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LA GUERRA COMERCIAL ES UNA TRAMPA DE DONALD TRUMP

La guerra arancelaria que ha desatado Trump es una excusa, un señuelo... Lo que de verdad busca Estados Unidos es romper el régimen del comercio internacional basado en reglas y negociación multilateral... 
Estados Unidos perdió hace décadas la batalla de la industria manufacturera... es un error mirar tan sólo el dedo de los aranceles de Trump y no a dónde apunta: la reconfiguración del comercio y el sistema monetario internacionales y del espacio geoestratégico global. 

Por Juan Torres López
22/05/2025 | Economía

Fuentes: Ganas de escribir

Los economistas de todo el mundo, los políticos e incluso la gente normal que analiza lo que está ocurriendo en Estados Unidos desde que Donald Trump asumió como presidente para su segundo mandato, están doblemente divididos.

Por un lado, discuten si lo que está haciendo el mandatario es una locura sin fundamento o si, por el contrario, responde a alguna estrategia inteligente o profunda. Por otro, se preguntan si la guerra arancelaria que ha desatado Trump puede realmente conseguir reindustrializar la economía estadounidense, o si es una mera excusa para lograr otro objetivo.

La primera cuestión la he abordado en mis artículos anteriores “El peligro de las medidas económicas de Trump del que pocos hablan” y “¿Y si lo de Trump no es una simple locura personal?”. En este me propongo reflexionar sobre la segunda opción: ¿acaso oculta Trump, detrás de las bravuconerías mediáticas, un plan maestro para devolver a EE.UU. la industrialización perdida?

Desindustrialización profunda

Es cierto que la economía de Estados Unidos ha sufrido una enorme desindustrialización en las últimas décadas. Algunos pocos datos lo demuestran claramente.

– El empleo en el sector manufacturero pasó de 19,5 millones de personas en 1979 a 12,6 millones en 2024.

El peso del sector en el PIB ha caído del 20,3% al 11% del PIB en el mismo periodo.


La estrategia apuntada por Trump es elevar los aranceles para que las empresas que en su día se relocalizaron fuera de Estados Unidos regresen, y también para generar tejido industrial adicional en la economía estadounidense. Así lo afirma explícitamente, e incluso se hace gala de ello, la página web de la Casa Blanca: «Desde que el presidente Donald J. Trump asumió el cargo, su compromiso inquebrantable con la revitalización de la industria estadounidense ha incentivado billones de dólares en inversiones en la manufactura, la producción y la innovación en Estados Unidos, y la lista sigue creciendo».

Sin embargo, los datos que allí se presentan para respaldar esa afirmación son anuncios de nuevas inversiones, mientras que el éxito que se asegura va a lograrse contrasta con lo alcanzado por el mismo Trump en su primer mandato, de 2017 a 2021. Según cifras oficiales de la Oficina de Estadísticas Laborales, las ganancias de empleo industrial no representaron una mejora con respecto a años anteriores de esa década y tampoco permitieron recuperar el empleo perdido en la década anterior.

Una desindustrialización deseada

Cuando se habla de reindustrialización, y de la posibilidad de llevarla a cabo en Estados Unidos (o en realidad, en cualquier otro país), hay que tener en cuenta algo clave. Las empresas industriales se localizaron en otros países buscando el máximo beneficio: regímenes de bajos salarios, escasa regulación y apenas derechos laborales. Nadie las forzó. La globalización les servía para ese propósito y las grandes empresas industriales de Estados Unidos la impulsaron para obtener las ganancias más elevadas de la historia.

Por esa misma razón no van a volver por patriotismo a su país de origen. Lo harán sólo si allí encuentran mejores condiciones tanto a nivel nacional como de acceso a los mercados globales para obtener la mayor rentabilidad posible. Y el problema que tiene Estados Unidos para reindustrializar su economía es que recobrar esas condiciones es muy difícil, por no decir que imposible, al menos a corto y medio plazo.

Una reindustrizalización que precisa salarios y gasto público que no se está dispuesto a soportar

Es cierto que algunas grandes empresas estadounidenses, están prometiendo ahora grandes inversiones en su país. Apple, por ejemplo, ha anunciado que invertirá 500.000 millones de dólares y, según el presidente Trump, TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company) gastará 100.000 millones en Estados Unidos (otros anuncios de inversión confirmados son de bastante menor envergadura).

Son cifras importantes e inversiones significativas, sin duda, pero no dejan de ser simbólicas. Reindustrializar una economía como la de Estados Unidos requiere un volumen de inversiones muchísimo mayor del que se está anunciando a cuenta gotas, y seguramente por la presión que la presidencia puede estar generando sobre sus directivos.

Sólo para infraestructuras civiles, la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles estima que se necesita una inversión de 7,4 billones de dólares hasta 2033, y, según un informe de la consultora EY, 4,1 billones hasta 2050 para tecnología e infraestructura energética.

Aunque hay más, pues lo que se requiere no sólo son muchos billones de dólares en inversiones diversificadas y bastante tiempo por delante.

Los analistas Andrew Grantham y Avery Shenfeld han calculado que, para obtener una producción industrial que equilibre la balanza comercial de Estados Unidos, se necesitaría disponer de 3,5 millones de empleos adicionales. Teniendo en cuenta que el mercado laboral del país ya está saturado, lograr ese incremento en la oferta de empleos necesitaría aumentar el flujo inmigratorio y, además y al mismo tiempo, elevar sustancialmente los salarios, lo cual lógicamente reduciría los márgenes con los que ya se han acostumbrado a operar las grandes empresas industriales.

Y, en cualquier caso, ni siquiera ahí acabarían las dificultades. Para reindustrializar una economía del siglo XXI que desee ser competitiva se necesita mano de obra muy cualificada que Estados Unidos ha perdido.

El CEO de Apple, Tim Cook, lo señaló en un acto público: «En Estados Unidos, podrías tener una reunión con los ingenieros de herramientas, y no estoy seguro de que pudiéramos llenar esta sala. En China, sin embargo, podrías llenar varios campos de fútbol».

El caso del famoso iPhone es paradigmático, precisamente, porque no sólo con Trump sino desde Obama suele ponerse como ejemplo de lo que se desea que Estados Unidos vuelva a fabricar.

Con los salarios actuales, se calcula que el costo laboral de ensamblar y probar ese teléfono móvil en Estados Unidos sería de 200 dólares por unidad, frente a los 40 dólares en China. La inversión de medio billón de dólares de Apple parece gigantesca, pero su efecto real puede comprobarse si se tiene en cuenta que se necesitaría una inversión de 30.000 millones de dólares en tres años para trasladar sólo el 10% de su cadena de suministro a Estados Unidos.

Tal y como se ha dicho, se puede conseguir que el iPhonese fabrique en Nueva Jersey, Texas u otro estado, siempre que los consumidores estadounidenses estén dispuestos a pagarlo a 3.500 dólares.

Para financiar las inmensas inversiones públicas que se necesitan habría que aumentar la recaudación fiscal y lo que se ha propuesto Trump con la gran reforma fiscal que ya se discute en el Congreso es justamente lo contrario, reducirla para bajar los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones. Y subir salarios no es tampoco lo que está en la estrategia de las grandes empresas industriales. Al revés, están tratando de relocalizarse en economías con costes laborales aún más bajos.

En resumen, las dificultades para que la economía de Estados Unidos se reindustrialice son tan extraordinarias a corto y medio plazo que parecen realmente inalcanzables.

El gato encerrado

Otra cosa es, sin embargo, que se logre volver a localizar allí a empresas de suministro estratégico, en enclaves precisos. Pero ese objetivo más singularizado es mucho más fácil de conseguir por la vía de ayudas y subvenciones, que ya inició Biden, que por aranceles. Y mucho menos cuando estos pueden ocasionar un deterioro generalizado de la economía si se plantean con carácter generalizado y como una auténtica guerra comercial contra todas las naciones del globo, prácticamente sin excepción.

Si esto es así, cabe pensar que la estrategia de guerra comercial emprendida por Trump no busca realmente ser efectiva como instrumento de política de reindustrialización. Siempre se ha dicho que, para hacer una tortilla, hay que romper primero los huevos, pero lo que haría Trump si mantuviese su estrategia arancelaria de forma permanente sería destrozar la vajilla y toda la cocina. No creo, pues, que la estrategia de fondo sea la que se está anunciando.

Estados Unidos perdió hace décadas la batalla de la industria manufacturera, y la perdió porque el poder económico que gobierna y decide las estrategias apostó por un modelo de economía centrado en las finanzas y el capital tecnológico, unidos ambos a la industria militar, a cambio de importar bienes baratos que paga con los dólares que demanda media humanidad. Y su problema actual no es que desee cambiar de estrategia, sino que está obligado a modificar la fuente con que la financia.

La guerra arancelaria que ha desatado Trump es una excusa, un señuelo que le sirve para ganar posiciones y lograr otros objetivos. O, más claramente hablando, una trampa. El presidente del Consejo de Asesores Económicos de Trump, Stephen Miran, explicó hace meses lo que, en realidad, se persigue: enseñar el palo de los aranceles para ofrecer luego la zanahoria y lograr apoyo al plan estadounidense de reforzamiento del dólar como moneda de referencia y el paraguas de la protección militar.

Lo que de verdad busca Estados Unidos es romper el régimen del comercio internacional basado en reglas y negociación multilateral porque está dejando de ser la potencia económica indiscutible de antaño; crear otras condiciones para poder mantener al dólar como moneda de referencia; y garantizar el poderío militar imperial que necesitan sus grandes empresas como apoyo y cobertura en los mercados y como negocio. A cambio, eso sí, está perdiendo una buena parte del llamado «poder blando» que tan útil le ha sido durante décadas. A tenor de cómo bastantes países han empezando a negociar y las cláusulas que aceptan, podría decirse que Trump no ha cometido ninguna locura. Contemplando la respuesta mesurada y sensata de China y la reacción de los mercados financieros ante la incertidumbre y el temor a enfrentarse a los problemas pendientes con su improvisación y arbitrariedad, se explica que el presidente de Estados Unidos haya tenido que pisar el freno y poner la marcha atrás. Se aventuran tiempos de dificultades, complicaciones y conflictos para todos.

En conclusión, es un error mirar tan sólo el dedo de los aranceles de Trump y no a dónde apunta: la reconfiguración del comercio y el sistema monetario internacionales y del espacio geoestratégico global. Hay que seguir analizando.

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