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FORMACIÓN DE CUADROS




La Mujer en el camino de su Emancipación Parte X:
Carmen Jiménez Castro

Editorial Contracanto
libro publicado en abril de 1987
4. Polarización del movimiento femenino (1873-1931)
4.1 La burguesía y la cuestión femenina
En España, al igual que en resto de los países de Europa, el desarrollo del capitalismo y la incorporación de la mujer a la producción social van a ser los factores que creen las condiciones para la aparición del movimiento femenino. Ahora bien, dado nuestro propio desarrollo histórico, el proceso va a tener unas características peculiares.
Las primeras ideas acerca del problema de la mujer, no aparecerán en España hasta mediados del siglo XIX; este retraso, con respecto a los países de Europa, está motivado por el tardío desarrollo industrial de España y, por tanto, por la tardía incorporación de la mujer a la producción. No podemos olvidar que, en esta época, España seguía siendo un país semifeudal, con una economía fundamentalmente agrícola, lo que conllevaba la supervivencia en la sociedad de las ideas más reaccionarías y oscurantistas. Por otra parte, el fracaso de la revolución burguesa supuso un freno para el desarrollo industrial y económico e impidió la ruptura con las trabas feudales que aprisionaban a la sociedad, lo que tuvo una gran incidencia en el desarrollo del movimiento femenino. Es cierto que, con la proclamación de la I República, en 1873, se habían creado las condiciones para la formación y desarrollo de ese movimiento, pero su fracaso cortó para siempre esa posibilidad.
Así, la burguesía industrial republicana, al igual que no pudo mantenerse en el poder y realizar la revolución burguesa que tanto necesitaba el país, perdió también su oportunidad en el terreno de la mujer. Las mujeres de esta clase hicieron gala de una gran debilidad en lo que al tema de la mujer se refiere y fueron incapaces de desarrollar un movimiento feminista.
Como consecuencia de esta debilidad de la burguesía, en España, sólo las organizaciones obreras pertenecientes a la I Internacional, que habían sido fundadas en 1868, fueron capaces de dar una alternativa al problema de la mujer; por tanto, la cuestión femenina y sus reivindicaciones, quedaron en manos del proletariado desde los primeros momentos.
Esta situación conferirá al movimiento femenino en España una de sus características más peculiares: su polarización. Por un lado, y para impedir la incorporación de la mujer a la lucha revolucionaria y para conservar las tradiciones más negras, las clases dominantes y la Iglesia van a crear toda una serie de organizaciones y sindicatos católicos, con los que tratarán de canalizar y desviar las aspiraciones de emancipación de la mujer por los derroteros de la sumisión, a través del paternalismo y la beneficencia. Al margen y en lucha contra estas concepciones reaccionarias, el movimiento femenino -en manos del proletariado- va a ir aglutinando a un número cada vez mayor de mujeres que ven en la lucha junto a sus compañeros de clase la única solución a sus problemas.
La cuestión femenina, planteada desde la posición de la burguesía, nunca se va a configurar en nuestro país como un verdadero movimiento de las características de las sufragistas europeas o norteamericanas. Únicamente van a surgir casos aislados de mujeres que plantean el problema desde posiciones vacilantes, muy tímidas e impregnadas de todos los prejuicios que reinaban en la sociedad. A pesar de que el conjunto de sus objetivos y planteamientos era muy limitado y, en muchos aspectos, con marcados tintes reaccionarios, tuvieron una importancia en su época y despertaron muchas incomprensiones y protestas, incluso entre las propias mujeres de su clase, ya que sus planteamientos rompían, en alguna medida, con las costumbres y normas impuestas por la moral clerical de la época.
Mientras el feminismo europeo llevaba ya mucho tiempo luchando por conseguir el derecho al trabajo -como forma de proporcionar a la mujer la independencia económica- y por conquistar unos derechos políticos que las pusieran en mejores condiciones de igualdad con los hombres de su clase, en España, las escasas mujeres burguesas que dejaron oír su voz se limitaban, fundamentalmente, a reivindicar el derecho a la instrucción. Sólo la revolución burguesa podía haber acabado con los prejuicios de la burguesía española respecto al trabajo, actividad que consideraban propia sólo de las clases más bajas. Este prejuicio afectaba especialmente a las mujeres y les impedía comprender la fuerza liberadora de una reivindicación tan necesaria como ésta; de ahí que, para estas mujeres la reivindicación esencial fuera la educación, porque veían que, a través de ella, la mujer iba a ocupar el puesto que le correspondía en la sociedad, mientras que el derecho al trabajo sólo constituía una necesidad para la subsistencia, pero en ningún momento un medio para la emancipación.
En el panorama socio-cultural español de mediados del siglo XIX, la reivindicación del derecho a la educación y la instrucción era justa y progresista. Ahora bien, las mujeres burguesas sólo reivindicaban este derecho para las de su clase; de hecho, nunca tuvieron en cuenta a las mujeres del pueblo trabajador quienes, en la práctica, no necesitaban liberarse de su ignorancia para acceder a los trabajos duros, embrutecedores y alienantes que la sociedad les tenía reservados. Las escuelas, eran lugares reservados exclusivamente a los miembros de las clases altas y media y, en ellas, las mujeres sufrían una total discriminación; la Universidad y los niveles superiores de enseñanza les estaban totalmente vedados (Concepción Arenal, por ejemplo, para asistir a algunas clases en la Universidad -no para estudiar en ella, algo que era completamente imposible-, tuvo que recurrir a varios subterfugios, entre ellos, el de disfrazarse de varón); a esto, se añadía la orientación dada a la reducida y minoritaria enseñanza que recibían, cuyos ejes eran las prácticas piadosas, las labores propias de su sexo y algún que otro complemento como baile, piano, etc.
En una situación como ésta, el mero hecho de instruir intelectualmente a la mujer parecía ya un acto revolucionario que provocaba serios recelos y fuertes resistencias; yeso cuando, en un principio, los objetivos que se proponían eran sumamente limitados. Así lo demuestra, por ejemplo, la meta que se proponían alcanzar las llamadas Conferencias Dominicales para la Educación de la Mujer, celebradas en 1868: convertir a la mujer en eficaz ayuda del esposo, hacerla buena educadora de sus hijos y permitirle influir en la sociedad por medio de la religión, las buenas costumbres y la urbanidad (37). Estas Conferencias fueron el primer paso en favor de la educación de la mujer; a raíz de ellas, se crearon la Escuela de Institutrices (1869) y la Asociación para la Enseñanza de la Mujer (1870). Muy lentamente, se va dando una evolución en los objetivos; se pasa, de intentar conseguir el reconocimiento del derecho de la mujer a la instrucción, a luchar por conseguir una igualdad con el hombre en los grados y en el contenido e incluso, más adelante, a exigir el derecho a poder ejercer todas las profesiones estudiadas. De esta forma, las mujeres de la burguesía no sólo defendían su derecho a satisfacer sus necesidades culturales, sino también que, en caso de tener que acceder a un puesto de trabajo, pudieran hacerlo de acuerdo a su estrato social; para ello, necesitaban una preparación y cualificación previas.
Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán son lo más representativo de lo que, en sus orígenes, el feminismo burgués ha dado de sí en nuestro país. Tendrán que transcurrir algunos años para que aparezcan unas ideas feministas más avanzadas, como fruto de un mayor desarrollo del capitalismo. Es precisamente en Cataluña, donde estas ideas son difundidas por Leonor Serrano.
4.2 La incorporación de la mujer al trabajo
Durante el siglo XIX, los porcentajes de incorporación de la mujer al trabajo son muy bajos; a fines de siglo, tan sólo representaban el 18 por ciento de la población activa. Esta incorporación femenina viene determinada por la escasa industrialización del país en esta época. Este mismo hecho va a determinar los sectores productivos donde se concentra, preferentemente, la mano de obra femenina; serán la agricultura y el sector servicios donde, a fines de siglo, se dan los mayores porcentajes que se pueden situar, para la primera actividad, en más de la mitad de la población activa femenina y, para la segunda, en un 28'4 por ciento de las que el 24'3 por ciento corresponden al servicio doméstico; el resto se distribuye entre transporte, comercio y profesiones liberales. En la industria, las mujeres sólo representan el 13'24 por ciento -en este porcentaje están incluidas también las mujeres que trabajan en las minas, en las canteras y en la construcción-. El trabajo en minas y canteras se da, sobre todo, en las zonas de Galicia y Asturias y, en la mayoría de los casos, las mujeres acuden a ellos no como obreras asalariadas, sino como ayuda al padre o al marido.
La incorporación de la mujer a la industria es de vital importancia para su toma de conciencia. Sin embargo, en España, el número de obreras fabriles va a ser siempre muy minoritario y se va a concentrar en ramas como el textil, tabaco, alimentación, vestido y tocado. Esto es lógico, dada la necesidad de la sociedad capitalista de que la mujer pueda seguir desarrollando la segunda jornada de trabajo. Por ello, su acceso a otras ramas industriales como la fabricación de armas o la siderurgia (en general, a toda la industria pesada) va a ser extremadamente minoritaria. Por otra parte, la incorporación de la mujer al trabajo no va a seguir una línea ascendente. En 1930, por ejemplo, el número de trabajadoras es de un 12'3 por cien del total de la población activa, cifra sensiblemente más baja que a finales del siglo XIX. El origen de este descenso hay que buscarlo en la agricultura (en 30 años, el número de mujeres ocupadas en esta rama descendió en más de 500.000), y si bien en la industria y en el sector servicios aumentó la mano de obra femenina, no lo hizo lo suficiente como para producir una compensación. Sólo la I Guerra Mundial y la posición de neutralidad mantenida por España van a favorecer la demanda y, por tanto, la recuperación de los porcentajes de empleo femenino. Sin embargo, este fenómeno será transitorio y, al término de la contienda, se vuelve a las cotas originales. Este hecho no es extraño, dado que la mano de obra femenina siempre ha formado parte del ejército industrial de reserva a quien se emplea o se despide según las circunstancias lo requieran.
Entonces, la explotación de la clase obrera era bestial; las jornadas laborales oscilaban entre las 15 y las 16 horas, los salarios eran de miseria y las condiciones de trabajo verdaderamente infrahumanas; en el caso de las mujeres, esta situación se agravaba ostensiblemente. Los salarios de las trabajadoras oscilaban entre la mitad y la tercera parte de los recibidos por los varones, y esto por dos motivos: un mismo trabajo se remuneraba peor si lo realizaba una mujer; además, generalmente, estaban empleadas en las actividades menos cualificadas y, por tanto, peor pagadas. Sin embargo, en la duración de la jornada no había diferencia alguna; tampoco existía ningún tipo de protección para la maternidad. A todo esto hay que unir las condiciones de las viviendas, que tampoco van a ser mejores. El proletariado fabril se concentra en la periferia de las grandes ciudades; las casas son pequeños cuartos en donde se hacinan varias familias que carecen de los servicios mínimos como agua, luz eléctrica, ventilación... Son barrios donde la miseria se refleja en todas partes.
Las mujeres, tras un extenuante horario laboral y en unas condiciones verdaderamente deplorables, tenían que proseguir su segunda jornada en una situación muy dura, lo que reducía, sensible y peligrosamente, sus fuerzas para poder garantizar el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos. No obstante, al ser aún muy minoritario el número de mujeres trabajadoras, la reposición de la fuerza de trabajo quedaba asegurada en su conjunto. Por otra parte, el desarrollo industrial de nuestro país, al ser tan tardío, coincide con el desarrollo del movimiento obrero, con lo que las luchas obreras van a empezar a frenar esta voraz explotación capitalista. En 1900, se promulga una ley reglamentando el trabajo de mujeres y niños; en ella se establecía para las mujeres una jornada máxima de 11 horas, se reglamentaba el descanso de la obrera-madre durante tres semanas por parto y la dedicación de una hora diaria para la lactancia durante la jornada laboral. Esta ley, conseguida tras numerosas luchas obreras, en medio de una grave crisis económica y de una situación interna del régimen muy precaria, permanecerá en parte incumplida.
La rama industrial que concentre mayor número de trabajadoras va a ser el textil por ser el primer sector que se mecanizó; por tanto, la fuerza física ya no es un factor determinante; todo el trabajo se reducía a movimientos mecánicos y sencillos, capaces de ser realizados perfectamente por mujeres y niños. Los empresarios, en el período de acumulación del capital, estaban ávidos de mano de obra barata, de fácil explotación y que les suministrara sustanciosos beneficios. En consonancia fueron sustituyendo en esta rama, progresivamente, a los hombres por mujeres y niños quienes, por el mismo trabajo, recibían salarios mucho más bajos. Desde la segunda mitad del siglo XIX, se crean numerosas fábricas textiles en diversos puntos del país y la obrera textil se convierte en el prototipo de la trabajadora fabril. Esta industria adquiere su mayor desarrollo en la zona de Cataluña. En 1905, por ejemplo, en Barcelona, el 28 por ciento de la clase obrera son mujeres. El proceso de industrialización de esa zona abarca las comarcas del litoral, las grandes ciudades y, sobre todo, las regiones fluviales montañosas donde, antes de la I Guerra Mundial, se concentra entre un 70 y un 80 por ciento de la industria algodonera catalana. En estas empresas, el porcentaje de mujeres es muy elevado -entre el 70 ó el 75 por ciento-, ya que los hombres se dedican a las faenas agrícolas, al cuidado del ganado o a la minería.
Los talleres textiles se caracterizan por sus reducidas dimensiones, por el hacinamiento de máquinas y obreras, por la falta total de ventilación, de iluminación... motivo de múltiples enfermedades que, en muchos casos, originaban muertes prematuras.
En los Informes presentados en 1885 sobre el trabajo de la mujer y los niños en el textil, Luis Aner dice: Lo general es que sean muy malas -las condiciones higiénicas-, pues teniendo que cerrar sus ventanas tanto en invierno como en verano, por exigirlo, según dicen, la hilatura y la maquinaria, es el caso que la atmósfera viciada por el polvo y las emanaciones de los aceites y de tanto cuerpo humano allí hacinado se hace tan insalubre que da origen a muchas desgracias en mujeres encintas y niños de corta edad... La permanencia prolongada en tal ambiente, las posturas forzadas a que obligan algunas tareas -casos de las tejedoras-, la inhalación continua del polvillo desprendido de ciertas materias como el algodón, el permanente contacto con agua saturada de detritus, caso de las limpiadoras de capullos de seda, etc., habían de resultar patológicas y así era. Las trabajadoras textiles padecían con frecuencia inflamaciones y ulceraciones crónicas de la mucosa pulmonar que, en ocasiones, ayudadas por una deficiente alimentación, degeneraban en tuberculosis; las remalladoras habían de retirarse a los 40 años obligadas por la pérdida de visión que les ocasionó su labor y con frecuencia torcidas por la incómoda postura que habían de adoptar; las sederas sufrían desequilibrios nerviosos por la atmósfera caldeada del taller; las hilanderas verán afectadas las manos por una especie de sarna que lleva su nombre, etc. En fin, cada oficio tenía su enfermedad propia, derivada de las condiciones antihigiénicas en que se llevaba a cabo (38).
El segundo sector que va a contar con mano de obra mayoritariamente femenina es la elaboración del tabaco. Después de la obrera textil, la cigarrera es el tipo más representativo del proletariado femenino. Emilia Pardo Bazán las describe así: Vestida con [su] traje clásico; el mantón, el pañuelo de seda para las solemnidades, la falda de percal planchada y de cola... siempre pronta a la burla, escéptica, capaz de armar camorra... dejarse conmover... [cuya presencia] en los movimientos populares tiene gran importancia, [cuyas huelgas] son temibles para los poderes públicos [porque] el pueblo va siempre con ellas (39).
Ciertamente, una de las características de este monopolio estatal va a ser el alto grado de combatividad de sus trabajadoras, fruto de la ausencia casi absoluta de obreros, lo que las convertía en las únicas defensoras de sus intereses frente a la Arrendataria. También influía el hecho de que todas las fábricas tenían el mismo patrón, lo que facilitaba una mayor unidad entre las trabajadoras a la hora de plantear sus reivindicaciones. Este fue el motivo, precisamente, de que los salarios en este sector fuesen más altos que los del resto de las trabajadoras fabriles. Sin embargo, las condiciones laborales eran muy similares a las del textil. Los límites fijados para las jornadas eran violados constantemente; a ello contribuía el carácter de trabajo a destajo que imperaba. Los locales carecían de las mínimas condiciones de seguridad, higiénicas y de salubridad. La falta de ventilación impedía la eliminación del polvo, desprendido del tabaco, que se iba acumulando en la atmósfera y causaba muchas enfermedades pulmonares.
Otra modalidad de trabajo con mano de obra primordialmente femenina es el trabajo a domicilio. En las ciudades existían verdaderas legiones de trabajadoras manuales en sus domicilios; miles de costureras, guanteras, bordadoras, sombrereras, encajeras... Este tipo de trabajo se caracteriza porque es la forma más leonina y bestial de explotación que puede sufrir un trabajador. Las jornadas laborales son indefinidas, ya que se las impone el propio trabajador para poder sacar un mínimo jornal; los salarios -por piezas-, son inferiores en un 60 por ciento a los de una obrera fabril; además, con un único salario se explota, en muchas ocasiones, la fuerza de trabajo de toda la familia.
Por su parte, el capitalista obtiene inmensos beneficios. A los bajos salarios, se le une que no tiene que invertir en maquinaria, ni en edificios, ni en electricidad... todo ello, corre a cargo del propio trabajador. Esta explotación bestial sólo es posible porque el trabajo a domicilio impide la organización y la unidad de los trabajadores para defender sus reivindicaciones.
A este tipo de trabajo acudían las obreras obligadas por las necesidades familiares, ante el descenso de los salarios masculinos; pero, también, mujeres pertenecientes a la pequeña burguesía, hijas y esposas de funcionarios modestos, de empleados, de empresarios arruinados que se veían obligadas a aumentar el sueldo del cabeza de familia. Preferían el trabajo a domicilio, antes que cualquier trabajo fuera de casa por la deshonra que suponía para ellas el poner en evidencia el descenso de su nivel de vida.
El trabajo a domicilio está muy ligado a la industria y, de hecho, nace como consecuencia de ella. Ahora bien, en el primer cuarto del siglo XX, pervive otro sistema domiciliario de tipo preindustrial, que se localiza en las zonas rurales y que cuenta con una ocupación femenina importante; así, por ejemplo, en Galicia, Asturias y León, numerosas mujeres tenían telares en sus casas; en Mallorca se daba la manufactura del calzado y en Alicante, Castellón y Murcia, la alpargatería.
Dentro del sector servicios, las tres cuartas partes de las trabajadoras estaban empleadas en el trabajo doméstico. Para otras profesiones encuadradas en esta rama, se requería una mínima instrucción y, por lo tanto, sólo podían acceder a ellas mujeres de la clase media. Pero, entre ellas estaban muy arraigadas aún las concepciones, según las cuales, el trabajo es degradante. Por eso, en su mayoría, sólo aspiraban a casarse. Esta situación no variará en mucho tiempo, si bien se dan algunos pasos en el sentido de abrir las puertas a la mujer en trabajos anteriormente prohibidos, tales como el Cuerpo de Telégrafos y Correos, el Metro o la Compañía Telefónica.
En la agricultura, por último, aunque trabajan muchas mujeres, la mayoría lo hacen en la propiedad familiar. En el Norte, las mujeres labran, aran, cultivan, recogen la cosecha, cuidan el ganado... pero como un miembro más de la familia y dentro de su propiedad.
En las zonas campesinas donde predomina el latifundio, la mujer trabaja como jornalera en las temporadas. En 1906, se calcula que había 718.000 mujeres trabajando en el campo como asalariadas. Las labores que realizan son las mismas que los hombres, pero -siguiendo la tónica general- sus salarios son bastante más bajos.

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