La lengua bufa de la ultraderecha, con su recurso permanente al escarnio (más que a la sátira y a la ironía), también puede verse como una celebración de la incapacidad de la democracia burguesa para generar los anticuerpos llamados a evitar su destrucción
La lengua de la ultraderecha ha capitalizado el deterioro de las conciencias
La lengua de la ultraderecha pone de manifiesto su perversa aspiración al “mal común” y a la disolución comunitaria, mientras celebra abiertamente la codicia, la injusticia y la crueldad en todas sus formas
Por Mazzeo Miguel
Como la ultraderecha expresa mucho más una “identificación con el poder” que una nueva “intermediación del poder”, uno de sus rasgos más notorios, a diferencia de las viejas intermediaciones, es que no necesita disfrazar ni su dominio, ni sus planes, ni su predilección por los formatos tiránicos, ni su ansiedad de buitre famélico. Por el contrario, jactanciosa y obstinada, expone su voracidad sin tapujos. A quemarropa. Nos refriega en la cara su afinidad con los poderes fácticos, su metafísica fabulosa, su carácter despiadado y su ideología de la muerte.
A través de las organizaciones y las figuras más representativas de la ultraderecha, algunos sectores de las clases dominantes hacen ostentación de su condición de productores de medios de violencia y de su deseo de destruir el Estado y la sociedad, o de erigir una caricatura de Estado y sociedad. Sin pudores, la ultraderecha se exhibe como la expresión más acrisolada de las grandes corporaciones mundiales, la vanguardia misma del capital.
A diferencia de la lengua de la derecha tradicional, la lengua de la ultraderecha no busca construir una retórica que no se exhiba como tal. No quiere disimular nada aberrante, nada escabroso, nada absurdo. Absurdo sequitur quodlibet (supuesto un absurdo, se sigue cualquier cosa). La lengua de la ultraderecha no busca matizar el despojo, la injusticia, el daño. Por el contrario, se jacta de su egoísmo y de su pulsión de muerte. Se enorgullece de un deseo que es destructivo en una parte de la sociedad y autodestructivo en la otra.
A diferencia de la lengua de la derecha tradicional, la lengua de ultraderecha no cree ni un ápice en un orden natural “providencial” garante de la coincidencia entre el interés particular y el interés de la colectividad. No pierde el tiempo recitando la letanía dogmática de Adam Smith, aunque cada tanto la invoca como reliquia. Tampoco cree en la formula de César Beccaria (retomada por Jeremías Bentham) que sostiene que el objetivo de la vida social es la mayor felicidad repartida entre el mayor número. La política de la ultraderecha consiste en destruir a la colectividad y en dejarle el terreno allanado al menor numero de intereses particulares, claramente identificables: las “garras visibles” de un grupo integrado por descomunales corporaciones monopólicas, dueñas de casi todo: Vanguard Group, BlackRock, las Big Farma, los grandes Bancos de Inversión, entre otras.
A la lengua de la ultraderecha, las “condiciones naturales” le saben a pura ingenuidad. Confía mas, mucho más, en los artificios inducidos por el poder corporativo o estatal (sí, suele recurrir al Estado cuando es necesario). Siempre está atenta a ampliar el horizonte del fetichismo de la mercancía y a sostener los mecanismos de la mistificación, desde adentro y desde afuera del mercado. Por supuesto, ve una tara en cualquier consideración ética, en cualquier sentimiento de compasión.
De todos modos, en la línea del pensamiento reaccionario clásico, la lengua de la ultraderecha no deja de ubicarse en el terreno de “la naturaleza”, para confrontar con unos enemigos a los que ubica invariablemente en el campo de “lo ideológico”. Esa argucia argumentativa le sirve, por ejemplo, para denunciar la paja del supuesto adoctrinamiento en la ideología ajena y para negar la viga del autoritarismo en la ideología propia (que siempre evita auto-reconocerse como ideología).
Así es la lengua de la ultraderecha: sin artificios, sin galas que la recubran, sin apelaciones al justo medio, a las lógicas del gradualismo o a la prudencia hobbesiana. La lengua de la ultraderecha pone de manifiesto su perversa aspiración al “mal común” y a la disolución comunitaria, mientras celebra abiertamente la codicia, la injusticia y la crueldad en todas sus formas.
Su exaltación de la propiedad privada en un contexto histórico que se caracteriza más por su consolidación que por su impugnación, donde no aparecen contendientes de fuste que pretendan eliminarla, restringirla o complementarla con otras formas de propiedad (estatal, pública, colectiva, social, comunal, etc.), puede verse como un intento de recortar los bienes civiles: vida, libertad, integridad del cuerpo y como un cuestionamiento a las leyes que todavía contribuyen a su conservación. De este modo, la lengua de la ultraderecha retoma invariantes históricas reaccionarias y lugares comunes de la retórica tradicionalista nacional; en fin, reactualiza las históricas crueldades argentinas, las sintetiza y las radicaliza.
La lengua de la ultraderecha es una lengua de la trasgresión y de la incorrección política que le permite a una minoría oscura, ultramontana y desquiciada capitalizar el hastío colectivo –en muchos casos no exento de desesperación– respecto de otras lenguas que hace tiempo languidecen: la lengua cínica de muchas de las viejas instituciones sociales y políticas; la lengua inverosímil del neo-desarrollismo; la lengua moralizante del trabajo alienado y penoso; la lengua fraudulenta de la democracia subsidiaria del capitalismo; la lengua lúgubre de algunas organizaciones que asumen la representación de las clases subalternas y oprimidas y que no están a la altura sobre todo cuando se presentan encrucijadas históricas; la lengua ingenua y aburrida que todavía cree en la omnipotencia de la razón crítica; en fin, todas las lenguas de las virtudes falsas, de las inconsecuencias, de los egoísmos enmascarados, de los empoderamientos simulados y de los inviables perfeccionamientos humanos. Las lenguas que no aportaron –por lo menos no sustancialmente– a los procesos de auto-comprensión de la clase trabajadora, a los agenciamientos y goces populares.
La lengua de la ultraderecha se fue colando por las fisuras de estas últimas lenguas y sacó ventaja de su falta de vocación polarizante y de la confusión que esta circunstancia genera en las clases subalternas y oprimidas (y que afectan su capacidad de diferenciar lo malo de lo peor y de valorar las conquistas reales en el plano de civil, lo simbólico y lo cultural).
Al final polarizó la ultraderecha, a su modo, claro: por un lado la “continuidad” y por el otro “el cambio”, por un lado “los políticos corruptos” y por el otro “la gente de bien” (una especie de clase media extensa y porosa), por un lado “los subsidiados” y por el otro los “que pagan impuestos”, por un lado los jubilados “que no aportaron” y por el otro los jubilados “que aportaron”, por un lado las razones indeterminadas y poco prácticas y por el otro las respuestas inmediatas de las experiencias místicas y suprasensibles, etc.. Así, con abstracciones menesterosas, apelando a una especie de anti-conciencia, la lengua de la ultraderecha fundó una contradicción que relegó a un segundo plano a los antagonismos fundamentales de la sociedad argentina. Articuló, por lo menos circunstancialmente, lo que parecía inarticulable: odios desenfocados (intra-clase), resentimientos, prejuicios, angustias, ansias, deseos. Nos dimos cuenta tarde.
La lengua bufa de la ultraderecha, con su recurso permanente al escarnio (más que a la sátira y a la ironía), también puede verse como una celebración de la incapacidad de la democracia burguesa para generar los anticuerpos llamados a evitar su destrucción. En la burla gubernamental subyace un ritual y una especie de consagración de lo que la lengua de la ultraderecha considera la muerte de la posibilidad y el triunfo de la necesidad; el triunfo de la ley terrible de la necesidad que se opone a la idea de lo alternativo. La muerte de la posibilidad es la muerte de la historia, es la muerte de la agencia humana. La posibilidad es lo único que salva, decía el filósofo-teólogo danés Søren Kierkegaard.
La lengua de la ultraderecha pone en evidencia la mediocridad de una buena parte de las dirigencias sociales, sindicales y políticas tradicionales de Argentina. Acostumbradas a las lógicas del “consenso democrático”, no saben como posicionarse frente a una lengua intransigente, insolente, soez, malsonante; frente a un gobierno que no tiene ninguna predisposición para negociar las líneas centrales de su proyecto (su abyecto). Claramente, estas dirigencias carecen de entrenamiento adecuado para las luchas que nuestro tiempo y las actuales circunstancias requieren. El escenario les plantea una disyuntiva de hierro: la complicidad o la rápida reconversión.
La política convencional, frente al riesgo de disolución del Estado, ante el despojo que sufre el grueso de la sociedad argentina, ante el abismo de la miseria material y moral, presenta actitudes que van del servilismo apenas disimulado a la pasividad y al abandono. De este modo, queda al desnudo la incapacidad de la política convencional para dar respuestas urgentes ante la catástrofe histórica en curso. Entonces, frente a este panorama, la lengua de la ultraderecha se ensoberbece: avanza, conquista posiciones, día tras día gana espacio para lo mórbido y deviene lengua de la humillación.
Sin dudas, la lengua de la ultraderecha es la lengua misma del capital (y del ego capitalista) en sus versiones más depredadoras. Pero no deja de ser, también, una lengua subalterna. En los últimos tiempos (¿años?, ¿décadas?) esta lengua se ha esparcido entre burgueses grandes y pequeños, entre personas que componen la clase media en un sentido más restringido (un sector de la sociedad que hace tiempo ha dejado de ser riguroso frente a lo indecoroso), entre trabajadoras y trabajadores, incluyendo a sectores del precariado. Es una lengua transversal; de ahí, también, su eficacia como elemento de descomposición de la polis.
Una conmoción traumática ya ha acontecido. La solidaridad y el sentido comunitario han mermado considerablemente. Las experiencias de la vida disociada se han multiplicado. La condición inhumana se ha esparcido por doquier.
El auge de la ultraderecha, en Argentina y en otros lugares del mundo no es solo expresión de la “radicalización” del capitalismo; es, también, el signo del grado de deterioro de las retaguardias del proletariado extenso. En esos territorios, la ultraderecha ha logrado imponer su lengua, especialmente una jerga etaria, una especie de “cronolecto”, (quien está en contacto a diario con jóvenes lo sabe bien). Adosada a esa lengua, viene la experiencia como pasividad, o como la aristotélica “potencia pasiva” que va construyendo la capacidad para sufrir los cambios más desgarradores sin reaccionar e incluso gozando. Toda estructura es habitable decía Daniel el estilita desde la cima de la columna en la que padecía (por elección propia) sus días y sus noches.
La lengua de la ultraderecha ha capitalizado el deterioro de las conciencias y la deflación de algunas identidades: nacionales, de clase, entre otras conciencias e identidades propias de las clases subalternas y oprimidas en un país periférico. Se aprovechó de la ausencia, de la destrucción lisa y llana y/o del desgaste de las prácticas sociales populares autónomas, horizontales, deliberativas y contraculturales. De este modo, la lengua de la ultraderecha se ha consolidado sobre un terreno copado por lógicas productoras de enajenación y de vasallaje mecánico, por dispositivos de deshumanización.
Por ejemplo: la enardecida defensa de la propiedad privada en un país como el nuestro, en el que una porción significativa de la población carece de medios de vida elementales: vivienda, tierra y trabajo; en un país con un grado altísimo de concentración de la propiedad, debería ser decodificada masivamente como una ofensa. Si esto no ocurre es, precisamente, por el deterioro de las conciencias e identidades mencionadas y porque este deterioro, entre otras cosas, inhibe en las y los de abajo los modos de comprensión totalizadores y las posibilidades del para-sí.
La lengua de la ultraderecha se instaló en los intersticios creados por el hábito del desasosiego y la resignación. Maniobró sobre la idea de la inutilidad de toda rebeldía contra la dominación, la explotación, la riqueza, la pobreza y el mal vivir. Operó sobre la insana costumbre de padecer la vida y, por lo tanto, sobre la rutina de odiarla.
La lengua de la ultraderecha ha logrado que el sujeto subalterno y oprimido se humille y se envilezca cada vez que habla, y que se regodee servil y arrogante en su humillación y en su envilecimiento. El vocero presidencial, entre otras figuras del elenco gubernamental ultraderechista, puede servir como modelo de cretinez. El vocero parece tener la necesidad incontrolable de desagradar. El vocero se comporta y habla exactamente igual que un troll.
La lengua de la ultraderecha recondujo el odio que no era una mala pasión (que no era una pasión triste sino todo lo contrario), el odio al Imperio, a los ricos, a los burgueses y/o a los oligarcas, hacia la insolidaridad y el resentimiento horizontal, esto es: reorientó el odio de las y los de abajo hacia sus pares, hacia sus iguales: precarizados, inmigrantes, marginales, mujeres, personas del colectivo LGBTQ, pibes chorros, etc., y/o hacia algunos chivos expiatorios tales como las dirigencias políticas (“la casta” en una sus tantas acepciones) muy disponibles por su ineptitud y su ineficacia respecto de todo deseo emancipador. La lengua de la ultraderecha viene propiciando un renacer de cadenas y acumulando triunfos imperceptibles, unos tras otro, desde hace mucho tiempo y de cara a la consolidación del absolutismo del ego capitalista.
Un largo proceso histórico ha construido la permeabilidad del sujeto subalterno y oprimido respecto de la lengua la ultraderecha. Gradualmente, el sujeto subalterno y oprimido ha sido obligado al individualismo, ha sido condenado a la incertidumbre, a la inestabilidad y a la angustia. De este modo, estropeado su sentido de pertenencia a una clase, se ha convertido en un ser desarraigado convencido de que el presente es algo definitivo; un ser emocionalmente inestable o indiferente a toda emoción, irresponsable y cruel; sin historia, sin memoria, sin inteligencia, sin autoconciencia; incapaz de desarrollar alguna cordialidad dialéctica, inelegante para la sensibilidad, inepto para el amor. Hasta el sentido de la autoctonía ha perdido.
La lengua de la ultraderecha, al fin y al cabo, una lengua bífida es, por un lado, la lengua furiosa del energúmeno (de un “poseído”) que tiene la seguridad propia del ignorante satisfecho de sí mismo y, por el otro, es la lengua del letargo cultural y la apatía. Es la lengua de la reificación, la perfidia y la vaciedad. Es la lengua del miedo, la sumisión, la impotencia, la tristeza y la depresión.
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