La dignidad de los pueblos
Por: William Ospina
YA SERÍA GRAVE QUE LOS DUEÑOS DE dos casas vecinas se trataran como suelen tratarse los presidentes de Colombia y de Venezuela.
El problema no consiste en que tengan diferencias ideológicas, maneras muy distintas de mirar y de entender la política. Lo alarmante es que no parecen capaces de manejar con ecuanimidad esas diferencias, y cada cierto tiempo terminan enzarzados en discusiones agrias e inútiles, que no permiten ahondar en el manejo razonable de sus desacuerdos, sino que más bien lesionan la dignidad de sus cargos y constituyen un ejemplo perverso para dos países que si algo necesitan son pautas de civilidad y de civilización.
Los líderes políticos tienen deberes más complejos y delicados que el resto de los ciudadanos. Tenemos que exigir de ellos mucho más de lo que exigimos de cualquier interlocutor. Los estadistas tienen el deber sagrado de ser más contenidos, más reflexivos y más prudentes que cualquier otra persona. No por responder a la habitual hipocresía del lenguaje diplomático; no por guardar las apariencias; ni siquiera por conservar eso que publicistas y periodistas llaman “la buena imagen del país”. Sino por razones más graves y trascendentales: porque sus manos concentran un poder inmenso, que no se reduce al manejo del tesoro público y al mando sobre las armas de la nación, sino porque ese poder incluye la responsabilidad por la vida y la tranquilidad de millones de seres humanos.
Un individuo al que la comunidad ha investido como su representante, administrador, y vocero en los foros internacionales, debe responder ante sus ciudadanos por cada paso en falso, por cada decisión onerosa para los intereses de su pueblo, por toda alarma que desajuste los mercados, por toda señal que ponga en peligro a algún segmento de la sociedad; por las innumerables y no siempre calculables consecuencias que puedan tener una palabra mal pensada, un gesto equívoco, una decisión intempestiva.
¿Saben esto nuestros gobernantes? ¿Les duele el destino de quienes se ven afectados, no sólo por sus políticas, sino por sus improvisaciones y sus reacciones inmaduras? A veces no dejan la sensación de adultos responsables sino de unos rústicos irreflexivos y coléricos. Ya varias veces en los últimos años Colombia y Venezuela han estado a punto de estallar en graves hostilidades, y ello ha correspondido a los dos gobiernos más prolongados que hayan tenido recientemente nuestros países.
Lo que en verdad se mide en esos escenarios internacionales, donde nuestros gobernantes no dirimen sus querellas sino que descargan sus desconfianzas, frustraciones y rencores, no es apenas lo que sienten por sus interlocutores, los estadistas de las otras naciones, y por los pueblos a los que esos gobernantes representan, sino lo que sienten hacia sus propios ciudadanos.
A mí me avergüenza como colombiano que el gobierno de mi país no se comporte frente al mundo con la dignidad, la altura y la grandeza que el país merece. Comprendo dolorosamente que es la indignidad de unos gobiernos que no se hacen admirar y a veces ni siquiera respetar del mundo, la causa de que los ciudadanos tengamos que cruzar las fronteras como parias, pidiendo perdón por respirar, y vacilando en mostrar un documento que debería ser motivo de orgullo y admiración, que debería ser, como su nombre lo indica, un pasaporte.
Pero es que la causa de que muchas veces no nos respeten al cruzar las fronteras, al entrar en tierras distintas, no es, como suele pensarse, la pobreza, la violencia, o la marginalidad. Las gentes de la India o de Cuba pueden ser más pobres, Italia, Japón y Rusia tienen también mafias poderosas, México y Brasil pueden ser países tan violentos como el nuestro, pero no tienen que soportar el desprestigio y el estigma que padecen los colombianos en su deambular por el mundo. Es que esos países tienen una larga tradición de dignidad, gobiernos que no se rebajan a comportarse como rufianes en los escenarios de la alta política.
Yo tengo un consejo para Álvaro Uribe mientras siga siendo presidente de nuestro país: uno no se hace respetar por su capacidad de gritar y de desafiar, sino por la grandeza con que gobierna, la lucidez con que piensa y la serenidad y la ecuanimidad con que reacciona. Para las relaciones entre países existe, hace mucho, el Derecho Internacional. Es una peligrosa infantilidad olvidar la grandeza del cargo que se ostenta, y poner permanentemente a un país no sólo en peligro de guerra y de crisis comercial, sino en la picota de la irrisión y del irrespeto. Ni siquiera en las riñas entre adolescentes es aconsejable ese torpe abandono a las emociones más primitivas. Pero si no se comporta con grandeza en esos foros por respeto a sí mismo, hágalo al menos por respeto a la dignidad que le ha sido conferida, por respeto a la grandeza irreductible del pueblo que lo eligió.
Y lo mismo le digo al presidente de Venezuela.