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ESTADO, CAMBIO Y REVOLUCIÓN

La encrucijada del progresismo latinoamericano

Héctor-León Moncayo


Hace unas semanas el presidente Petro, frente al probable fracaso de las reformas sociales en el Congreso, lanzó la propuesta de una Asamblea Constituyente que volviera a dar la palabra a los sectores populares. Antes que detenerse en las minucias de su convocatoria, bien vale la pena examinar, a la luz de la experiencia histórica, el significado de fondo de proyectos como éste.

La línea divisoria entre los dos grandes campos en que se repartía la izquierda de América Latina en los años sesenta, setenta y hasta bien entrados los ochenta era, como se recordará, la lucha armada. La forma exclusiva, o primordial, para acceder al poder (del Estado) en contraposición a la vía electoral percibida como pacífica. La primera posible, la segunda inútil. Al punto que llegó a convertirse en una cuestión de moral, o más exactamente de moralismo. En cierto modo, y simplificando: división entre los valientes y los cobardes. Entre los fieles a ciertos principios (¿al pueblo?), honestos y esforzados, y los oportunistas, corruptos e indolentes. Maniqueísmo, este último, que fácilmente se podía refutar con centenares de valientes guerrilleros que no iban más allá del cambio de determinada “rosca” de gobierno y con los miles de impostores y de traidores

Durante mucho tiempo, la justificación más común de la primera opción era sencillamente pragmática. La historia había demostrado que las clases dominantes (oligarquías pro-imperialistas) no estaban dispuestas a entregar pacíficamente el poder, menos aun disponiendo de fuerzas armadas corruptas, con sus propios intereses de casta y respaldadas por la política del gobierno de los Estados Unidos, trenzado, como se sabe, en la “Guerra Fría” contra el “comunismo”. De hecho la característica más protuberante y casi típica de la región eran las dictaduras. Varios triunfos electorales reformistas, ahogados luego en violencia, bastaban para corroborarlo. En cambio, por lo menos al principio, la revolución cubana y sus realizaciones mostraban la validez indiscutible del esfuerzo insurgente armado.

Desafortunadamente, aquella justificación, aun siendo plausible, no acertaba en el blanco. O dicho de otra manera, esa no era la verdadera discusión la cual tenía que ver más bien, con el sentido de la rebelión. Había que empezar por recuperar la idea de revolución si lo que se quería era subrayar el carácter radical de la pretensión. No olvidemos que en ese entonces la idea que se tenía en el movimiento comunista (stalinista), era apenas la de un cambio anticolonialista en pro de un “desarrollo”; para los liberales nacionalistas por su parte, se trataba de recuperar la democracia y la soberanía nacional negadas por el régimen vigente. Pero una revolución significa, verdaderamente, una transformación radical de las relaciones de poder, entendidas en este caso, como relaciones entre clases sociales. De las relaciones de producción –diría Marx– bajo la forma de relaciones de propiedad.

Esta concepción descarta, de entrada la idea de que el poder resida básicamente en el aparato de Estado. Por tanto, “no basta con ocupar –tomar– el Estado”. Lo importante de la consigna de derrocar el poder existente por la fuerza de las armas no estaba, entonces, en el término “armas” sino en el llamado al derrocamiento, es decir en la sustitución de las relaciones de poder. A partir de ahí resurgen los debates clásicos de finales del siglo XIX: ¿destruir el Estado? Y suponiendo esa destrucción: ¿Para siempre? Como pregonaba el anarquismo. O ¿Utilizando transitoriamente una forma política de autoridad? Como sugería Marx. Esta segunda opción ha sido conocida principalmente en la versión de Lenin. Por su parte, Trotsky, tratando de escapar del voluntarismo, insistía en que se trataba de un hecho histórico: la emergencia de una dualidad de poder. Una perspectiva que retomaría luego Gramsci enfatizando en la formación del nuevo bloque histórico que entraría en la disputa por la hegemonía.

Estos temas clásicos, como se sabe, quedaron sepultados después del hundimiento de lo que se llamaba “bloque socialista” a principios de los noventa. Paradójicamente, la ideología política principalmente enterrada por el neoliberalismo, esto es, la socialdemocracia, fue la que se impuso en el cambio de siglo, y de milenio, entre los izquierdistas arrepentidos y los nuevos “alternativos”. El Estado Nacional, ya no burgués sino neutro, y dadas las virtudes de la institucionalidad democrática, podía permitir, junto con el desarrollo, creativas formas de distribución del ingreso y la riqueza, y sobre todo la inclusión de los anteriormente marginados de la democracia.

La vieja línea divisoria –procesos de paz mediante, en Centroamérica y Colombia– quedaba en el olvido. Se daba por hecho, sobre todo después del triunfo de Chávez, que se trataba de ser gobierno. El nuevo “paradigma” tenía que ver con la búsqueda de las mejores formas electorales para “acceder al poder”; al poder del Estado, naturalmente. El Estado ya no era el problema sino sus relaciones con la “sociedad civil”. La politología colocó entonces la discusión, en el terreno de las formas, las instituciones, de la democracia. Y fue así como se llegó a la primera oleada de gobiernos “progresistas” en América Latina. Vivida la experiencia, y observando nuevas tentativas, hemos regresado, veinte años después, a la vieja discusión.

La reconceptualización del Estado.

Desde luego, no se trata de reiterar o reproducir las soluciones clásicas. Ni es necesario. Una notable profundización se ha verificado tanto en el campo de la teoría como en el de la práctica histórica. Rectificando errores y aportando nuevos elementos. El Estado como concepto encierra dos acepciones estrechamente vinculadas. De un lado puede verse como la consumación de un proceso histórico que lleva a la aparición de “lo político” en su especificidad, y por tanto emblema de la modernidad; de otro, como la forma particular de dominación u opresión de la clase que detenta el poder en el capitalismo, la burguesía, dicho en términos genéricos. De ahí los frecuentes equívocos.

Sin duda es a Lenin a quien debemos el principal desenfoque, esto es la reducción del Estado al aparato (fuerzas armadas más burocracia). Concepción instrumental que lleva a una peligrosa implicación: la neutralidad, ya que su “carácter de clase” se derivaría de su control por parte de fuerzas que serían externas. Como quien dice que un cambio significaría solamente su utilización por parte de otras clases. En ese orden de ideas no sorprende que la preocupación principal resida en el “acceso”. El previsto por sus propias reglas de funcionamiento – la “democracia”– o desde afuera, mediante una sublevación. Como se comprenderá, esto de las “reglas de acceso” debe analizarse como parte del contenido del mismo concepto de Estado. Es por eso seguramente que Marx solía utilizar la expresión superestructura jurídico-política, aludiendo a la diferenciación que hacían los clásicos liberales entre “sociedad política” (Estado) y “sociedad civil”.

Bastaría con recordar la conocida definición acuñada por Weber: “Estado es el monopolio del uso legítimo de la fuerza”. Claro que está presente la coerción y la normatividad que la sustenta, pero la clave aquí está en la “legitimidad”. Aceptación o consentimiento, tanto en el proceso de “conquista” de lo que se entiende como “el poder” (sufragio universal y ley de mayoría), como en su conservación (respeto y garantías para las minorías). No se trata pues de un aparato inerte sino de un complejo donde se producen simultáneamente el aparato y los sujetos que se relacionan con él. En este caso los ciudadanos: individuos que en su abstracción son “iguales ante la ley”. Los intereses particulares (económicos), que se expresan en la “sociedad civil”, supuestamente han cedido su lugar a los generales (lo público), lo singular da lugar a lo universal. Es por eso que resulta aquí fundamental el concepto de Constitución y por tanto el de Poder Constituyente.

Como se ve, es una problemática que lleva de suyo un componente necesario de historicidad. El Estado moderno, necesariamente, supone un territorio y una nación. Ambos presupuestos son evidentemente concretos, históricos; son construidos, como el Derecho, mediante la fuerza (1). El territorio surge de la conquista y la nación de la subordinación de las etnias minoritarias o débiles. En otras palabras, el Estado no es simplemente el lugar para el ejercicio de la política (confrontación de fuerzas sociales estructuradas) sino un resultado de la misma.

Muchas de las elaboraciones filosóficas, sociológicas o de la ciencia política llegan a una palmaria conclusión: esta unidad nacional como negación de las clases sociales y de su relación antagónica, que sirve de fundamento a ese artefacto que es la moderna “sociedad política” sólo puede servir a la clase que ya detenta el poder en su sustrato económico y social: la burguesía. Naturalmente son diversas las fracciones de que se compone y muchos otros los agrupamientos sociales que son necesarios como aliados o apoyos; además el consentimiento de los subalternos debe ser renovado permanentemente (2). Las reglas de la “democracia” están diseñadas justamente para permitir múltiples variaciones en las correlaciones de fuerza; incluso es posible identificar periodos históricos que se diferencian porque en cada uno se han impuesto ciertas combinaciones estructurales, tales como el “Estado Bienestar” o el “Estado Neoliberal” (3). Esta variedad de tipos de Estado, sin embargo, no llegaría nunca hasta reflejar un vuelco radical (una inversión) de la relación de poder fundamental del capitalismo. La conclusión general, pues, lleva a postular nuevamente que una transformación radical (¿revolución?) supondría forzosamente una destrucción de la forma Estado y su reemplazo por otra construcción social.

La elaboración desde la experiencia

Los “progresistas”, que fueron gobierno en varios países de Latinoamérica a principios de siglo tenían, por supuesto, que plantearse necesariamente el problema. Con notables diferencias, claro está, pues mientras algunos se reclamaban herederos de la izquierda otros lo eran de las corrientes nacional- populares del pasado. Sin embargo, fieles a la denominación que mejor les calza, no podían menos que considerar el Estado (y particularmente la democracia), como una conquista del progreso. En ese sentido el “cambio de época” –como decía Correa en Ecuador– sólo podía significar un cambio de orientación del Estado, o en sus versiones más ambiciosas, una transformación del mismo. Un poco en el sentido socialdemócrata que postula un cierto tipo de Estado (“neoconstitucionalismo de segunda posguerra”), pero con un énfasis antimperialista. Es por eso que hoy en día, haciendo un balance de sus realizaciones, se les denomina también gobiernos pos-neoliberales.

Hubo, pues, versiones más radicales que llevaron la transformación hasta la expedición de una nueva Constitución como en Venezuela (socialismo del siglo XXI), y especialmente Bolivia (Estado plurinacional) y Ecuador (Estado biocéntrico). Éstas llevaron a algunas corrientes académicas que venían reclamando una cierta originalidad latinoamericana a postular la teoría del “Nuevo Constitucionalismo”. Según se argumentaba, se encontraría en ellas, por lo tanto –y para retomar los términos del problema enunciado al principio– junto con el cambio de paradigma, un vuelco en las relaciones de poder. La interpretación más imaginativa y optimista es la de Boaventura de Sousa Santos quien encuentra en la serie de innovaciones formales una verdadera transición hacia el pos-capitalismo. Se trataría, ciertamente, de un experimento, pero que tendría la ventaja de aprovechar el tiempo en un proceso constituyente prolongado donde se administra la tensión entre lo constituido y lo constituyente, manteniendo en el pueblo el poder constituyente (4). Lamentablemente, como suele suceder en el mundo intelectual, es elevada la carga de idealización. Bien lo mostró la oleada de derrotas electorales que vino después y la consiguiente restauración neoliberal y conservadora.

Las experiencias que se acaban de mencionar no dejan de suministrar, de todas maneras, importantes indicaciones. Especialmente la de Bolivia que vivió el proceso más genuino y original de todos y donde fue clara la consolidación precedente, a través de sucesivos levantamientos, de un nuevo sujeto histórico, el Indígena-Campesino-Comunitario. Según Maristella Svampa se combinaron allí tres memorias: las luchas contra la colonización, la construcción del Estado nacional popular de la década del 50, y las luchas antineoliberales (5). Y por eso vale la pena reseñar la reflexión de Álvaro García Linera quien no sólo fue Vicepresidente sino que es y ha sido un investigador y un pensador notable.

Aunque en un reciente ensayo se establecen varios períodos en la evolución de su pensamiento, según el “lugar de enunciación”, a saber, el guerrillero, el prisionero, el intérprete y el vicepresidente, aquí es pertinente solamente el último período (6). Muy bien escogida, por otra parte, la tensión que se revela en el título del ensayo mencionado ya que el concepto de comunidad era en realidad su verdadero foco (potencialidad emancipatoria, formación social no capitalista, trabajo vivo, forma particular de acción colectiva o período de transición al socialismo) el cual va cediendo poco a poco su lugar al Estado. Éste comienza siendo “fetichismo de la modernidad capitalista” y “expropiador de la capacidad política de la comunidad” para terminar convertido en “campo de lucha” y expresión de la “correlación de fuerzas”.

Esta modificación de la mirada sobre el Estado, según él, no es propiamente suya sino de la realidad. Luego de la victoria del MAS. Supone que se trata de un momento en el cual su forma social está en duda, en que se construye una nueva estructura estatal. O sea una transición. Aunque el cambio parece ser siempre uno de sus atributos: “[…] lo que llamamos Estado es una estructura de relaciones políticas territorializadas y, por tanto, flujos de interrelaciones y de materializaciones pasadas de esas interrelaciones referidas a la dominación y legitimación política” (7).

Para examinar esta transición en el caso de Bolivia utiliza un esquema de cinco fases a) develamiento de la crisis de Estado b) Suponiendo una disputa entre proyectos políticos nacionales, un momento de empate catastrófico c) Renovación o sustitución radical de élites políticas d) Construcción, reconversión o restitución conflictiva de un bloque de poder económico-político-simbólico a partir del Estado. e) Punto de bifurcación. Un hecho político-histórico a partir del cual la pugna es resuelta mediante una serie de hechos de fuerza que consolidan duraderamente un nuevo (o reconstituyen el viejo) sistema político. En Bolivia este último se da en 2008 en torno a la elaboración y promulgación de la nueva Constitución, incluyendo el intento de golpe militar reaccionario. A partir de ahí, dice, se da inicio a la construcción del nuevo Estado (8).

La pregunta que se hace naturalmente es ¿Cuál es la coalición social que conquistó el poder político? O más exactamente ¿el nuevo bloque de poder? La respuesta que arriesga en ese texto de 2010, es, sin embargo, desconsoladora: “Esto es verificable a partir del origen social, trayectoria laboral y educativa, y estructura de los capitales (económicos, culturales y simbólicos) de los actuales gobernantes”. Se acompaña de presencia directa de las organizaciones sociales en el proceso de las decisiones que va a tomar el Ejecutivo o que va a presentar al Congreso.

En ese mismo texto, después de presentar una descripción de las acciones emprendidas concluye: “En síntesis, podemos decir que la transición estatal se presenta como un flujo de marchas y contramarchas flexibles e interdependientes que afectan las estructuras de poder económico (como propiedad y control del excedente), la correlación de fuerzas políticas (como representación parlamentaria, fuerza de movilización social, liderazgo y hábito administrativo) y la correlación de fuerzas simbólicas (como ideas ordenadoras y reguladoras de la vida en común)” (9).

A partir de ese momento, en lo que puede denominarse un segundo “sub-periodo” de este lugar de enunciación, las elaboraciones, principalmente en conferencias, se refieren más que todo al gobierno. Y enuncia una tesis: hay una contradicción: el Estado por definición es monopolio, y movimiento social por definición es democratización de la decisión. El riesgo es: si priorizas la parte monopólica del Estado, ya no será gobierno de los movimientos sociales, será una nueva burocracia política. Pero si priorizas solamente el ámbito de la deliberación (los movimientos sociales), dejas de lado la gestión. Tienes que asumir la contradicción y correr ambos riesgos

Hacia 2015 la mirada sobre el Estado ya recae en un cierto principio de su neutralidad, de sus paradojas o contradicciones intrínsecas, o de Estado “abierto”. Dice en una conferencia en la Sorbona, en la que pretende exaltar a N. Poulantzas: “Justamente, es en los huecos de la dominación, en los intersticios del Estado y en su cotidiana incertidumbre de realización, donde se encuentra, anida y surge la posibilidad de la Emancipación” (10).

Luego de los repetidos ataques de la derecha que, si bien se había replegado a los gobiernos regionales, conservaba su fuerza, pero sobre todo de la crítica desde los movimientos ambientalistas y algunas organizaciones sociales (caso Tipnis), la caracterización del Estado como relación de fuerzas tiene ya una versión que sabe a derrota, poniendo en duda incluso la continuidad del proceso. Considera que en las revoluciones por la vía democrática, el nuevo poder tiene que convivir con el adversario, que ha sido derrotado electoral, cultural y políticamente, pero aún sigue en el campo de lucha. Hay que aceptarlo, dice él, como parte de la democracia, en donde las Constituciones imponen límites, entre otros ¡los de los periodos de los mandatarios!

Finalmente, lo que llama la atención en la posición de García Linera, al final, hasta su salida del gobierno, es que las realizaciones de la “descolonización”, por encima de los cambios culturales y en la representación política, tienen que ver con la utilización de los instrumentos económicos del Estado: generación, apropiación y distribución (social) del excedente. Y esto en contra de quienes los criticaban por haber persistido en el extractivismo. De hecho, en una exaltación de la NEP (Nueva Política Económica), a propósito del aniversario de la revolución rusa, sostenía que la estabilidad y el crecimiento económicos son la única garantía de la continuidad de un proceso revolucionario.

Lo que es posible decir, en definitiva, es que el proceso boliviano arranca con una voluntad de innovación, expresada en el Estado “Plurinacional” de la Constitución, pero termina resignándose a repetir el modelo de la tradicional corriente nacional-popular, es decir, fundamentalmente, Pos-neoliberal.

En el caso colombiano, el llamado del presidente Gustavo Petro pretende un avance con el Estado, el Gobierno y la sociedad, ¿hasta dónde?

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1. Otra línea de la profundización, en contra de quienes proclaman la “racionalidad” del Derecho y la “majestad” de la justicia, es el desarrollo de la Teoría crítica del Derecho que ha puesto en duda su neutralidad. Uno de sus filones más interesantes ha sido la reivindicación del pluralismo jurídico en contra del monismo que lo asocia con un Estado (hay historiadores que sostienen incluso que la administración de justicia es la base del surgimiento del Estado al final de la Edad Media). Una sintética revisión del tema en: Wolkmer, Antonio C. “Introducción al pensamiento jurídico crítico” Ilsa, Bogotá, 2003.

2. Vale la pena una aclaración. El Estado no es simplemente un “comité de mandaderos”; posee, por definición, una autonomía relativa. En primer lugar porque es el encargado de asegurar, por lo menos en principio, el sentido de conjunto del proyecto burgués por encima de los corporativismos, y en segundo lugar porque cumple la función de organizar políticamente a las clases dominantes, a sus individuos y a sus fracciones, ventilando y resolviendo sus contradicciones. Ese es en cierto modo la razón de ser de la famosa “tridivisión del poder”. Poulantzas, N. “Poder político y clases sociales en el Estado capitalista”. Siglo XXI, México, 1982

3. Esta “Democracia”, sobre todo procedimental, se nos aparece, en su formalidad, como un sistema justo y eficaz; no obstante, a esta altura del siglo XXI, hay ya casi un consenso en relación con la profunda pérdida de credibilidad en ella y su crisis tal vez definitiva. Ver: Przeworski, A. “La crisis de la democracia”. Le Monde diplomatique, edición Colombia, Nº224, agosto de 2022, pp. 22 y 23

4. De Sousa Santos, B. Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur, AbyaYala Quito, 2010.

5. Svampa, M., Bolivia: memoria, insurgencia y movimientos sociales, Clacso,Argentina, 2007.

6. Torres L., Tomás, Comunidad y Estado en Álvaro García Linera, Ariadna ediciones, Santiago de Chile, diciembre 2018

7. García Linera, A. “El Estado en transición. Bloque de poder y punto de bifurcación” en: Varios, El Estado. Campo de lucha, Clacso-Muela del diablo editores, Bolivia, 2010.

8. García L., Ibídem.

9. García L., Ibídem.

10. García L., A “El Estado y la vía democrática al socialismo” en GL, A: La construcción del Estado y la vía democrática al socialismo, Banco Central de Venezuela, 2018.

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