acontecimiento nacional que fueron los funerales de Victor Hugo, en 1885. En el transcurso, incidentes tan dramáticos como las revoluciones de 1830 y 1848; el golpe de 1851 protagonizado por Luis Napoleón Bonaparte y la instauración del Segundo Imperio; la guerra franco-prusiana de 1870-1871; la Comuna de París y su pronta y sangrienta supresión. Escenario privilegiado, la ciudad de París. Cómo no, dado el alto grado de centralización habido en Francia y la condición de aquélla de marmita en que «bullen todas las revoluciones europeas por venir»: en la capital francesa se fraguaban acontecimientos y se ventilaban ideas de genuina resonancia internacional. Pocos fueron los intelectuales y artistas que optaron por permanecer completamente al margen del activismo o el compromiso político. Cuando no eran las turbulencias internas, era la guerra exterior lo que impulsaba a un cumplido esteticista a postergar su desdén por los asuntos públicos: Flaubert, quien hizo gala de activo patriotismo en los días de la guerra franco-prusiana (1870-1871). Por cierto que los patrones ideológicos y valóricos del momento desafiarían cualquier asomo de dogmatismo anacrónico, desde una perspectiva actual: considérese el asunto históricamente y aleje de sí el eventual lector toda expectativa de simple identidad o de rigurosa continuidad retrospectiva entre los consagrados ideales libertario-democráticos de nuestros días y sus antepasados decimonónicos; en aquel tiempo, bien podía un espíritu liberal dudar del régimen republicano (Stendhal) o una promotora de los derechos de la mujer renegar del sufragismo femenino (George Sand).
Tema del libro no es sólo el de la actuación de hombres de letras en la arena política sino también el del compromiso político en sentido lato de la expresión, comprendiendo el pensamiento de intelectuales específicamente dedicados a reflexionar sobre la cosa política así como el contenido o las connotaciones políticas de obras historiográficas, de ficción literaria y otras (incluyendo las canciones de Béranger y el célebre diccionario enciclopédico de Pierre Larousse). Reflejo de su tiempo a la vez que modeladores de la opinión pública, desde Chateaubriand y madame de Stäel hasta Victor Hugo y Zola, pasando por Tocqueville, Balzac, Proudhon, Michelet, Flora Tristán, Lamartine, Renan y muchos más (no todos tan conocidos). Algunos de estos intelectuales cambiaron las letras o el magisterio por la política mientras que otros alternaron ambas áreas o, sin abandonar a aquéllas, pusieron su talento al servicio de causas políticas o sociales. La de Winock es una visión no precisamente maniquea pero sí impregnada de simpatía y no poca admiración por aquellos hombres y mujeres que hicieron de la lucha por la libertad y el progreso social una causa importante en sus vidas. Por ende, una visión que enaltece las virtudes del republicanismo y celebra los avances en materia de emancipación. Un Chateaubriand puede lo mismo constar como partidario de la restauración monárquica que ser homenajeado como paladín de la libertad; no había en el célebre autor de Atala una obsesión por una forma específica de régimen político que eclipsara su amor por la libertad (razón ésta por la que se opuso a la tiranía bonapartista, y por mucho que no se lo cuente entre los próceres de la democracia moderna, tampoco pertenece al número de los absolutistas irreductibles).
Winock nos proporciona en magnífica concatenación una serie de episodios y estampas memorables, en ocasiones sabrosos, siempre ilustrativos. Ahí tenemos a Lammenais y su tentativa de conciliar catolicismo y liberalismo, considerada subversiva por los agentes de la reacción legitimista (monárquica) y finalmente ahogada por el papado (el que, en bula promulgada en 1833, condenó la democracia y denigró principios consustanciales a ella como la libertad de conciencia y la libertad de prensa). Tocqueville analizando la democracia estadounidense, de modo tan admirativo como crítico. Eugène Sue sorprendido por el inesperado papel de portavoz de los miserables que recayó en él desde que publicara las primeras entregas de Los misterios de París, novela folletinesca a la que no atribuía inicialmente otro propósito que el de entretener; otrora un dandy, Sue asumió la responsabilidad que le endilgaron sus fervorosos admiradores y se convirtió en una suerte de crítico social, documentándose más acuciosamente sobre la realidad de los bajos fondos e indagando sobre el pensamiento de reformadores sociales como Fourier y Saint-Simon.
Presenciamos a Victor Hugo perorando en los funerales de Balzac, incluyéndolo -al legitimista, al reaccionario- en la estirpe de los escritores revolucionarios: bien supo ver aquél que toda la rigidez del pensamiento político de Balzac, evidente en su trabajo periodístico, desaparece del complejo universo que conforma el ciclo de La Comedia Humana. Al historiador Edgar Quinet, el propio Hugo y otros exiliados, disidentes del Segundo Imperio, rechazando la amnistía otorgada por Napoleón III en 1859 («Yo no soy ni acusado ni condenado, soy un proscrito –declaró Quinet-. He sido arrancado de mi país por la fuerza, por haber permanecido fiel a la ley, al mandato que tenía de mis conciudadanos [en tanto miembro de la asamblea legislativa]. Los que tienen necesidad de ser amnistiados no son los defensores de la ley, sino quienes las han conculcado»). Al fundador del positivismo o la filosofía del imperio de la razón y la ciencia, Auguste Comte, erigiéndose en sus últimos años en constructor de utopías y religiones (el contrasentido aquel de la «religión positivista»). A Flaubert, quien tenía al arte por única patria de los artistas y que en los primeros compases de la guerra franco-prusiana se quejaba de la barbarie bélica y del chovinismo de sus compatriotas: después de la capitulación de Sedán y de la caída del segundo Napoleón, encabeza la guardia nacional de Croisset (Normandía), realiza patrullas nocturnas (gordo y algo entrado en años como está) y dirige patrióticas alocuciones a sus hombres.
Finalizado el siglo sobrevendrá la crisis que por mucho tiempo hará de definitivo divisor de aguas, no sólo entre los intelectuales sino, prácticamente, en la Francia entera: el caso Dreyfuss, que acabará de instilar en el país la ponzoña del antijudaísmo. Según las referencias, esta es materia que el autor aborda en un libro posterior, referido al siglo XX y recientemente publicado en castellano por Edhasa: El siglo de los intelectuales (2010).
El libro consta de un cuerpo de apéndices que incluye sendos documentos de Benjamín Constant, Victor Hugo y Pierre Larousse, además de una exhaustiva tabla cronológica.
- Michel Winock, Las voces de la libertad. Edhasa, Barcelona, 2004. 924 pp.
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