Más statu quo, radiografía de nuestra realidad política
Edición Nro.: 103 eldimplo.info
Por: Carlos Gutiérrez |
En medio de la mayor crisis conocida por la humanidad, con características de crisis sistémica, parte de la cual es el resquebrajamiento de la forma Estado y su modalidad de organización política surgida a partir de la Revolución Francesa, en Colombia son los tiempos previos de unas nuevas elecciones, regionales o territoriales.
Como si nada estuviera en curso, los políticos nacionales de todos los colores ofrecen sus nombres y los de sus candidatos como el seguro y la alternativa para que sus conciudadanos superen de una vez y para siempre los problemas que los aquejan, y los de sus municipios o regiones donde habitan o trabajan.
¿Cinismo? ¿Manipulación? Sin duda, una u otra de las preguntas se pueden responder en afirmativo. No sólo. Porque también actúa la desmemoria comunitaria. Un olvido de identidad fruto del cual en nuestro medio el político de turno hace y deshace. Actúa sin temor al costo político que puedan acarrearle sus inconsecuencias; que para el caso, del conjunto del régimen político, ni siquiera despierta su preocupación. Posan tranquilos ante la ausencia de una indignación o una insurgencia ciudadanas que reclamen el manejo directo y honrado de sus asuntos cotidianos.
Pero asimismo aquello alimenta a esa constante de nuestra realidad política, el desinterés mayoritario por lo común o la despolitización que domina en amplios sectores de nuestra sociedad, como resultado de una dinámica histórica que se impone desde las riendas del poder y está compuesta de varias prácticas: los contenidos y las lógicas de la formación escolar, que alejan al educando de sus deberes comunes; la forma como se rigen los destinos públicos, siempre anexos a la corrupción; el tradicionalismo, que envuelve las cotidianidades de pueblos y ciudades; el papel del caudillismo, como zumo de las prácticas políticas nacionales; el individualismo, que cruza la rutina de los barrios de las grandes urbes. En fin, se ha hecho del ejercicio político sólo una representación, una práctica y una profesión de especialistas, de suerte que el interés público naufraga o se transforma en interés privado y de la élite.
A la vez, el interés privado –en el sentido cotidiano de la vida de cada uno–, por los riesgos que apareja, no quiere correr el riesgo de inmiscuirse en lo público ni en las expresiones de descontento y de su organización. En este último aspecto, uno no menor, en relación con quienes cuestionan de manera consecuente al establecimiento y demandan su transformación: la persecución, la cárcel, el exilio, la muerte. Así, la indiferencia por lo colectivo –diferente en aspectos con la abstención – les deja el camino libre a los políticos tradicionales para que se apropien del Estado, que es lo público.
De esta manera, entre despolitización y desinterés por la esfera pública, la escasa movilización a la hora de elecciones se obtiene prometiendo y explotando las necesidades que agobian a la mayoría de los votantes. Es un método que mueve la voluntad política de muchos ciudadanos hacia quien garantice poco o mucho, pero que sea efectivo. Así como el mafioso ‘apunta’, quehacer y método con nombre propio: clientelismo (1), el principal o uno de los principales motores del politiquero ejercicio electoral.
Ganar las elecciones, en uno y otro lugar, radica no en el dominio y la calificación de propuestas específicas, estructurales, sino en la posibilidad de hacer clientela –con nombramientos en puestos públicos, prioridad con acomodos de inversiones institucionales que favorecen a determinadas comunidades, entregas de claves para cotizaciones y licitaciones, etcétera–, clientela que, por su propio interés de permanecer en su puesto o recibir más beneficios directos de parte del jefe político, garantiza su factible reelección o la elección del candidato de su continuidad.
En nuestro país, sobre todo en concejos municipales y en el Congreso de la República, muchos son los ejemplos que pueden ilustrar la permanencia ininterrumpida de “ilustres hijos de la patria”, incluso sin una labor que en algo se destaque. Y, por su conducto, la apropiación –con interés relacionado con sus clientelas– de jugosas partidas presupuestales para departamentos, ciudades, institutos descentralizados…. También hay votos por temor o constricción, y amenazas (veladas o abiertas) provenientes de grupos de legales e ilegales.
La elección y la reelección de Álvaro Uribe, así como de sus candidatos en mayúsculo número de municipios y departamentos, ejemplifican a todas luces esta particularidad del “juego político” en Colombia. La Picota, en Bogotá, y otras cárceles en el resto del país –además de algunas localizadas en los Estados Unidos– guardan entre sus muros una parte del cómo y el objeto de justas, tardías y pendientes acusaciones.
Con pérdida y reemplazo de históricas fidelidades, se escruta en menor medida por el patroncito, por el señor, por el doctor, pero esa sumisión fue la constante fundamental durante dos terceras partes del siglo XX. Casi servidumbre. El artículo de Libardo Sarmiento en esta edición constata cómo esta característica de la cultura política nacional todavía se mantiene. E igualmente el dinero juega.
Desde el comienzo de las prácticas electorales en el país, se compra y se vende el voto: la necesidad económica así lo determina, como también la ausencia de identidad verdadera o de sustanciales intereses con uno u otro de los partidos –tradicionales. Al final, el voto negocio se impone. Con base en estas prácticas determinantes de la cultura política electoral, que han terminado por agrietar desde hace años la credibilidad en el propio sistema político y los partidos que lo sustentan, se fundamentan las elecciones del próximo 30 de octubre.
Brillarán por su ausencia los partidos abiertos a la participación constante –no sólo coyuntural de sus integrantes o de quienes tienen un acercamiento apenas puntual–, con soporte en estructuras horizontales y dinámicas ideológicas debatidas en congresos periódicos, abiertos a la veeduría ciudadana, movilizados en todo tiempo y circunstancia por los intereses prioritarios de la población, con rotación de su dirigencia, etcétera. Tampoco harán presencia las propuestas fundadas en el sentir mayoritario de la ciudadanía, iniciativas para concretar y no de simple excusa para reunir votos de desprevenidos ciudadanos que ‘ven’ en una u otra promesa esperanzas de cambio. ¿Cuántas veces han prometido esto? ¿Y cómo se gobierna? ¿Para quiénes?
La realidad es terca: somos “el país con más desigualdad en la región y uno de los más inequitativos del mundo” (2). ¿Cómo llegó este sitial de ‘honor’? ¿Cómo continúan las políticas públicas que lo permiten? ¿Qué dicen los grandes medios al respecto?
Son más los interrogantes que cada persona puede dirimir: ¿Cómo se sufre lo electoral en su municipio y su departamento? ¿Cómo se conserva el poder en éstos? ¿Qué papel juega el señor de la tierra? ¿Y cuál es el papel del industrial? ¿Cómo actúan los dueños de bancos, pero también los traficantes de drogas, así como los medianos propietarios?
Son aquellas unas tremendas puntadas de fieles radiografías de nuestra realidad política, de las prácticas y las formas de organización y participación social que no consideran las reformas políticas, las de ayer como las de hoy, pero que incluyen también aspectos de la crisis general, resumida como sistémica, de la cual es parte integral la crisis misma de la democracia representativa y que lleva a importantes grupos sociales a exigir “Democracia ya”.
La coyuntura de octubre servirá como un paso para que los sectores económicos que dominan el poder agudicen sus contradicciones, en busca de posicionarse mejor en los diferentes escenarios regionales, con la mira particular de imponer las formas y los énfasis productivos o financieros, con rango o en ascenso turbio, en la aplicación del modelo económico-político que más los beneficie, y cuya disputa por la hegemonía tendrá round fundamental en los comicios de 2014. Ante las debilidades del movimiento popular y de opción política democrática, esa es la dinámica coyuntural del poder, en la cual los hilos del clientelismo, de la prebenda entregada, de la esperanza en un puesto o una contratación, de apropiar un porcentaje del presupuesto nacional, jugarán a favor del poder. No es necesario, por tanto, que el Ejecutivo declare sus preferencias a través de los medios de comunicación. No. El sistema está aceitado y cumple casi por inercia sus propósitos. Por ello es falso lo dicho por la cabeza del gobierno en reciente declaración: “El Gobierno no tiene candidatos. Seremos, como debe ser, garantes imparciales” (3).
Es aquél un punto de dificultad y de coyuntura electoral que debiera servirles a los sectores hasta ahora subalternos, no sólo para ganar algunos escenarios puntuales en uno u otro territorio sino además para exigir y acumular fuerza a favor de cambios sustanciales dentro del ejercicio político. En primer lugar, potenciar una intensa movilización ciudadana por la dirección y el control de su propia cotidianidad –democracia directa–; en segundo lugar, facilitar la configuración de una alianza social por la negociación política del conflicto que nos agobia desde décadas atrás, que incluya a los movimientos sociales y sus propuestas de país –no sólo a los actores armados– como agenda indispensable a la hora de diseñar el país de todas y todos; y, en tercer lugar, ganar espacio para concretar rupturas en la cultura política nacional, materializadas en reformas en el régimen político mismo: avanzar en la acusación de los culpables de violaciones de la Constitución y los Derechos Humanos.
En esa ruta, resultaría preciso crear normas que castiguen la corrupción, entendida no sólo como favorecimiento directo o indirecto sino igualmente por estimular o favorecer, a través de leyes o normas del rango nacional, local o regional –con detrimento del bienestar colectivo–, a las empresas privadas. Por otra parte, es necesario castigar la mentira como soporte de la política, llevando al ostracismo al político que haga uso de ella; aplicar el voto programático periódico, es decir, la entrega de resultados de gestión –de acuerdo al programa registrado ante la ciudadanía– cada año y no simplemente al final de su mandato, para facilitar el castigo con inhabilidad para quien lo incumpla.
La coyuntura electoral es una oportunidad para proyectarnos sobre el futuro de nuestra sociedad, ocasión no aprovechable sin valorar en forma adecuada la crisis general del sistema. La democracia necesita nuevos aires, y los mismos reposan en una ciudadanía que no delegue sino que asuma como propio todo lo que es público.
1 De León Monsalvo, Alfredo, Penumbras y demonios en la política colombiana, Bogotá, Ediciones Desde Abajo, julio de 2011.
2 Palabras del presidente Juan Manuel Santos en la instalación de la Legislatura del Congreso de la República 2011-2012.
3 id.
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