Egipto, contagio explosivo
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La Jornada
En el contexto del denominado Día de la Ira, miles de egipcios se manifestaron en las principales ciudades de ese país para exigir la dimisión del presidente Hosni Mubarak –quien encabeza, desde hace tres décadas, un régimen dictatorial, corrupto y violador de los derechos humanos–; en demanda de la derogación de la Ley de Emergencia , vigente en el país desde 1981 –que permite detenciones arbitrarias y que ha sido usada para reprimir cualquier voz discordante con el régimen–, y en reclamo por la violencia policial, el desempleo, el aumento de los precios y los bajos salarios. El saldo preliminar por el intento de disolver las movilizaciones es de tres muertos: dos manifestantes en Suez (noreste) y un policía en El Cairo.
Con esto, ha quedado de manifiesto la velocidad con que se han extendido hacia otra nación del mundo árabe las revueltas originadas en Túnez desde hace más un mes (las cuales provocaron la caída de Zine Abdine Ben Ali el pasado 14 de enero). En efecto, aunque los disturbios y el descontento en el país magrebí distan de haberse disipado, el entorno de explosividad política y social ha contagiado a Egipto, país que, al igual que Túnez, presumía de gozar de cierta estabilidad interna, pero en el que también se conjugan el hartazgo hacia un gobierno autocrático y represor, así como la desesperación popular por los efectos nefastos de la globalización económica.
Fuera de esos rasgos comunes, el caso egipcio reviste particularidades que potencian su impacto internacional: a diferencia de Túnez, que es la nación más pequeña del norte de África, Egipto es el país más poblado del mundo árabe –con unos 80 millones de habitantes– y el que cuenta con el ejército más grande; tiene una posición geográfica estratégica –entre los continentes africano y asiático y entre los mares Rojo y Mediterráneo–, y tiene una ruta clave para las comunicaciones y el aprovisionamiento energético de Europa: el canal de Suez. Otra diferencia sustancial es que, mientras en Túnez no existe prácticamente oposición islámica –la cual fue reprimida a conciencia por el gobierno de Bel Ali–, en el contexto de las movilizaciones en Egipto ha sido clara la participación de los Hermanos Musulmanes, partido ortodoxo sunita que constituye la principal oposición al régimen, considerada la formación inspiradora del grupo palestino Hamas, y que representa, en consecuencia, uno de los principales factores de preocupación para las naciones occidentales.
Pero acaso el matiz más importante es que, si bien Ben Ali era considerado un aliado de Occidente en la región, su gobierno no tuvo el peso geoestratégico que reviste, para los intereses de Washington y sus aliados, el régimen de Egipto. En efecto, a partir de la firma de los acuerdos de Campo David, en 1979 –con los que se puso fin al conflicto con Israel–, y bajo los regímenes de Anwar al Sadat y el propio Hosni Mubarak, El Cairo se ha erigido en el segundo mayor receptor de ayuda exterior estadunidense, sólo por detrás de Tel Aviv, con un promedio de alrededor de 2 mil millones de dólares anuales en asistencia económica y, sobre todo, militar. La posición de Egipto como aliado privilegiado de Estados Unidos en la región ha continuado bajo la administración de Barack Obama, quien incluso eligió ese país para pronunciar, al inicio de su administración, su célebre discurso de acercamiento al mundo musulmán, acaso sin tomar en cuenta que el régimen de El Cairo ha gravitado como contrapeso para la desarticulación de los afanes de unidad que florecieron hace medio siglo entre los gobiernos árabes, y que ha colaborado con Tel Aviv en el férreo bloqueo que ese gobierno mantiene en la martirizada franja de Gaza.
Ayer mismo, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, dio una nueva muestra de la doble moral característica de Washington, al afirmar que nuestra impresión es que el gobierno egipcio es estable. Sin embargo, ante revueltas como las ocurridas en Túnez y Egipto, la lección inexorable para las diplomacias occidentales, la estadunidense en primer lugar, es que deben revisar a fondo y corregir la práctica diplomática de brindar apoyo a regímenes tiránicos a cambio de alineamiento a sus intereses geopolíticos: si esa fórmula inmoral resultó conveniente para Washington y sus aliados en algún momento, hoy es claro que es insostenible y contraproducente, y que obstaculiza las perspectivas de democratización pacífica no sólo en el Magreb y en el norte de África, sino en todo el mundo.
Editorial de La Jornada, México, enero 26 de 2010