Occidente: desmarcarse de la barbarie
Unas horas antes de que el ejército de Israel masacrara a siete integrantes de la World Central Kitchen (WCK) en la franja de Gaza, Washington autorizó el envío de más de 2 mil bombas a ese país, algunas de las cuales son de 225 kilogramos y otras más pequeñas. Sólo unos días atrás, había aprobado la transferencia del mismo número de proyectiles, pero en este caso se trató de las denominadas MK84, cuyo peso alcanza los 900 kilogramos y poseen la capacidad de destruir barrios enteros. Está documentado que las fuerzas armadas israelíes han usado esas municiones contra campos de refugiados. En la misma semana, se informó que Tel Aviv adquirirá cazas F-15 Eagle por un valor de 18 mil millones de dólares, cifra que presenta un paralelismo macabro: es el costo de la infraestructura vital arrasada por Israel en Gaza durante el último medio año, según estimaciones del Banco Mundial.
Esta serie de datos, aunada a una infinidad de hechos anteriores que sería imposible reseñar en este espacio, demuestra que las afirmaciones del presidente Joe Biden, en el sentido de que el apoyo de Estados Unidos a Israel dependerá de la protección a civiles, no es más que palabrería hueca para tratar de contener el daño causado a su imagen por su complicidad incondicional con el régimen de Benjamin Netanyahu y la limpieza étnica del pueblo palestino.
Hay pocas o ninguna razón para pensar que el más reciente crimen de guerra perpetrado por Israel cambiará la postura del demócrata, más allá de la retórica: las transferencias y ventas de armas mencionadas se pactaron cuando Tel Aviv ya había exterminado a 190 trabajadores humanitarios, más de un centenar de periodistas y más de 22 mil mujeres y niños, sin que esas atrocidades variaran un ápice el compromiso de la Casa Blanca con la causa del genocidio que Netanyahu lleva adelante. Todavía el pasado lunes, después de la masacre contra los trabajadores de WCK, el vocero de Biden, John Kirby, declaró que el gobierno estadunidense no ha detectado alguna violación de la ley internacional por parte de Israel.
La doble cara de Biden es compartida por el resto de los dirigentes occidentales, quienes de manera ocasional señalan la brutalidad del régimen israelí, pero mantienen inalterados sus vínculos diplomáticos, políticos, comerciales, culturales y militares con la potencia ocupante de los territorios palestinos. El candidato demócrata a la relección parece haberse percatado de que la obsecuencia criminal con el sionismo lo enajena de su base progresista sin hacerle ganar adeptos entre la ultraderecha, pero el propio Biden y los demás dirigentes del Occidente colectivo deben cobrar conciencia de que la naturalización del genocidio tiene efectos corrosivos mucho más extensos dentro de sus sociedades y en las relaciones internacionales, aunque por ahora no sean evidentes o les resulte fácil pasarlos por alto.
La bancarrota moral de Israel es irreversible y amenaza con arrastrar a todos los países que le brindan un paraguas diplomático, mediático y militar para continuar sus operaciones de terrorismo de Estado. Un primer paso urgente para desmarcarse de la barbarie consiste en evitar que las 2 mil toneladas de víveres que se apiñan en Chipre se pudran en bodegas y en garantizar que lleguen a la población palestina a la que Tel Aviv intenta exterminar por inanición.
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