País militarista
colombia3.jpg. revista-amauta.org. 600 × 720 -de una nueva basemilitar estadounidense
Por: Reinaldo Spitaletta
Colombia ha sido un país militarista. Desde Bolívar y Santander, pasando por Mosquera hasta llegar a los dos presidentes más militaristas de su historia: Uribe y Santos. En esa misma perspectiva, en el país no ha reinado la democracia (pese a las apariencias), sino que, desde los inicios republicanos, ha gobernado una oligarquía. ¿Cuántas generaciones colombianas vivieron, padecieron y murieron en estado de sitio?
Además, ha sido un país violento. Las contradicciones políticas no se han resuelto de modo civilizado, o por lo menos convencional, sino apelando a la barbarie. El siglo XIX estuvo plagado de guerras y guerritas civiles. Y el XX, la centuria más sangrienta de la humanidad, no fue la excepción en esta geografía aporreada y a su vez exuberante. Después de la Guerra de los Mil Días, que tuvo entre sus múltiples secuelas, el robo de Panamá de parte de los Estados Unidos, se vinieron magnicidios como el de Rafael Uribe Uribe y se inició la entrega del petróleo nacional a los intereses extranjeros.
En este último aspecto, Colombia ha sido un país de cipayos. El listado de “entreguistas” es vasto y en él figuran gentes como Marco Fidel Suárez, los López, los Ospina, hasta los últimos mandatarios. Todos al servicio de minorías y de la metrópoli imperial. De cada uno de ellos se podría contar una historia de sumisión a Washington, cuando no –en las últimas décadas- de alianzas con el tenebroso narcotráfico y sus variantes.
Colombia también se ha caracterizado por ser sede de diferentes violencias, las más de ellas diseñadas para mantener en vilo a la población, siempre perseguida, siempre víctima, siempre la parte más visible y triste de los desplazamientos forzados. Hay tantas historias y voces que hablan del despojo, de las maneras en que se han ofendido la dignidad y la vida.
La época de la Violencia (que además de víctimas ha dado alguna interesante y bella literatura) fue un infierno que todavía no termina. Porque –insisto- Colombia parece moldeada para este tipo de expresiones atroces, como las que padeció buena parte del país desde antes de 1948 y que condujo, por ejemplo, primero a la creación de la guerrilla liberal, de las organizaciones campesinas de autodefensa y, más tarde, a la aparición de guerrillas de corte marxista, como la primera de ellas, el Moec (Movimiento Obrero Estudiantil Campesino), de Antonio Larrota y después las Farc, el Eln, el Epl…
Colombia, en la que ha habido una larga tradición de aberraciones políticas, de corrupciones y clientelismos, de manejos infames del Estado para uso familiar o de minorías oligárquicas, es hoy un país de profundas inequidades sociales. Los movimientos de resistencia civil han terminado o estigmatizados por el poder (acusados de terroristas, por ejemplo) o fulminados por esa condición que se ha denominado el militarismo (en el que por supuesto caben las manifestaciones extremas como el paramilitarismo y la guerrilla).
Se ha dicho que el asunto de la paz (palabra que se ha envilecido en el país) más que de las armas, depende del estómago, de que la gente tenga accesos dignos a la salud, la cultura, la vivienda, el empleo, la educación, es decir el pan físico y espiritual. Sin embargo, cada vez es más remota esta posibilidad, cuando sobre todo el Estado y sus agentes están hechos para que las ganancias sean de las corporaciones internacionales y sus intermediarios, y, en últimas, para un puñado de magnates y “vendepatrias”.
El caso de alias Alfonso Cano, líder de una guerrilla lumpenizada hace años, como el de otros que hacen parte de los militarismos, es producto de la ausencia de democracia. Es el resultado de un régimen caracterizado –desde hace tiempo- por la exclusión de la “plebe”, por las injusticias sociales, por la repartición de privilegios para un grupúsculo y de miserias para la mayoría.
La muerte de cualquier hombre nos disminuye, decía un poeta inglés. Sólo hasta cuando haya en el país una democracia real, conquistada por la mayoría de la gente, desaparecerá –dice uno- la barbarie, tanto del Estado, el paraestado, las oligarquías y de aquellos que eligieron el camino equivocado de la lucha armada. Por ahora, sólo nos queda decir como el Quijote (o como Sancho): ¡Válgame Dios!
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