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LO INANE DE LA ORACIÓN Y LA PLEGARIA

Oración y libre albedrío


Klaus Ziegler

Durante milenios, los filósofos han luchado por esclarecer las inevitables paradojas que surgen de suponer la existencia de un ser omnisciente en un universo donde no obstante es posible el libre albedrío.

Spinoza afirmó que "Los hombres creen ser libres porque son conscientes de sus voluntades y deseos, aunque ignoran las causas por las cuales son llevados al deseo y a la esperanza". Nunca he comprendido, sin embargo, cómo podemos ser libres o moralmente responsables cuando se da por sentado que la voluntad es solo una ilusión.

Parece imposible que haya justos o pecadores si nuestro destino siempre estuvo en la mente intemporal del Creador, si hasta el más insignificante detalle de nuestras vidas fue prefijado desde “el comienzo de los tiempos”, porque “no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios”. Si Judas fue concebido para traicionar a Jesús, así como Shakespeare inventó a Hamlet para que envenenara a Claudio, si su traición es parte del plan divino, ¿cómo podría Judas condenarse? ¿Y qué otra opción pudo haber tenido Pilatos?, pues Jesús vino a morir en la cruz, según reza la leyenda, y alguien debía sentenciarlo.

El problema de la voluntad divina ha preocupado a los teólogos durante siglos. El Creador, siendo absolutamente bueno y omnipotente, no pudo haber elegido otra cosa que crear el mejor de los mundos posibles, como afirma la célebre sentencia de Leibniz. Sin embargo, el argumento exige que los posibles mundos sean conmensurables entre sí, y que el nuestro, brutal y cruel, sea el mejor que una inteligencia suprema pueda concebir, un absurdo que Voltaire ridiculizó en su célebre parodia “Cándido”. Pero si la perfección de los mundos imaginables no tuviese cota superior, cualquier escogencia que hubiese hecho el Creador podría haber sido superada, de lo cual se desprendería su necesaria imperfección moral, al menos si aceptamos su omnipotencia.

Para los científicos, no está muy claro si la física contemporánea tenga algo que decir sobre el problema del libre albedrío. Se sabe que existen “genuinos” fenómenos aleatorios en el mundo cuántico, incompatibles con la visión determinística de la física clásica, y que no podemos atribuir al simple desconocimiento de ciertas variables (“variables ocultas”) por parte del experimentador, como demostraron hace unas décadas el físico Alain Aspect y sus colegas en París. Las implicaciones filosóficas de estos hechos son todavía motivo de controversias.

Si el problema de la libertad y la responsabilidad moral parecen complejos, las dificultades que plantea la plegaria no son menores, como señalé en una columna anterior. Resulta difícil comprender cómo nuestras oraciones puedan cambiar el curso de acontecimientos que obedecen a la voluntad premeditada de un Ser infinitamente sabio. Si caemos enfermos de gravedad, si sufrimos una desgracia irremediable, ¿quiénes somos nosotros, en nuestra infinita ignorancia, para atrevernos a pedir que se cambie en el último momento lo que fue concebido con infinita sabiduría?

La plegaria, como se concibe en las religiones judeo cristianas, presupone que el Ser Supremo exige adulaciones y alabanzas, como si se tratara de halagar la vanidad de un autócrata presuntuoso. Y es poco menos que sacrílego creer que Dios pueda sentirse complacido con el insignificante aplauso humano, con nuestra adulación trivial, artificiosa, interesada, pues la oración busca a menudo un favor, una concesión, y en consecuencia se constituye en elogio utilitario. Igualmente impío es suponer que nuestros ruegos serán escuchados si nos doblegamos en actitud servil, sumisa, pues solo los ególatras soberbios y fatuos se deleitan contemplando el vasallaje desesperado de los más débiles e impotentes.

Pensemos, a manera de ejercicio lógico, en el caso de un niño a quien haya que extirparle un tumor cerebral para evitarle una muerte atroz. Digamos que un médico vecino es el único que puede salvarlo, pero accede a operarlo solo si los padres lo imploran de rodillas. ¿Cómo juzgaríamos las calidades morales de este individuo? Y, ¿qué pensaríamos si a cambio de sus servicios exigiera expiaciones o penitencias? Incluso bajo la imperfecta ética humana, juzgaríamos que cualquiera en su condición estaría en la obligación moral de ayudarlo, y que negarse a hacerlo sería inhumano.

Otro aspecto absurdo de la plegaria es la insistencia en la petición. La oración es un ruego insistente que se repite una y otra vez, una súplica que recuerda la manera de implorar piedad a los tiranos en épocas pretéritas y bárbaras. El devoto imagina que es posible quebrantar la voluntad de Dios si le ruega hasta el cansancio. Cree que es posible doblegarlo si “agota Su paciencia”, una presunción imposible, pues semejante consideración implicaría disminuir al Ser Superior hasta lo más bajo de nuestra imperfecta condición humana.

También se supone que la oración en coro (cadenas de oración) resulta más eficiente que el rezo individual, como si se tratara de empujar un auto, o como si la Suprema Voluntad fuera susceptible de modificarse por medio de tumultos y algarabías. Igualmente se da por sentado que algunos individuos, como el Papa, o los obispos, gozan de prerrogativas inalcanzables para el resto de los mortales. Es decir, es más fácil acceder a la Divinidad si primero recurrimos a sus subalternos más próximos, como es obligatorio cuando se trata de acceder a potentados, o de llamar la atención de individuos soberbios y prepotentes, algo inconcebible en un Ser Supremo.

Y quizá lo más impío sea suponer que los auxilios celestiales puedan comprarse con diezmos o pagando por servicios religiosos, como si existiera la posibilidad de que un Dios justo y bueno estuviera dispuesto a recibir sobornos.

No se trata aquí de discutir la existencia de un Dios creador, o de cuestionar su perfección moral. Se trata de analizar si los atributos de omnisciencia, omnipotencia y bondad son compatibles con la oración, o de manera más general, si son congruentes con la visión antropomorfa del Dios judeo cristiano de la Biblia, el mismo que no dudó en escuchar las oraciones del capellán William Dwney, quien minutos antes de que el Enola Gay emprendiera su misión genocida sobre Hiroshima invitó a esta plegaria: "Padre todopoderoso, que escuchas los ruegos de quienes te aman, te pedimos que asistas a los que se aventurarán en las alturas del cielo y se adentrarán en las líneas enemigas. Que quieras guiarles y protegerles...". Ese mismo Dios, a quien solo por este hecho yo no podría orarle.

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