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EL SENTIDO DE BUSCAR EL PODER DEL ESTADO ES USARLO PARA DERROTAR A LA CLASE DOMINANTE, NO PARA DORMIR CON ELLA

Para terminar con los latifundios, con la explotación, lo primero que debemos revolucionar es nuestra propia cabeza, reformatear nuestro disco duro
El progresismo en su laberinto 
(no encuentra la salida)


Aram Ahronián, periodista uruguayo
observatoriocrisis.com/25 diciembre, 2025

Hoy, en medio de una ofensiva a fondo de la derecha más reaccionaria y dependiente, el progresismo, una parte de la izquierda, no sale de su laberinto, incapaz de rediseñar su discurso y sus formas de acción. Algunos de los gobiernos progresistas surgidos en este siglo en la región latinoamericana se dedicaron más a defender lo logrado que a profundizar los cambios y sembrar futuro.

Si a principios de siglo se registraba un vacío en el espacio político, ocupado por fuerzas conservadoras, hoy pareciera que la población joven, influenciada por la economía de consumo y las redes sociales, ha perdido referentes políticos que defiendan el Estado, las políticas redistributivas, el desarrollo humano, el medio ambiente y los DDHH de las minorías.

La propuesta era un modelo de desarrollo solidario, levantado sobre seis ejes, que proponía la superación de la desigualdad social, la búsqueda de valor, una nueva política económica, la transición ecológica, la integración como construcción de la región y una nueva institucionalidad democrática, un rol activo del Estado, reformas tributarias, salud universal y luchar contra el calentamiento global.

El Foro de Biarritz, de la mano de la Corporación Escenarios del expresidente colombiano Ernesto Samper, iniciado en el año 2000 por la alcaldía socialdemócrata de esa ciudad francesa, fue una plataforma de debates, de reflexión y de análisis de las problemáticas comunes, reuniendo líderes políticos y económicos de ambos continentes. Samper fue el principal promotor del Grupo de Puebla, que agrupó a los progresistas latinoamericanos y caribeños.

Hay quienes señalan como uno de los fracasos de cierto progresismo el haber operado con diagnósticos del siglo XX en sociedades que sufrieron cambios radicales, lo que ha llevado en algunos casos a una defensa acrítica del Estado, sin discutir qué tipo de Estado se necesita para enfrentar las crisis actuales. Lo triste es que aquella esperanza del surgimiento de un proyecto progresista devino en fracaso parcial, con una profunda crisis de proyecto político y una deriva hacia el conservadurismo.

Hubo -y hay- diferentes interpretaciones sobre la aparición del llamado progresismo, importado desde la socialdemocracia de Biarritz, quizá para tratar de opacar las ideas del chavismo y el bolivarianismo, que arremetían desde Venezuela con influencia cubana. Un modelo que había de cooptar, capturar y/o aniquilar, y en eso estaban políticos y empresarios.

Hay que reconocer la debilidad gubernativa de casi todos los últimos gobiernos progresistas que dejaron a sus países con un mínimo de crecimiento económico y con altos índices de inconformidad social. Con mandatarios que se impusieron en elecciones, pero muy rápidamente perdieron apoyo popular en el poder. Con rotundos fracasos como el de Alberto Fernández en Argentina o Gabriel Boric en Chile, «embajadores» del progresismo.

Algo ha cambiado en los últimos dos años. La nueva doctrina de seguridad estratégica de los EEUU radicaliza el injerencismo político y el intervencionismo militar sobre lo que Washington caracteriza despectivamente como su «patio trasero». El terrorismo mediático, por su parte, ha propiciado un clima funcional a las ultraderechas regionales que renovaron su confianza en los mercados a partir del despliegue de tropas en el Caribe y la ampulosidad cortoplacista de Trump.

Las claves de la crisis del progresismo quizá anidan en su propio origen: apareció como una «salida de emergencia» ante la crisis de los sistemas políticos vigentes, resultado del agotamiento del proyecto neoliberal y la impugnación planteada por la protesta popular.

Y, más allá de la imposición de medidas regresivas en lo económico y social, la derecha se propone aún hoy concretar un cambio cultural que rompa los valores progresistas y los lazos solidarios que se habían tejido durante cuatro lustros. Y para esta derecha del siglo XXI, el pensamiento crítico es un obstáculo para el progreso.

El colombiano José Honorio Martínez señala que el progresismo no consolida avances que le permitan la continuidad, porque se sujeta al inercial disciplinamiento impuesto por el endeudamiento y la financiarización (en el caso argentino), o a los mandatos comerciales y extractivistas de la Unión Europea y al leguleyismo (poder constituyente estratégicamente limitado) en el caso de Gabriel Boric en Chile o al anclaje judicial y militar que imponen los segmentos burocráticos que ostentan «la propiedad» del Estado al gobierno de Lula da Silva.

En los tres casos acaba por pesar más el «instinto de conservación» del régimen político y sus «sagradas instituciones» que el compromiso con la exigencia popular de cambios y transformaciones.

La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunas de las «verdades reveladas» que organizan nuestra vida institucional, nuestra democracia declamativa desde el siglo XIX. Pero, como señala Jorge Elbaum, la profundidad de la crisis actual cuestiona a la modernidad y al capitalismo.

Ya no se trata de reformar al Estado sino de cambiar los paradigmas que hacen a su vigencia, existencia, constitución y organización, y ponerle freno a la ofensiva libertaria de las ultraderechas bien financiadas desde Washington y Europa, para imponer gobiernos que sean cómodos para EEUU y sus financistas, y su empeño por recuperar su patio trasero, con una versión siglo XXI de la doctrina Monroe de América para los (norte) americanos.

Para ello es imprescindible el rescate del pensamiento crítico (no el adulcorado y entreguista) y la construcción de nuevas democracias desde abajo. La mera denuncia no es resistencia, la falta de ideas y de metas van sepultando el ideario de izquierda.

Mucho se habla en Chile de la manipulación política de la expresidenta Michelle Bachelet, impulsora de la candidatura de Boric, y ahora (auto)postulada a la Secretaría General de las Naciones Unidas, luego que el 5 de julio de 2019 presentara ante el Consejo de DDHH de las Naciones Unidas el vergonzoso informe sobre la situación de los DDHH en Venezuela, que exponía una lista de supuestas violaciones de los derechos económicos, sociales, civiles y políticos desde 2018, similar a uno presentado por la derecha venezolana.

Puebla

El Grupo de Puebla nació en 2019 para juntar líderes progresistas al momento del reflujo de la «primera ola» mientras algunos gobiernos de derecha (Argentina, Brasil, Ecuador, Colombia) destruían la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y los cimientos de la integración regional. Y despertó la fobia de la ultraderecha latinoamericana y española, al hablar tan solo de un capitalismo con rostro humano. Pero los fracasos de esa parte del progresismo son anteriores a su creación en 2019 y la causa es que nunca se delineó un proyecto de transformación profundo y radical de la región. Entonces, los analistas se preguntaban si se trataba de una tercera vía, una nueva socialdemocracia.

Hoy algunos intelectuales «progresistas» sostienen que no hubo gobiernos progresistas en la región, y que la lucha se dirime hoy entre dos derechas, una modernizante o desarrollista y otra oligárquica. Hablan de un neoliberalismo transgénico, desde ámbitos académicos progresistas y/o socialdemócratas, con el apoyo, generalmente, de ONGs y fundaciones europeas.

Es triste ver a indígenas y trabajadores inducidos a votar por la derecha o la ultraderecha para que desde la «resistencia» se puedan refundar los movimientos de la izquierda y desde allí buscar transiciones. Una de las grandes debilidades del progresismo latinoamericano y algo que explica sus derrotas parciales es la carencia de una cultura popular de izquierda, alternativa y radiante, con nuevos ejes de organización de la vida cotidiana, afirma Álvaro García Linera.

Hace 27 años, un 8 de diciembre de 1998, Hugo Chávez se adjudicaba las elecciones presidenciales en Venezuela. Quizá fue el puntapié inicial de una nueva historia en América Latina y el Caribe … y también de las nuevas formas para contenerlo. Es más, la Internacional Socialista reconoció al golpista Juan Guaidó como «presidente interino» (sic) de Venezuela.

Dicen que no se puede estar bien con Dios y el diablo, pero la socialdemocracia ya demostró que eso es posible. Sin olvidar que son quienes participaron de aquella «primera ola progresista» de principios de siglo con los gobiernos de Hugo Chávez, Néstor Kirchner -luego Cristina Fernández-, Lula da Silva -luego Dilma Rousseff-, Rafael Correa, Evo Morales, Tabaré Vázquez -seguido por el Pepe Mujica-, y Fernando Lugo, que supieron construir políticas de integración regional concretas como la creación de UNASUR.

¿Tiene el progresismo algo para ofrecer a las nuevas generaciones? Lo cierto es que no se sembró ciudadanía. No se logró convertir al ciudadano en sujeto político (tampoco estoy seguro que eso estuviera en los planes de muchos). Sí, se obtuvieron beneficios de las políticas de inclusión y distribución de la renta, pero estos beneficios suelen emigrar con quienes les ofrezca más esperanza y cambio. El sentido de buscar el poder del Estado es usarlo para derrotar a la clase dominante, no para dormir con ella.

Desarrollar un proceso revolucionario (incluso uno de cambio) implica transformar indignaciones sociales en movilización popular y en movimientos políticos, lo que implica la formación de nuevos contingentes de cuadros, dejando de lado el facilismo «moderno» de recurrir a formadores de imagen para ganar una elección: el problema es saber para qué se quiere ganar y para quienes se quiere gestionar.

Hoy verificamos en varios países un vacío en el espacio político, ocupado por fuerzas conservadoras. La población joven, influenciada por la economía de consumo y las redes sociales, ha perdido referentes políticos que defiendan el Estado, las políticas redistributivas, el desarrollo humano, el medio ambiente y los DDHH de las minorías. Esta crisis se vio agravada por un nuevo escenario geopolítico que viene condicionando los márgenes de acción de gobiernos progresistas, exigidos a una urgente lectura estratégica más profunda. Y el día en que el progresismo se vuelve complaciente, se torna en un oxímoron, pierde el sentido de su existencia y las masas de insatisfechos y escépticos claman por algo nuevo.

La actual hoja de ruta progresista propone el abandono definitivo del anacrónico modelo neoliberal, de vocación extractivista, (aunque nunca habla del capitalismo) que ha dejado efectos difícilmente reversibles sobre el medioambiente, ha significado alarmantes niveles de concentración de la riqueza que nos convierten en la zona más desigual del planeta y ha atrofiado los circuitos de redistribución.

Es un «modelo» de muy buenas intenciones, pero se debiera deja en claro cómo se llevan adelante estas propuestas, quiénes representan las fuerzas del cambio y dónde se ubican las resistencias. Una hoja de ruta que carece de citas al poder de las trasnacionales, al complejo industrial militar, financiero y digital, a eso que muchos de izquierda se resisten a llamar imperialismo. ¿Hay vergüenza en el progresismo de hacerlo explícito?

Para algunos, buena parte del progresismo latinoamericano acaba por remozar el capitalismo, aun cuando aflora cierta perplejidad cuando se verifica que entre personajes que están en las antípodas, hay también neoliberales conversos y personajes que se opusieron -por ejemplo- a la extradición del dictador chileno Augusto Pinochet y/o avalaron las políticas estadounidenses para América Latina.

Para terminar con los latifundios, con la explotación, lo primero que debemos revolucionar es nuestra propia cabeza, reformatear nuestro disco duro. El primer territorio a ser liberado son los 1.400 centímetros cúbicos de nuestros cerebros. Debemos aprender a desaprender, para desde allí comenzar la reconstrucción. No repitiendo viejos y perimidos análisis, viejas consignas.

Decía el poeta español León Felipe:

 ¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra
al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha? 
Los mismos hombres, las mismas guerras, los mismos tiranos,
las mismas cadenas, los mismos farsantes, las mismas sectas. 
¡y los mismos, los mismos poetas! 
¡Qué pena, que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!!

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