Para empezar, la estrategia de seguridad pública impuesta por Bukele, basada en el estado de excepción, cierto es que ha reducido la violencia delictiva, pero se ha traducido en una masiva violación de derechos humanos...
Como anticiparon todas las encuestas, en las elecciones realizadas ayer en El Salvador Nayib Bukele fue relegido presidente por una aplastante mayoría de más de 85 por ciento de los sufragios y, de acuerdo con las primeras previsiones, su partido Nuevas Ideas tendrá casi la totalidad de los 60 diputados en el Congreso unicameral.
Son múltiples las razones de este resultado avasallador que consolida el dominio casi total del mandatario sobre el conjunto de la institucionalidad salvadoreña.
La más visible es, sin duda, la espectacular caída de los índices delictivos, que pasaron de ostentar la tasa de homicidios más elevada del mundo a una cifra ínfima, un fenómeno que le ha valido a Bukele un respaldo masivo y una popularidad incontestable.
Debe considerarse también la crisis casi terminal de los principales partidos opositores, Arena (derecha) y Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN, izquierda), reducidos casi a la insignificancia en los votos captados. Y a ello hay que sumar el conocido talento publicitario del presidente, el cual ha sabido vender una imagen cool que cautiva a muchos ciudadanos.
Pero, tras la arrasadora victoria electoral y el curso de consolidación del bukelismo, hay realidades mucho menos presentables que la del joven mandatario adicto a las redes sociales, implacable con el crimen organizado, respondón ante Washington y siempre hábil ante los cuestionamientos en las ruedas de prensa.
Para empezar, la estrategia de seguridad pública impuesta por Bukele, basada en el estado de excepción, cierto es que ha reducido la violencia delictiva, pero se ha traducido en una masiva violación de derechos humanos, en el irrespeto a las garantías procesales, en el terror policial, en una cauda de atropellos contra personas inocentes y en una nación que tiene a dos de cada cien habitantes en la cárcel, muchos de ellos sin juicio, en régimen de incomunicación y, en no pocos casos, sometidos a torturas y tratos degradantes y crueles.
Esta estrategia ha pervertido el principio de la presunción de inocencia –al punto de que las fuerzas del orden actúan con base en la presunción de culpabilidad–, es intrínsecamente clasista –toda vez que afecta a los más pobres– y ha significado la suspensión de las garantías constitucionales para el conjunto de la población salvadoreña.
Por añadidura, la total arbitrariedad y discrecionalidad con la que operan policías y militares contra cualquier persona a la que consideren sospechosa de algo abre la perspectiva de un empleo de semejantes prácticas en perjuicio de opositores políticos y activistas sociales; es decir, sienta las bases de una dictadura.
De hecho, numerosos activistas de derechos humanos, informadores y dirigentes políticos han señalado ya el clima de zozobra y temor en la que deben realizar sus tareas, pues nada impide al régimen aplicar contra disidentes las medidas antiterroristas que son rutinarias en la lucha contra las pandillas.
Por otra parte, si en materia de seguridad los resultados gubernamentales parecen espectaculares a corto plazo, en el terreno económico la primera administración de Bukele ha dejado un saldo pésimo, con un endeudamiento alarmante, la depauperación de la población y un incremento en las cifras de los migrantes, expulsados del país por el hambre y el desempleo.
Así pues, los dos milagros bukelianos, el de la reducción de la inseguridad y el de la refrendada popularidad del presidente, pueden ser construcciones frágiles y poco duraderas o, peor aún, la prefiguración de una tiranía personalista.
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