¿Cuánto cuesta la guerra cognitiva?
El costo de la guerra cognitiva del capitalismo: manipulación mediática, presupuestos militares, daños ecológicos y colonización mental, una crítica a la dominación global.
Fernando Buen Abad
almaplus.tv./ elviejotopo.com
¿Cuánto cuesta la guerra cognitiva?
Su guerra cognitiva es la forma más sofisticada, peligrosa y cara, de dominación que el capitalismo ha inventado hasta ahora. No se perpetra solo con tanques o con fusiles, aunque los prepara y los legitima; no se mide sólo en territorios conquistados, sino en subjetividades capturadas; no se cuenta, únicamente, en bajas mortales inmediatas, sino en generaciones colonizadas por ideologías y prácticas que aceptan como naturales la explotación, la desigualdad, la alienación y el saqueo.
El costo de la guerra cognitiva no se reduce al dinero que invierten los monopolios mediáticos, las industrias culturales o las plataformas digitales. Es un costo múltiple, multidimensional, económico, político, cultural, semiótico, antropológico. Lo paga la humanidad entera, en horas de trabajo robadas, en imaginarios amputados, en sentidos comunes adulterados, en vidas convertidas en mercancía. La pregunta por el costo de la guerra cognitiva exige desmontar sus engranajes, comprender sus lógicas y revelar las cuentas ocultas que el sistema intenta invisibilizar.
Su guerra cognitiva cuesta tanto como la maquinaria global que la sostiene. Comienza con la infraestructura material, satélites, cables submarinos, servidores, centros de datos, hardware, software, algoritmos, ejércitos de ingenieros y programadores que trabajan en empresas transnacionales, muchas veces bajo condiciones de precariedad extrema, para alimentar plataformas cuyo negocio central es la captura de la atención y la manipulación de la conducta. Cuesta tanto como los presupuestos colosales de las agencias militares y de inteligencia que han hecho de la manipulación informacional una estrategia bélica de primera línea. Basta ver los informes de la OTAN, que desde hace una década reconoce explícitamente la “guerra cognitiva” como un campo decisivo de disputa, donde la mente humana es el “campo de batalla” y la percepción social es el “territorio a conquistar”.
En términos económicos, los cálculos son monumentales. Sólo las grandes plataformas digitales —Google, Meta, Amazon, Microsoft, Apple— destinan cientos de miles de millones de dólares a investigación, desarrollo e infraestructura que, aunque presentados como innovación tecnológica, funcionan también como armas cognitivas. La monetización de datos personales, la creación de perfiles psicológicos y el modelado de conductas mediante inteligencia artificial no son gastos aislados, constituyen una economía política de la manipulación. Y es la sociedad entera quien paga, con su tiempo convertido en materia prima gratuita, con su privacidad expropiada, con su pensamiento dirigido hacia la obediencia o la distracción.
Hay un costo político que es aún mayor. Gobiernos enteros pueden ser derrocados o neutralizados mediante operaciones de guerra cognitiva que combinan fake news, big data, microsegmentación propagandística, manipulación de encuestas, producción industrial de bots y trolls, campañas de odio, espectacularización del miedo. La llamada “primavera árabe”, los intentos de golpes blandos en América Latina, los procesos de lawfare contra líderes progresistas, son parte de esa contabilidad. La guerra cognitiva cuesta la soberanía de los pueblos. Cada vez que un país renuncia a controlar sus telecomunicaciones, su producción cultural, su sistema educativo, entrega un pedazo de su libertad cognitiva.
También hay costo semiótico que, por su parte, se mide en la degradación del signo. La guerra cognitiva adultera los símbolos, los desgasta, los vacía de contenido emancipador. Palabras como “democracia”, “libertad” o “derechos humanos” son convertidas en mercancías de exportación por las potencias, mientras se oculta su uso instrumental para justificar guerras, sanciones, bloqueos y genocidios. El costo es el empobrecimiento del lenguaje, una humanidad obligada a pensar con palabras adulteradas, con metáforas venenosas, con imágenes estandarizadas que clausuran la posibilidad de significar de otro modo.
Su guerra cognitiva cuesta además en términos humanísticos. El capitalismo cognitivo produce subjetividades fragmentadas, egos hipertrofiados, individualismos extremos, soledades masificadas. El costo se paga en generaciones enteras atrapadas en pantallas, incapaces de leer críticamente, condicionadas para la inmediatez, la gratificación instantánea, el consumo compulsivo. Se paga en la infantilización permanente de los públicos, tratados como consumidores pasivos de entretenimiento banal que normaliza la violencia, el machismo, el racismo, la xenofobia. Se paga en la naturalización de la vigilancia digital, aceptada como precio inevitable para la comodidad tecnológica.
Su guerra cognitiva también cuesta vidas humanas. Aunque sus armas son invisibles, sus consecuencias son mortales. El bombardeo mediático que prepara guerras “convencionales” es parte de la factura, las invasiones a Irak, Libia, Siria, Yugoslavia, fueron precedidas por campañas de desinformación global que presentaron a los agresores como salvadores. Miles de vidas fueron sacrificadas en nombre de narrativas falsas. La guerra cognitiva cuesta tanto como cada cadáver que produce la manipulación informativa. Y hay además un costo ecológico, la infraestructura tecnológica que sostiene la guerra cognitiva consume cantidades colosales de energía, produce desechos electrónicos tóxicos, agota minerales y agua, devora territorios indígenas donde se extraen litio, coltán y tierras raras para fabricar dispositivos. Cada smartphone convertido en arma cognitiva tiene detrás un paisaje devastado y una comunidad empobrecida. El costo ambiental es inseparable del costo ideológico.
De ahí que el combate contra la guerra cognitiva no pueda limitarse a denunciarla o contabilizar sus costos. Es necesario construir alternativas comunicacionales, pedagógicas, culturales. Necesitamos un Estado Mayor Comunicacional de los pueblos, capaz de articular medios, redes, universidades, colectivos culturales, movimientos sociales, para disputar el sentido, para desmontar las operaciones de manipulación, para recuperar la palabra crítica y devolverle potencia transformadora. La guerra cognitiva cuesta tanto como la pasividad de quienes no la enfrentan. Todo el precio de la guerra cognitiva no es sólo un número astronómico en dólares; es el sufrimiento de la humanidad atrapada en un orden simbólico hostil. Y sin embargo, el costo mayor lo pagaría el capitalismo si los pueblos despiertan, si las víctimas de la manipulación cognitiva deciden organizarse y disputar el sentido histórico. En ese momento, el costo se convertiría en inversión revolucionaria, la conciencia recuperada como fuerza material, la memoria histórica como arma de futuro, la semiosis emancipadora como horizonte de libertad.
Según cifras oficiales del Departamento de Defensa de Estados Unidos, sólo en el año fiscal 2023 se destinaron 11.600 millones de dólares a programas de “Operaciones de Información” (IO) y “Cibercomando”, rubros directamente vinculados a la guerra cognitiva. A esto se suman los presupuestos de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (Darpa), que en 2022 asignó 3.800 millones de dólares a proyectos de neurotecnología, inteligencia artificial y sistemas de influencia algorítmica. Estos números revelan que la guerra cognitiva ya no es un capítulo marginal del gasto militar, se ha convertido en un frente estratégico con recursos comparables a los de la aviación o la marina.
El mercado global de la vigilancia digital y la monetización de datos personales, base económica de la guerra cognitiva, alcanzó en 2022 un valor estimado de 226.000 millones de dólares, según datos de Statista. Se proyecta que supere los 400.000 millones en 2030, con un crecimiento anual del 6,9%. Este negocio no se limita a la publicidad digital, es la base de la microsegmentación política, la ingeniería social y la manipulación de percepciones a gran escala. Cada “like” registrado, cada segundo de atención, cada clic, se transforma en valor económico y en potencial arma cognitiva.
Los costos energéticos también son descomunales. Según la Agencia Internacional de la Energía (IEA), los centros de datos y las redes de transmisión consumen aproximadamente el 3,7% de la electricidad mundial (2022), y se proyecta que este porcentaje llegue al 8% en 2030. Sólo las granjas de servidores de Google gastan en promedio 15,4 teravatios-hora anuales, una cantidad de energía comparable al consumo eléctrico de países enteros como Ecuador. Detrás de cada interacción digital hay una huella ecológica que forma parte de la factura oculta de la guerra cognitiva.
En el plano mediático, el dominio concentrado multiplica costos sociales. El informe 2023 de Media Ownership Monitor reveló que en América Latina el 80% de la población consume contenidos informativos producidos por apenas 10 conglomerados mediáticos. En Brasil, por ejemplo, el Grupo Globo concentra el 51% del mercado televisivo. Esa concentración no sólo representa control de agenda y discurso, sino también una economía de guerra cognitiva donde los monopolios invierten cifras millonarias en producción y distribución de propaganda disfrazada de información.
La dimensión político-electoral muestra otro ángulo de los costos. El escándalo de Cambridge Analytica reveló que, en las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, la compañía recolectó datos de al menos 87 millones de perfiles de Facebook, invirtiendo más de 15 millones de dólares en campañas de microsegmentación propagandística. En Brasil, la elección de Jair Bolsonaro en 2018 estuvo acompañada por una red de más de 100.000 cuentas automatizadas (bots) que difundieron fake news en WhatsApp y Twitter, con financiamiento opaco estimado en 12 millones de dólares. El costo democrático es incalculable, el precio de gobiernos instalados no por la voluntad crítica de los pueblos, sino por algoritmos de manipulación masiva.
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Fernando Buen Abad: Intelectual y escritor mexicano. Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Master en Filosofía Política y Doctor en Filosofía.
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