Maria Elvira Samper
13/05/09
Las ejecuciones fuera de combate son práctica vieja, lo novedoso es que los militares que las ejecutan dejaron de ser intocables.
El contraataque podría llamarse el nuevo capítulo de los mal llamados “falsos positivos”. El presidente Uribe cambió de estrategia y de rasgarse las vestiduras y decapitar oficiales pasó a la ofensiva con la socorrida y trillada teoría del complot: “Hay abogados pagados por organizaciones internacionales, con sesgos ideológicos, al servicio de hacer falsas imputaciones a la Fuerza Pública”.
Acusación muy grave, hecha a la ligera, sin pruebas, sin nombres, sin casos concretos… Para sembrar dudas, para desviar la atención del hecho de que en las Fuerzas Armadas no han desaparecido prácticas abominables como las ejecuciones fuera de combate -hay por lo menos tres casos nuevos-, y cuando la Fiscalía empieza a hacer efectivas órdenes de captura contra miembros del Ejército vinculados a procesos por esos delitos.
Es posible que haya denuncias falsas pero la autoridad competente para establecerlo no es el Presidente. Es la Fiscalía que, también, debe definir responsabilidades en más de 1.600 casos y que, no sobra recordar, ha denunciado maniobras de algunos militares para obstaculizar los procesos.
No se trata de una conjura. Es un fenómeno real y de vieja data como el llamado 'body count' para medir el éxito de la lucha contra la guerrilla. Está documentado, investigado y hasta reportado por distintos embajadores de los Estados Unidos en diferentes épocas. Basta revisar la página del National Security Archive (www.nsarchive.org), organización sin ánimo de lucro con sede en Washington, para conocer documentos diplomáticos y de Inteligencia desclasificados que indican que el 'body count' ha sido un comportamiento habitual de militares colombianos durante muchos años, que ha llevado a violaciones continuas de los derechos humanos como los “falsos positivos”, y a buscar apoyo de los paramilitares.
Cito dos botones de muestra: un cable de 1990 firmado por el embajador Thomas McNamara y enviado al Departamento de Estado, en el que expresa preocupación por el aumento de violaciones atribuidas al Ejército y menciona la muerte de nueve “guerrilleros” en El Ramal, Santander, que según la Procuraduría e Instrucción Criminal “fueron ejecutados por el Ejército y después vestidos en traje de fatiga”. Y un reporte de la CIA de 1994 que dice que los militares colombianos tienen una “historia de asesinar a civiles de izquierda en áreas de presencia guerrillera…”.
Las ejecuciones fuera de combate son práctica vieja, no solo del gobierno de Uribe. Lo novedoso es que los militares que las ejecutan dejaron de ser intocables como lo fueron, por ejemplo, en los tiempos tenebrosos del Estatuto de Seguridad de la administración Turbay. Y ese pequeño pero significativo avance se debe a la presión de las ONG defensoras de derechos humanos, a la vigencia del Derecho Internacional Humanitario, a la presión de los demócratas en el Congreso de Estados Unidos y de la oposición en el de Colombia, y al coraje de las madres de las víctimas que decidieron alzar la voz y reclamar justicia.
La guerra tiene reglas y pueden reducirse a un principio fundamental: distinguir a los combatientes de los no combatientes. Cuando un soldado ataca no combatientes, comete asesinatos no actos de guerra. Punto. La ofensiva presidencial no puede ocultar esta realidad y las denuncias falsas, si las hay, en nada contribuyen a establecer las responsabilidades legales e históricas del Ejército en cuanto a la violación de los derechos humanos.
Las medidas que tomó el ministro Santos iban -¿van?- en la dirección correcta pero han sido insuficientes y además no conocemos resultados de las investigaciones internas. Falta mucho aún para erradicar esa peste. El virus está activo en el cuerpo del Ejército. Los enemigos no son los que denuncian los “falsos positivos”. Son aquellos que los cometen desde las filas de las Fuerzas Armadas. Son ellos los que las deslegitiman.
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