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LOS TEOLÓGOS Y FANÁTICOS NO SE RESISTEN A LA VERDAD CIENTÍFICA DE DARWIN



150 años después de la publicación de El origen de las especies

El arduo e inútil combate de los enemigos de Darwin

Por: Federico Kukso 

Temas: Derechos Humanos | Educación | Medio Ambiente

Edición Nro.: 78

El 24 de noviembre de 1859 se publicaba en Londres El origen de las especies, libro en el que su autor, el naturalista inglés Charles Darwin, desplegaba las bases de la teoría evolucionista y provocaba una conmoción en el mundo de las ideas equiparable a la que más tarde causarían propuestas como la teoría de la relatividad de Einstein o el psicoanálisis de Freud. Pero la virulencia con que fue combatido el evolucionismo de Darwin no tuvo paralelo, pese a las abrumadoras evidencias científicas que lo fundamentan, y continúa en nuestros días.

Si las encuestas son los termómetros que miden la temperatura de una sociedad, Estados Unidos, la nación más avanzada científicamente, tiene fiebre: a 200 años del nacimiento de Charles Darwin, sólo un cuarto de su población entiende que la evolución está tan bien demostrada como el hecho de que el agua es H2O. El resto, en cambio, prefiere cerrar los ojos, desdeñar las montañas de evidencias a favor de la teoría condensada por el naturalista inglés y seguir leyendo literalmente la Biblia. Y pensar, así, que Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza y que la Tierra tiene tan sólo unos seis mil años de antigüedad.

 

Como si el tiempo no hubiera pasado y el siglo XIX no se hubiera despedido y quedado bien atrás, el creacionismo sobrevive. De la mano de fundamentalistas cristianos y grupos políticos conservadores se muestra vivo en Estados Unidos, con epicentros en fundaciones como Answers in Genesis (www.answersingenesis.org) y otro racimo de organizaciones como Institute for Creation Research, Discovery Institute, Médicos y Cirujanos por la Integridad Científica (www.pssinternational.com). Desde ahí, la doctrina se desparrama por Europa como una mancha de aceite que tibiamente avanza con más fuerza sobre Italia, España, Alemania, Polonia, Gran Bretaña, aunque prácticamente todo país en el mundo cuenta con alguna agrupación refutadora de Darwin.

 

La única diferencia del creacionismo actual con el de hace 200 años reside en su ubicación en el mapa académico. En la era victoriana, sus ideas –impulsadas por entonces por la Iglesia Anglicana– eran compartidas tanto por un granjero anónimo perdido en la campiña inglesa como por los hombres de ciencia, una esfera que para entonces atravesaba un pleno proceso de institucionalización. De hecho, Darwin, antes de pisar el HMS Beagle en junio de 1831 y de estrecharle la mano al capitán Robert FitzRoy, no se había sacudido de encima la cosmovisión creacionista.

 

En la actualidad, en cambio, las cosas son bastante distintas, al menos dentro del universo académico: los creacionistas caminan solos, expulsados de todo lo que se considere “científico” y “serio”.

 

Un movimiento político

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Más que una visión e interpretación religiosa, su movimiento es eminentemente político y cuenta, justamente, con voceros políticos que, sin pudor pero con mucha seriedad, exponen en público sus creencias: así lo hizo la gobernadora de Alaska y ex candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos, la republicana Sarah Palin, al declararse partidaria de enseñar el creacionismo en las escuelas, como opción frente a la teoría evolutiva y para ofrecer “una presentación equilibrada” del tema.

 

En esta lista de figuras también se apunta el diputado polaco Maciej Giertych, organizador de seminarios antievolucionistas en el Parlamento Europeo, y los miembros del partido italiano de derecha Alleanza Nazionale, que integra la coalición de gobierno de Berlusconi, y que intentó en más de una oportunidad exiliar a la teoría de la evolución de los colegios. De hecho, Pietro Cerullo, miembro del parlamento italiano, la vinculó con el pensamiento de izquierda, después de una conferencia titulada “Enseñar la evolución: un cuento de hadas para las escuelas”.

 

Pero así como no todos los fundamentalistas son cristianos, no todos los cristianos son fundamentalistas. Si bien los creacionistas destacan por su vehemencia y por su caprichosa capacidad para sembrar la duda en el público sin una educación científica sólida, no hay que dejar pasar que la mayoría de las personas religiosas del mundo –judíos, católicos, protestantes, budistas– no identifican a Darwin ni a los biólogos con el demonio ni a la evolución con la magia negra.

 

Los creacionistas saben que, pese a su verborragia y el empuje con que aceleran su cruzada, aún son minoría, una situación que cada vez con más fuerza buscan torcer. De ahí se entiende que los creacionistas se hayan bifurcado en dos ramas.

 

Por un lado se ubican los creacionistas clásicos y duros que, ante las evidencias de la ciencia, responden con ferocidad. Cuando un paleontólogo habla del registro fósil que revela la antigüedad de la Tierra, ellos afirman, Biblia en mano, o bien que los restos de animales extintos son una puesta en escena o bien que los dinosaurios convivieron con el hombre. Y no se quedan ahí: creen también, por ejemplo, que los tiranosaurios se alimentaban de cocos y frutas del bosque, que el arca de Noé iba cargada de velociraptors y brontosaurios, que los Neandertales eran patriarcas bíblicos, o que el Big Bang es lisa y llanamente un disparate científico.

 

La mayor exposición de estos enunciados no está únicamente en una de las tantas publicaciones de esta corriente, Answers Research Journal (www.answersingenesis.org/arj), o en películas aleccionadoras y distorsionadoras de la realidad como Expelled de Ben Stein sino también en dos museos. Uno de ellos es el Museo de Evidencias del Creacionismo (www.creationevidence.org), ubicado en Glen Rose, un pueblo texano al sur de la ciudad de Dallas, Estados Unidos. Costó 45 millones de dólares y su misión fundamental es la de convencer: allí se ofrecen tours “bíblicamente correctos” y se exhibe la pisada de un humano sobre la de un dinosaurio (y otra de un dinosaurio sobre la de un humano).

 

Disneylandia y Los Picapiedra

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También está el Museo Creacionista (www.creationmuseum.org) de Petersburg, Kentucky, mezcla de Disneylandia con Los Picapiedras, donde el visitante puede enterarse de cómo Dios creó las nebulosas, presenciar una recreación de cómo Adán y Eva compartieron el Edén bajo la sombra de pterodáctilos y ver videos en los que se explica que las tragedias de Nueva Orleans (por el huracán Katrina) y el tsunami asiático fueron provocadas por el sida, la homosexualidad, la prostitución y por el alejamiento de los seres humanos de la religión.

 

Su fundador y uno de los máximos voceros de este movimiento de interpretación literal de la Biblia es el pastor evangélico Ken Ham que, con más vehemencia que tranquilidad, difunde el mensaje divino –el azote antievolucionista– en iglesias y en miles de videos de Youtube. No deja pasar la oportunidad para recordar siempre las “leyes de simios” vigentes durante décadas en estados sureños como el de Tennessee, que prohibían la enseñanza de todo aquello opuesto a los dichos de la Biblia (la Corte Suprema estadounidense las consideró inconstitucionales recién en 1968) y también evoca asiduamente el “Juicio del Mono” de 1925, en el que se condenó al profesor de biología John Scopes por incluir en las aulas las ideas de Darwin, Mendel, Lamarck y Haeckel.

 

Hasta ahí los creacionistas radicales, que intentan no cruzarse mucho con los moderados, también conocidos como “creacionistas científicos”, que ya no van al choque. En su lugar, cambiaron la estrategia y pretenden cubrir de ciencia sus posturas religiosas. No abogan por la literalidad de la Biblia. Más bien, hablan de los “santos evangelios” como metáforas y se despegan de la efervescencia evangélica y el éxtasis pastoral con teorías de cuño propio. Son los defensores de la “teoría del diseño inteligente”, los “creacionistas científicos” que resucitan la idea de Dios como relojero, acuñada por el filósofo y teólogo británico William Paley en el siglo XVIII.

 

Su argumento central es tan simple como poético: los organismos son demasiado complejos para ser producto de procesos naturales o de mutaciones aleatorias. En la naturaleza hay intencionalidad. Y la complejidad biológica es la prueba suficiente de la existencia y trabajo de un diseñador inteligente (una idea, por ejemplo, que se filtra hasta en las películas más comerciales, como la saga The Matrix y la figura central de “el arquitecto”).

 

“Las posibilidades de la formación de una cadena intacta de ADN a través del mero azar son las mismas que las que tiene un tornado de pasar por un basurero y ensamblar un avión Boeing 747 completamente funcional”, alientan.

 

A diferencia de los creacionistas de antaño, los defensores del diseño inteligente cuentan con una estrategia mucho más fina. Se presentan siempre bien vestidos y sonrientes, hablan sin alzar la voz y, sobre todo, exponen sus ideas como “hipótesis”, “teorías alternativas”. Es decir: buscan situar en el mismo plano de discusión sus creencias religiosas con una teoría tan robusta como la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad y la tectónica de placas, entre otras teorías-pilares del edificio de las ciencias modernas.

 

Su principal campo de disputa son las escuelas, donde notoriamente van ganando terreno: en julio del año pasado, por ejemplo, Piyush Jindal, el gobernador republicano del estado estadounidense de Luisiana, firmó la Ley de Educación en Ciencias, que permitió el ingreso de la teoría del diseño inteligente en las aulas de clse, en nombre de la defensa de la “libertad académica”.

 

A lo cual los científicos estadounidenses (y del mundo) respondieron indignados, esperando que el flamante nuevo presidente, Barack Hussein Obama, ordene el complicado asunto. Mientras tanto buscan paz mental en la literatura y también en las palabras de Abraham Lincoln, quien en una ocasión sentenció: “Algunas veces se puede engañar a todo el mundo, o a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”.

 

¿Cuándo intervino Dios?

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Los verdaderos enemigos de Darwin no son los fanáticos estadounidenses ni algún arzobispo romano conservador. Son, más bien, los miles de niños predicadores peruanos que, como poseídos, despotrican contra la evolución. Sin dudas el más famoso se llama Nezareth Casti Rey. Hoy tiene catorce años pero comenzó a predicar en público a los tres. Y no hace falta irse hasta Lima para escuchar sus observaciones punzantes y advertir cómo despierta aplausos. Se lo puede ver en Youtube, donde Nezareth es una estrella.

 

“Algunos científicos modernos han tratado de despojar a Dios de su calor, de su afecto por la humanidad. Engañan y dicen que Dios no existe. Dicen que somos de la evolución; dicen que somos parientes del mono –vitorea como si fuera un adulto pero con voz aflautada–. Pero quiero decirles a todas esas personas que están pensando así, o que están diciendo así, ¡que el mono y la mona producen monitos, hasta hoy! Los peces producen pececitos. ¡Yo no soy la evolución, yo no soy pariente del mono! ¡A mí me creó Dios en el vientre de mi madre! ¡Dios creó a Adán a su imagen y semejanza!”.

 

Enfervorizado, combativo, así es el fundamentalismo creacionista actual, si bien Darwin no vivió para presenciar tantos ataques a su nombre y sus ideas. Curiosamente o no tanto– la teoría de la evolución por selección natural no fue rechazada con protestas masivas apenas abandonó la casa de Darwin en Kent, Inglaterra, y comenzó a desparramarse por el mundo. 

 

Muy por el contrario: fue bien aceptada incluso entre gente religiosa –sobre todo protestantes– que admitían el lento cambio de los organismos a lo largo del tiempo, pero reservándose sí el argumento de la intervención divina en el caso del alma humana.

 

El verdadero conflicto, en realidad, estalló cuando la teoría saltó el océano Atlántico y desembarcó en Estados Unidos, país en el que los defensores de una lectura alegórica y metafórica de la Biblia –aquella guía para la vida en el nuevo mundo– eran por entonces minoría ante los literalistas, aquellos que creían, por ejemplo, que la Tierra había sido creada exactamente en seis días –ni un minuto más ni un minuto menos– no hace demasiado tiempo por medio de un milagro, lo que claramente excluía aquel larguísimo y lento proceso de cambios naturales sin piloto llamado evolución.           

 

Ya sea por ignorancia o por no tomarse el tiempo de leer lo escrito por el supuesto enemigo, los creacionistas le achacan a Darwin haber matado públicamente a Dios, prescindir de él, cuando en realidad el naturalista inglés nunca excluyó de la fórmula a un Creador que sólo establece las condiciones iniciales para que rija la evolución de los organismos.

 

El Dios de los defensores de la teoría del diseño inteligente, en cambio, es uno que produce estructuras complejas y terminadas, el relojero que intervino en el reloj. “La teoría del diseño inteligente presenta varias dificultades –advierte con ferocidad Michael Ruse, uno de los filósofos de la ciencia más respetados (1). ¿Cuándo intervino Dios? ¿Podremos hallar hoy pruebas de su intervención? Tal vez lo más preocupante de esta posición es lo que bloquea a la ciencia y que su verdadera finalidad es teológica. Quienes la sostienen quieren un mundo de milagros, un mundo en el que Dios está siempre de guardia activa”.

 

Así se ve que Darwin encendió la mecha no sólo dentro de los límites de la biología sino sobre todo fuera de ella: religión, psicología, filosofía, política, sociología, medicina, en definitiva, casi todos los campos incluso el deporte fueron alcanzados por sus ideas.

 

Sin embargo, son los filósofos como Michael Ruse y Daniel Dennett (autor de La peligrosa idea de Darwin) quienes señalan que, como ocurrió con el heliocentrismo en los siglos XVI y XVII, la mecánica newtoniana en el XIX y el psicoanálisis en el XX, que descolocaron al ser humano del centro del universo y del puesto de conductor de sus propios actos, la teoría darwiniana produjo y producirá también sacudones filosóficos aún no advertidos por la gran mayoría, rebasando en importancia las disputas creacionistas.

 

“Darwin no ha sido absorbido por completo por el tejido de la cultura colectiva occidental dominante –indica el paleontólogo estadounidense Niles Eldredge (2). Darwin es el símbolo de una cosmovisión acerca de qué es la vida y cómo ha llegado a ser así, y, lo que es más importante, acerca de qué somos los seres humanos y cómo hemos llegado a ser lo que somos que, para algunos, es una promesa que aún no se ha cumplido y, para otros, una amenaza diabólica contra todo lo que es bueno y sagrado”.

 

Justamente por eso siempre que se hable de Darwin, sus teorías y sus polémicas ninguna palabra será definitivamente la final. Tan sólo se dará paso a un abierto y esperanzador “continuará”.

 

1  Michael Ruse, Charles Darwin, Katz, Buenos Aires, 2009.

2  Niles Eldredge, Darwin: el descubrimiento del árbol de la vida, Katz, Buenos Aires, 2009.

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