En lo político, está claro que la cacería de migrantes proyectada por Trump sería una violación flagrante a los derechos humanos que alimentaría la ya alarmante oleada de agresividad que padecen y los sometería a una clandestinidad insoportable
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El ex presidente Donald Trump llevó a un nuevo nivel su explotación del racismo como bandera electoral al prometer que, si resulta ganador en los comicios de noviembre próximo, deportará a millones de migrantes cada año. Según filtraciones obtenidas por un medio de comunicación, para lograr esta meta el magnate planea movilizar a agentes de Inmigración y Aduanas (ICE), junto con la FBI, la DEA, fiscales federales, la Guardia Nacional e incluso policías estatales y locales. Las personas que no puedan ser deportadas de inmediato quedarían recluidas en instalaciones gigantescas construidas por el ejército cerca de la frontera con México.
El nuevo plan de Trump es un espejo del muro fronterizo que prometió en su campaña presidencial de 2016 y del que apenas pudo avanzar unos tramos durante su administración: se trata de un proyecto tan infame como disparatado; claramente irrealizable por los desafíos logísticos, humanos, financieros y legales a los que se enfrenta. Sin embargo, al igual que su muralla americana, no es necesario concretarlo para ocasionar un sufrimiento enorme a todos los extranjeros que se hallan en Estados Unidos en situación migratoria irregular, a sus familiares (que, en muchos casos, cuentan con nacionalidad estadunidense), sus comunidades y al propio país.
El hecho es que en estos momentos el magnate no tiene ningún rival a la vista para hacerse de la candidatura presidencial del Partido Republicano, y varias encuestas ya lo sitúan por encima del actual mandatario, Joe Biden, en la carrera hacia la Casa Blanca.
Por tanto, es ineludible contemplar la posibilidad de que logre su anhelo de regresar al poder y se ponga al frente de la superpotencia en el periodo 2025-2029. En tanto país de partida y tránsito de migrantes, así como por su larga frontera compartida con Estados Unidos, México está obligado a tomar todas las previsiones necesarias y diseñar planes de control de daños para todos los escenarios discernibles. El Estado debe emplear sus capacidades a fondo, pero también buscar alianzas nacionales e internacionales con todos los organismos humanitarios dispuestos a participar en la creación o reforzamiento de redes de apoyo a los deportados, a quienes se encuentran en camino hacia el norte y a todas las personas que se verían afectadas de manera directa e indirecta por los designios fascistas de Trump.
Es necesario tener presente que ni siquiera se precisa realizar las deportaciones para desatar una cascada de consecuencias que desbordaría al territorio estadunidense, golpearía de lleno a México y podría alcanzar dimensiones globales. Para iniciar una espiral de caos, basta con empeorar el clima de intimidación contra los indocumentados y obligarlos a abandonar sus puestos de trabajo a fin de ponerse a salvo de las redadas. La producción agrícola, la construcción, los servicios gastronómicos y turísticos se encontrarían entre los primeros sectores en resentir una catastrófica falta de mano de obra, como ha ocurrido en Florida desde que el gobernador Ron DeSantis comenzó a promulgar una batería de legislaciones xenófobos en su fallido intento de relevar a Trump como líder de la ultraderecha. La caída en esos ramos impactaría en el resto, revertiría los avances en creación de empleo y podría empujar al país hacia una recesión. El parón productivo al norte del río Bravo sería devastador para la industria maquiladora desplegada al sur. Al mismo tiempo que se pierden o al menos dejan de generarse empleos en la manufactura para exportación, México tendría que encarar una caída en la recepción de remesas, además de atender a los paisanos devueltos y a los extranjeros varados aquí.
En lo político, está claro que la cacería de migrantes proyectada por Trump sería una violación flagrante a los derechos humanos que alimentaría la ya alarmante oleada de agresividad que padecen y los sometería a una clandestinidad insoportable. Es evidente que dicha situación dañaría los vínculos bilaterales y lastimaría la relación de respeto mutuo construida en años recientes, pero la imposibilidad práctica de romper lazos con el mayor socio comercial del país obligaría a buscar salidas dignas y soberanas a una coyuntura claramente indeseable.
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