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En la hora del conservadurismo
Octavio Rodríguez Araujo
El
triunfo de Ollanta Humala en Perú es el de alguien que se fue acomodando a las
exigencias del relativo y ambiguo centro-izquierda. Aunque varios de quienes lo
rodean son de izquierda, él intentó congraciarse incluso con el Opus Dei y,
desde luego, con los empresarios. Si se le identificaba con Hugo Chávez,
procuró acercarse más al estilo de Lula y logró al final apoyos emblemáticos
como el del liberal Mario Vargas Llosa, un antisocialista que escribe bien.
Se
le ha calificado de izquierdista, pero no lo es ni lo ha sido, salvo en un
sentido: izquierdas y derechas son relativas y cada una en relación con la
otra. Cuando ambas posiciones se ubican cercanas al centro es todavía más
difícil encontrar las diferencias. Por esto se habla de centro-izquierda y de
centro-derecha. Humala, visto en esta ecuación, sería de centro-izquierda, es
decir, como todos los candidatos y partidos electorales que se dicen de
izquierda, tanto en América Latina como en Europa.
Uno
de los matices distintivos entre el centro-derecha y el centro-izquierda es el
grado de intervención del Estado en asuntos de regulación del capital,
distribución de la riqueza por la vía fiscal, de inversiones y subsidios y, no
menos importante, de nacionalismo negociado tanto con las grandes potencias
como con los grandes capitales globales (imperialistas). Este matiz no es
secundario, es el principal campo de pelea entre ambas posiciones. Los
neoliberales, como su nombre fundacional lo indica, son enemigos acérrimos del
intervencionismo estatal y de una cierta regulación económica. El Estado, para
ellos, sólo se debería preocupar por ciertos servicios que no son rentables
para los capitalistas, de proveer la fuerza (policiaca y/o militar) cuando sus
intereses están en riesgo y de brindarles todas las facilidades imaginables
para sus inversiones, salvo cuando éstas entran en conflicto por la lucha de
hegemonías en el mercado. Para los neoliberales, asimismo, el gobierno debería
ser algo más parecido a una presidencia municipal o una gerencia que la
materialización de un Estado que vele por todos aunque tenga hijos consentidos.
Es
así que cuando hablamos de izquierdas en los últimos años, y particularmente de
izquierdas electoralmente competitivas, en realidad hacemos referencia al
centro-izquierda, una posición compatible con muchos, tanto por ser más
incluyente que las verdaderas izquierdas y porque sus posiciones traslapadas en
varios rubros con el centro-derecha satisfacen al conservadurismo generalizado
de nuestras sociedades mayoritarias. Nótese que las diferencias de votos del
centro-derecha y el centro-izquierda, sobre todo en donde existe el sistema de
dos vueltas en las elecciones (pero no exclusivamente), es de unos pocos puntos
porcentuales: 40 y tantos contra 50 y tantos, es decir casi mitades del
electorado.
Ese
conservadurismo de la población, que con frecuencia se niegan a ver los grupos
voluntaristas de los extremos del espectro partidario, es el que ha permitido
que en Gran Bretaña la población votara varias veces por Margaret Thatcher, en
Argentina por Carlos Saúl Menem, en Perú por papá Fujimori, en México por Fox,
en Alemania por Angela Merkel, en España por Aznar y, recientemente, en las
municipales y las autonómicas, por su partido el Popular, etcétera. Y, cuando
no votan por el centro-derecha, entonces lo hacen por el centro-izquierda, muy
poco diferenciado de sus adversarios.
A
los gobiernos de centro-izquierda, a falta de un adjetivo mejor, se les ha
denominado progresistas, que es una expresión cómoda pero imprecisa en muchos
sentidos. Aceptemos, sin embargo, que son progresistas; que Hugo Chávez, Dilma
Rousseff, Cristina Fernández, Rafael Correa y Evo Morales son presidentes
progresistas en América Latina, así como Rodríguez Zapatero (¡ups!), Yorgos Papandreu,
Dimitris Christofias y Borut Pahor en Europa. Empero, en el viejo continente el
Partido Socialista Obrero Español será sustituido, si nada cambia, por el
derechista Partido Popular; el Partido Socialista de Portugal, con José
Sócrates a la cabeza (otro socialista neoliberal), ya perdió el pasado 5 de
junio frente al derechista Pedro Passos Coelho del Partido Social Demócrata (de
derecha, a pesar del nombre), y así el resto de Europa. Todos éstos y también
Humala, aunque sea calificado como izquierdista, han planteado la recuperación
de la confianza de los mercados. Tal vez en lo que se nota diferencia es que
los de derecha y centro-derecha proponen reducir el gasto público y los
progresistas no (intervención del Estado en la economía).
Así
las cosas, los conservadores ganan terreno, a pesar de los movimientos sociales
que han estallado en los últimos meses, incluso en el norte de África. El de
los indignados, pese a haber sido noticia, está haciendo agua precisamente
por su heterogeneidad y falta de precisión en sus demandas. El gran problema de
los movimientos sociales es, por un lado, la falta de organización y dirección
política (contra las que normalmente se expresan) y, por el otro, la inmediatez
de muchas de sus demandas. No quiero decir que no sean justas y atendibles sus
demandas, que sí lo son, sino que su heterogeneidad y falta de dirección
política los lleva a difuminarse hasta quedar en el recuerdo de las luchas
heroicas que la sociedad, espontáneamente (con o sin comillas), emprende por diversas
razones, incluida la desesperación (que no es para menos, sobre todo en el caso
de España, con tantísimos desocupados). El otro problema de los movimientos
sociales es que son minoritarios. Tal vez por esto es que en México López
Obrador insiste en organizar a la población, no sólo para que defienda el voto
en 2012, sino para que presione por los cambios que el país necesita
urgentemente, gane quien gane el año que entra.
En
este contexto, el triunfo de Humala en Perú deberá verse como una victoria del
centro-izquierda, aunque sus diferencias con el centro-derecha sean
relativamente pocas. Pero estas diferencias, en momentos de definiciones
políticas tan difusas y traslapadas, son muy importantes. Los cambios, si le
hacemos caso a la historia, son graduales. Quizá nos debamos acostumbrar. Las
revoluciones, que parecen fuera de moda en estos momentos, entre otras razones
por el conservadurismo social generalizado, no resultaron ser lo que sus
promotores quisieron. Y esto cuenta en el imaginario colectivo.
Me
apresuro a expresar mi disgusto porque las opciones sean por lo menos peor y
no por lo mejor. ¡Cómo añoro los tiempos en que podíamos ser maximalistas y
radicales sin parecer ingenuos!
http://rodriguezaraujo.unam.mx
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/09/opinion/026a2pol