Cañones y mantequilla
Francisco Cajiao
Hacen falta nuevas universidades, para no tener que inaugurar tantas cárceles.
Recuerdo mucho de mis estudios de posgrado el libro de Samuelson en el que veíamos los rudimentos de la economía. Hablando de las políticas públicas, si mal no estoy, recurría a un gráfico muy sencillo, en el cual se apreciaba cómo si una sociedad decidía comprar más cañones tenía que sacrificar una buena cantidad de mantequilla.
Dicho de otra manera, la disyuntiva es entre guerra y paz, soldados y profesionales, helicópteros y colegios... Es claro que toda sociedad requiere unas cosas y las otras. Lo que varía es la decisión sobre cuál debe prevalecer y qué debe sacrificarse. No es un misterio que en la última década el país optara por la guerra, los helicópteros, los soldados. Basta con ver la evolución del presupuesto nacional aplicado a estos rubros frente al que correspondió a la educación infantil, básica, superior, ciencia, tecnología, cultura...
No voy a discutir si el momento histórico lo exigía. Si la estupidez y anacronismo de las guerrillas lograron estos grandiosos objetivos sociales. Si la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico, los paramilitares requería un sacrificio adicional de la inteligencia.
Lo importante es que la agenda del Gobierno y la prioridad de la sociedad comienzan a oscilar de nuevo hacia la urgencia de civilización y civilidad. La guerra no es solo contra los grupos armados: pareciera que por fin se combate la corrupción, que, además del narcotráfico, financia toda clase de violencias y en especial la peor de todas que es la pobreza.
Y creo que nadie duda del valor civilizador de la educación, siempre y cuando ayude a promover las capacidades de los niños y jóvenes, en vez de perpetuar la inequidad. Pero esta condición aún no se aproxima a cumplirse. Mientras el Estado aporta un poco más de un millón de pesos por año para educar a un niño en un colegio público, en los privados pueden pagarse entre 10 y 20 millones por la educación de un estudiante de clase media o alta. Con estas cuentas la equidad no funciona.
A esto se sumaba la propuesta de llevar a la educación superior el lucro como estímulo para abrir nuevas universidades. Por fortuna se tomó la decisión de prescindir de esta propuesta. Aparte de la resistencia de rectores, profesores y estudiantes, debió influir en algo la situación de malestar social en Chile, donde estuvo en estos días el Presidente. Allí se está cocinando un proceso que no me extrañaría que desborde las fronteras del país austral y empiece a contagiar la región. Los adolescentes y los jóvenes piden educación de buena calidad. Así de simple. No son terroristas, son inteligentes.
Alguien ha debido recordar mayo del 68 en París. A lo mejor corrió la voz de que antes hubo una rebelión de jóvenes contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos. A lo mejor todavía hay quien recuerde la fuerza que pueden tener los jóvenes cuando deciden transgredir los preceptos del establecimiento: la historia registra la delgada línea entre la protesta, la fiesta y la violencia. Ya de esto se ocupó Bataille en su libro sobre el erotismo.
Lo importante ahora es que prescindir de una propuesta inoportuna no apacigüe la discusión central. Lo malo de esa propuesta no fue tanto su inconveniencia intrínseca, sino su poder para dejar al margen los aspectos más duros del debate. El punto central es que la universidad pública es insuficiente. Hacen falta nuevas universidades para no tener que inaugurar tantas cárceles. Son buenas las noticias de financiación de las que hay, pero deben crearse nuevas y deben controlarse muchas que son una estafa para los jóvenes. Esto, me parece, es lo que debe discutirse con proyecciones a diez y veinte años. A este plazo, ¿cómo será la relación de cañones y mantequilla?
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