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FORMACIÓN DE CUADROS

III. FORMACIÓN DE CUADROS

La Mujer en el camino de su Emancipación Parte IX:
Carmen Jiménez Castro
Editorial Contracanto
libro publicado en abril de 1987
3.3 El nuevo movimiento feminista
Una vez terminada la I Guerra Mundial, miles de mujeres fueron expulsadas de la producción y devueltas al hogar para que los hombres, que volvían de la guerra, ocuparan nuevamente sus puestos de trabajo. Los capitalistas renunciaron a la utilización de la fuerza de trabajo femenina ya sus sustanciosos beneficios, ante el temor de que el desempleo masivo agudizara aún más la marea revolucionaria que la guerra y el ejemplo de la Revolución de Octubre, habían provocado.
En la mayoría de los países capitalistas, bajo las presiones revolucionarias que les sacudían, la burguesía se vio obligada a ceder en algunos terrenos. A la mujer, en concreto, se le concedió el derecho al voto y la posibilidad de participar en los asuntos del estado; también se reformó el código del matrimonio y el derecho relativo a la herencia. En este conjunto de reformas estaban ya contenidas las principales reivindicaciones del movimiento feminista y, sin embargo, la situación de la mujer no había cambiado. El reconocimiento de estos derechos en el capitalismo no la liberaron de la dependencia de su marido ni, por supuesto, de la explotación capitalista, causa determinante de su situación.
La burguesía, como clase, había llegado a una etapa en la que ya había realizado cuanto de progresista podía realizar. El sistema capitalista entraba en su fase de decadencia y reacción y, frente a él, se abría una nueva época iniciada con el triunfo de la revolución proletaria en Rusia y el avance del socialismo, ante lo que, la burguesía de todos los países se apresuró a cerrar filas.
El movimiento feminista, como representante de los intereses de la burguesía, tampoco iba a escapar a este fenómeno; ya había conseguido todo lo alcanzable dentro del sistema capitalista y, ahora, se encontraba en un callejón sin salida. A partir de ese momento, sólo las organizaciones revolucionarias podían indicar el camino a las mujeres trabajadoras. El movimiento feminista entró en un prolongado letargo. Sus posiciones iban teniendo tintes cada vez más reaccionarios y se verá reducido a una corriente marginal, aunque no llegará a desaparecer, porque su existencia es la manifestación real de la situación opresiva que sufren las mujeres de las clases medias y de la pequeña burguesía en la sociedad yen la familia, pero su carácter de clase las llevará inevitablemente a plantear los problemas de forma unilateral, exaltando ciertos aspectos y ocultando otros; eso sí, siempre evitando buscar las causas de esta opresión en el tipo de sociedad. Una clara muestra de esto va a ser el nuevo surgimiento del feminismo bajo la consigna de liberación sexual de la mujer. El problema fue planteado en base a las formas autoritarias de relación sexual, mitificándolo hasta convertirlo en la causa de todos los males que padece la mujer; para ello tuvieron que ocultar un hecho fundamental: que el origen del problema sexual, al igual que todos los demás problemas, se encontraba en la opresión de clases y que, por tanto, era consecuencia directa del problema social. De esta manera, la cuestión femenina, aislada del contexto social, quedaba reducida a la simple parcela de la sexualidad y al contexto individual de la relación hombre-mujer.
A partir de los años 60-70, se produce un nuevo resurgir del movimiento feminista, primero en EE.UU., y que se extiende, más tarde, a la mayor parte de los países capitalistas desarrollados. Hay varios factores que influyen en ello. A finales de los años 60, tras el auge económico de los años posteriores a la II Guerra Mundial, empiezan a manifestarse los primeros síntomas de la crisis económica del sistema capitalista; a esto hay que añadir el surgimiento, en EE.UU. y otros países de Europa, de un amplio movimiento en contra de la guerra de Vietnam, hecho que provocó la politización y radicalización del movimiento estudiantil y que contó con una importante participación femenina, que alcanzó unas proporciones desconocidas hasta entonces.
En los países capitalistas desarrollados, el número de mujeres incorporadas al mercado laboral tras la II Guerra Mundial, había aumentado considerablemente, principalmente entre las capas y sectores populares. En el año 1.973, en EEUU, las mujeres llegan a componer el 43 % de la población activa; en ese período, los salarios que percibían fueron reducidos a la mitad que los de los hombres. Entretanto, las mujeres de la burguesía mantenían un nivel de vida que les permitía hacer del hogar su única actividad. Sin embargo, a medida que la crisis económica se va agudizando, iba en aumento el número de mujeres que tenían que buscar un empleo, ante el descenso de sus ingresos y de su status social. En este terreno, se encontraban siempre con la discriminación salarial de que eran objeto y, sobre todo, con la falta de una preparación profesional que les facilitase el acceso a las profesiones más lucrativas.
El movimiento feminista de esta época respondía, precisamente, a esta situación y sus reivindicaciones se van a traducir, principalmente, en la posibilidad de poder competir con los hombres de su clase en igualdad de condiciones. Una de las líderes de este movimiento, la norteamericana Betty Friedan, definía los objetivos de dicho movimiento como La participación completa, poder y voz completos en la vida del país, del proceso político, de las profesiones y del mundo de los negocios (33).
Con estas premisas, el movimiento feminista pretendía alzarse como representante de todas las mujeres; sin embargo, en sus planteamientos y en sus acciones demostraron siempre no representar a nadie más que a ellas mismas; no representaban, en absoluto, los intereses de las mujeres trabajadoras y, por añadidura, estaban en franca oposición con ellas. La consigna enarbolada por el feminismo de la abolición de los privilegios de sexo, que pasaba por demostrar que la naturaleza no encadena a las mujeres a ser esposas y madres al servicio del hombre, no era un tema cadente para las trabajadoras y, menos aún, cuando habían sido arrancadas del hogar desde hacía mucho tiempo, para incorporarlas a la producción.
Muchos han sido los esfuerzos de las feministas por presentar a este movimiento con un carácter progresista cuando, en realidad, sus posiciones han sido claramente reaccionarias; sus postulados nunca han representado la emancipación de la mujer, sino sólo la aspiración de las mujeres de la clase dominante de arrebatarles a los hombres de su clase el monopolio del poder político o de los negocios, de participar activamente, en la explotación y opresión de los trabajadores. Este movimiento nunca ha atentado contra los pilares del capitalismo monopolista, sino que, por el contrario, ha sido su engendro más genuino y un firme baluarte de sus intereses.
Un buen ejemplo de nuestra afirmación lo tenemos en el papel que estas feministas han jugado en las Conferencias Mundiales sobre la Mujer. Frente a las posiciones de las mujeres de los países que se han liberado del imperialismo y las representantes de los movimientos de Liberación, que hacen de estas Conferencias una tribuna para denunciar la situación que padecen como consecuencia de la explotación, el expolio y la agresión militar que sufren sus pueblos por parte del imperialismo, las feministas han boicoteado sistemática mente todas aquellas propuestas que supongan una definición de las mujeres contra estos problemas, propuestas en que, por supuesto, se responsabiliza al sistema capitalista y al imperialismo de ser el verdadero causante y el origen de todos los males que afectan a la mujer; por el contrario, una y otra vez, han intentado llevar la discusión y los acuerdos a tomar al terreno específico de los problemas de la mujer contra el autoritarismo masculino en abstracto, convirtiéndose así en las más fieles defensoras de la política agresiva y expoliadora del imperialismo.
Tras un período de efervescencia de algunos años, el movimiento feminista se fue desmembrando y perdiendo actualidad hasta desembocar, en los años 80, en un fenómeno realmente digno de mención; se trata del cambio radical de posiciones de algunas de sus ideólogas más representativas. Miembros tan destacados como Betty Friedan, Susan Briwnmiller o la australiana, Germaine Greer, han sacado a la luz nuevas teorías que, con diferentes matices, coinciden en exaltar el papel maternal de la mujer y su regreso al hogar. Este cambio de posiciones tan asombroso, lo definen como la segunda fase en la que ha entrado el feminismo, acorde con el cambio producido en la sociedad, en la que ¡Por fin! empiezan a converger los intereses de los hombres y las mujeres; ahora, la mujer se ha incorporado ya al trabajo y ha alcanzado puestos de responsabilidad, mientras que el hombre ha dejado de estar absorbido por su trabajo y busca con más frecuencia los parabienes del hogar.
Este cambio de posiciones, por mucho que intenten justificarlo, viene determinado en los hechos, por el aumento del paro en todos los países capitalistas desarrollados y por el alarmante descenso de la natalidad. Por eso, no es extraño oírles declarar, sin ningún tipo de sonrojo, cosas como ésta: Yo, desde luego, estoy a favor de la vida y de la familia; ésos son valores fundamentales para mí y deberían serlo para cualquier feminista. Yo no estoy a favor del aborto, sino de la opción de tener hijos (34). ¡Brillante razonamiento, sobre todo, si se tiene en cuenta que éste ha sido uno de los pocos derechos que la mujer siempre ha tenido! Pero algunas todavía van más lejos y no se conforman con hacer un llamamiento en contra del aborto, sino también contra todo tipo de anticonceptivos, llegando incluso, a afirmar que la mujer sólo puede encontrar su realización y felicidad haciendo de la maternidad y del cuidado de los hijos su único objetivo.
En un momento en que el sistema capitalista necesita que la mujer vuelva al hogar -para encubrir el paro y frenar la conflictividad social- y que aumente el índice de la natalidad, estas ideólogas del feminismo se han apresurado a justificar y teorizar esta política con los argumentos más reaccionarios, demostrando, una vez más, que sus intereses nunca han sido otros que la defensa del sistema capitalista.
Para terminar, hay que hacer mención a la nueva tendencia que se ha abierto paso en el seno del movimiento feminista y que trata de conjugar dos ideologías tan contrarias e irreconciliables como el marxismo y el feminismo. Tras esta corriente, a poco que se profundice en ella, sólo se pueden encontrar las posiciones burguesas de siempre; eso sí, ahora aderezadas con unos cuantos términos pseudo-marxistas. Ante la descomposición del sistema capitalista y los logros alcanzados por la mujer en el socialismo, no pueden ocultar que la emancipación de la mujer pasa por la destrucción del actual sistema de explotación. Dicho reconocimiento tiene un carácter vergonzante, ya que antepone la lucha de sexos y las reivindicaciones específicamente femeninas a la lucha de clases. Se han visto obligadas, ante el avance de la revolución en todas partes, a declararse marxistas, pero sus posiciones no han cambiado; en el fondo, no son sino un intento más de la burguesía de desviar la lucha de la mujer trabajadora al terreno de las reformas dentro del sistema. Encubierta con una palabrería izquierdista, esta corriente se alza en abierta oposición a la concepción que propugnan las verdaderas organizaciones marxista-leninistas; de ahí sus ataques contra la incorporación de la mujer al movimiento revolucionario y contra los logros de la mujer en el sistema socialista.

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