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LA CIUDADANÍA COMO MERCANCÍA

Con el triunfo del neoliberalismo la ciudadanía se ha convertido en una mercancía, es decir, en algo que puede comprarse y venderse, creando un verdadero mercado global.

Juramento del Juego de la pelota, de Jacques-Louis David.
Marco D'Eramo

Cada vez es más importante mantener una dieta informativa sana, sin noticias procesadas por las multinacionales y libre de medias verdades. Si quieres alimentar tu lado crítico y que El Salto llegue más lejos que nunca, este es tu medio. 

¡Aux armes citoyens! Esta es el primer verso la Marsellesa, el himno nacional francés adoptado por la Convención Revolucionaria en 1795. Ya no siervos de la gleba, ya no súbditos, ya no vasallos, sino ciudadanos. Ciudadano: categoría política que había desaparecido con el fin del mundo antiguo (cives romanus sum) y que resumía los derechos conquistados por la Revolución Francesa, ante todo la igualdad mutua de todos los miembros del Estado. La ciudadanía era, pues, un conjunto de derechos acompañados de un correlato de deberes, que vinculaban a los miembros de la «comunidad imaginada» que era el «Estado-nación». Un conjunto de derechos que se ha ido enriqueciendo con el paso del tiempo (derecho a la educación, derecho a la salud, derecho al trabajo...), mientras también aumentaban los deberes (servicio militar obligatorio, obligación de participar en jurados populares, exacciones fiscales...). Por esta razón los derechos de ciudadanía son tan diferentes de los derechos humanos, que no consagran la igualdad de quienes los disfrutan, sino solo la humanidad de los mismos. Los derechos de ciudadanía pretenden llenar de contenido la igualdad, que solo es formal y teórica, expresada en el principio de «una cabeza, un voto».

Esta concepción de la ciudadanía (y, por lo tanto, del Estado) alcanzó su apogeo en la década de 1960 y luego empezó a declinar. Los derechos se han reducido (el declive del Estado del bienestar) y los deberes también (la relajación de la presión fiscal), cuando no se han abolido (el servicio militar obligatorio). Como se ha afirmado, se ha verificado un «adelgazamiento de la ciudadanía». De todos modos, sin embargo, la ciudadanía se consideraba una forma de pertenencia y se trataba como tal: la ciudadanía podía obtenerse tras una larga residencia (para los inmigrantes) o por nacimiento (ius soli) o por origen (ius sanguinis). Sólo con el triunfo del neoliberalismo la ciudadanía pudo convertirse en una mercancía, es decir, en algo que puede comprarse y venderse, creando un verdadero mercado de la ciudadanía y una especie de «industria de la ciudadanía», como escribe Kristin Surak, de la London School of Economics, en su obra The Golden Passport. Global Mobility for Millionaires que acaba de publicar Harvard University Press el mes de septiembre pasado. ¿En qué sentido puede comprarse y venderse la ciudadanía? ¿Y cuál es la necesidad de comprarla en primer lugar? Codiciamos otra nacionalidad, porque no todas las ciudadanías son iguales. Nuestra vida depende de la «lotería del nacimiento». Como escribe Surak, si naces en Burundi puedes esperar vivir una media de 57 años con 300 dólares anuales a tu disposición; si naces en Finlandia, vivirás más de 80 años y tendrás unos ingresos anuales de 42.000 dólares.

La ciudadanía puede convertirse en una mercancía si, y solo si, los Estados que la sancionan son en la forma igualmente soberanos y en el fondo infinitamente desiguales

Los grandes fenómenos migratorios dependen de esta abismal desigualdad geopolítica. Las fronteras, sobre las que escribí recientemente en Sidecar/El Salto, sirven precisamente para mantener este abismo. Turquía recibe 6 millardos de euros al año de Bruselas para retener a los refugiados sirios (y afganos) y no dejarles entrar en la Unión Europea. Desde este año, Túnez recibe 1,1 millardos de euros para frenar la migración subsahariana. La minúscula república de Nauru (una sola isla de 21 kilómetros cuadrados y 12.600 habitantes) ha obtenido durante una década la mitad de su producto interior bruto de la retención (offshore processing) de los migrantes rechazados por Australia.

Al mismo tiempo, mientras las ciudadanías son tan ferozmente desiguales, existe la ficción jurídica de que todos los Estados son igualmente soberanos, según una concepción que se remonta a Emer de Vattel, quien en su i (1758) afirma que si en el estado de naturaleza, a pesar de todas sus diferencias, los hombres son iguales entre sí, lo mismo debe aplicarse a los Estados. Por supuesto, los Estados no son en modo alguno igualmente soberanos y Nauru no tiene obviamente una soberanía igual a la de Alemania, pero en la Organización de Naciones Unidas Nauru tiene un escaño, cuyo voto vale tanto como el de Alemania y en teoría puede abrir embajadas en todos los demás países del mundo y, por lo tanto, sus diplomáticos pueden viajar a los mismos gozando de inmunidad diplomática, etcétera. A este respecto, Surak cita a Stephen Krasner: «Lo que encontramos con más frecuencia, cuando se trata de soberanía, es hipocresía organizada» (Sovereignty: Organised Hypocrisy, 1999).

Cabe preguntarse en virtud de qué razones la UE ha decidido conceder la libre entrada a ciudadanos de Estados que venden al por mayor su ciudadanía

Así pues, la ciudadanía puede convertirse en una mercancía si, y solo si, los Estados que la sancionan son en la forma igualmente soberanos y en el fondo infinitamente desiguales. Muchos quieren escapar de esta desigualdad en la inmensa mayoría de los casos mediante la migración. O, por el contrario, con dinero, si pueden permitírselo, el cual es utilizado como ascensor en la escala de la ciudadanía. Los que compran una nueva ciudadanía son los privilegiados de los Estados desfavorecidos, ya sea porque son pobres, están sujetos a sanciones, se hallan sacudidos por disturbios políticos o guerras, o se han convertido en lugares peligrosos por el autoritarismo de sus regímenes. El comercio de la ciudadanía surge, pues, «de la confluencia de las desigualdades interestatales (interstate) e intraestatales (intraestate)». Como escribió Thomas H. Marshall en 1950: «La ciudadanía proporciona los cimientos de la igualdad sobre los que se puede construir la estructura de la desigualdad».

Dado que en la mayoría de los casos, la ciudadanía para un individuo y su familia cuesta —incluidas comisiones, donaciones, depósitos, inversiones, compras inmobiliarias (puede tratarse de todos estos elementos o solo de algunos de ellos)— entre unos pocos cientos de miles y algunos millones (de dólares o euros), y dado que nadie gasta más del 10% de su patrimonio en comprarla, la clientela potencial para adquirirla son los multimillonarios (los que tienen menos de 5 millones de dólares invertibles se consideran «ricos pobres»). Dentro de este círculo, quienes quieren comprar una segunda nacionalidad son un grupo de lo más variopinto: pueden ser palestinos apátridas que buscan un estatuto legal o empresarios iraníes a los que las sanciones encierran en el confinamiento. O chinos que quieren enviar a sus hijos a estudiar al extranjero y protegerse de las siempre posibles expropiaciones del Estado o del Partido Comunista Chino. U oligarcas rusos que buscan refugio de las arbitrariedades de Putin y, ahora, de los peligros de guerra. Durante un tiempo, los compradores más numerosos fueron los residentes de Hong-Kong durante los años previos a su reunificación con China. Pero también puede tratarse de directivos y ejecutivos de alto nivel (indios, pakistaníes, indonesios) que trabajan en los países del Golfo, donde, por imperativo legal, no pueden residir cuando se jubilan, y no quieren volver a sus países de origen.

El primer Estado que promulgó una ley por la que se concedía la ciudadanía a quienes invirtieran una determinada cantidad durante al menos un cierto periodo de tiempo fue San Cristóbal y Nieves

Pero precisamente porque la ciudadanía de algunos Estados es un privilegio exorbitante, sus titulares autóctonos quieren disfrutar en exclusiva del mismo y ponen barreras infranqueables a su adquisición por parte de los extranjeros. Así que ni siquiera para personas extraordinariamente ricas es fácil comprar directamente la ciudadanía de los Estados situados en la cúspide de la pirámide geopolítica (aunque, excepcionalmente, Francia naturalizó al multimillonario de Snapchat Evan Spiegel y Nueva Zelanda hizo lo propio con Peter Thiel, el multimillonario fundador de Paypal: Francia y Nueva Zelanda se hallan situadas en el «extremo superior»). Lo que sí puede hacerse desde hace casi cuarenta años, en cambio, es comprar una ciudadanía que te facilite entrar y residir en los Estados de la parte superior, lo cual permite que un individuo se mueva sin las interminables dilaciones ligadas a la adquisición de un visado. Porque la jerarquía de los Estados corresponde a la jerarquía de la movilidad internacional. Si tienes un pasaporte de la Unión Europea o de Japón, puedes entrar libremente en 191 países, si es estadounidense en 180, si es turco en 110, que es mejor, sin embargo, que un pasaporte sirio. Y así sucesivamente. En esencia, escribe Surak, mientras que la concesión de la ciudadanía a los inmigrantes exige que residan físicamente en el Estado durante cierto tiempo, a los compradores de la ciudadanía lo que se les exige es que su dinero resida en el mismo durante un determinado periodo de tiempo.

Los primeros en embarcarse en el comercio en este nuevo sector fueron los micro Estados caribeños (los quince estados asociados en la Comunidad del Caribe (Caricom), que tienen un total de 18,5 millones de habitantes. El primer Estado que promulgó una ley por la que se concedía la ciudadanía a quienes invirtieran una determinada cantidad durante al menos un cierto periodo de tiempo (citizenship by investment) fue San Cristóbal y Nieves (46.000 habitantes en 261 kilómetros cuadrados entre las dos islas), que durante siglos había prosperado gracias al azúcar (en el siglo XVIII producía el 20% del azúcar mundial), pero que en la década de 1970 había entrado en crisis, crisis agravada por la difusión de las vacaciones de crucero, que también segaron el recurso turístico y empobrecieron a todos los Estados caribeños. Junto con Antigua, Barbados, Jamaica, Grenada, Santa Lucía y San Vicente y las Granadinas, San Cristóbal y Nieves, tenía la ventaja de formar parte de la Commonwealth británica, donde prevalece el common law, es decir, donde la ley se basa en sentencias judiciales previas y no en códigos (derecho civil), porque el common law solo define lo que está prohibido, mientras que el derecho civil define lo que es lícito, siendo, por consiguiente, mucho más restrictivo.

En el Mediterráneo los grandes «exportadores de ciudadanía» han sido Malta y Chipre

El programa citizenship by investment acabó generando el 35% del PIB de San Cristóbal y Nieves. No es de extrañar que su ejemplo fuera seguido por otros Estados caribeños de la Commonwealth, como Antigua, Grenada y Santa Lucía (que, por cierto, es el «destino líder mundial para disfrutar de la luna de miel»). Dominica (72.000 habitantes en 750 kilómetros cuadrados), que no pertenece a la Commonwealth, también se abrió a la citizenship by investment. Su economía se basaba totalmente en el plátano (sus 6.000 explotaciones empleaban a 20.000 de los 70.000 habitantes de la isla), que exportaba principalmente a Europa gracias a un acuerdo especial, pero en 1996, a raíz de las nuevas normas dictadas por la Organización Mundial del Comercio, fue demandada ante los tribunales por Chiquita, que ganó el caso en 1998: la «guerra del plátano» hundió a la isla y la mitad de las tierras cultivables quedaron abandonadas. El programa citizenship by investment siguió siendo la principal baza de Dominica, que, para equipararse a las mayores ventajas ofrecidas por otros micro Estados caribeños, ofreció la ciudadanía a un precio más bajo, añadiéndole otras ventajas como, por ejemplo, la facilitación del cambio de nombre. Desde el año 2000 los pasaportes de San Cristóbal y Nieves y de Antigua tenían el atractivo añadido de permitir el libre acceso al espacio Schengen de la UE, acceso ampliado en 2015 a Dominica, Grenada y Santa Lucía. Cabe preguntarse en virtud de qué razones la UE ha decidido conceder la libre entrada a ciudadanos de Estados que venden al por mayor su ciudadanía.

La deseabilidad de un pasaporte depende, pues, de la movilidad que concede. En este sentido, la ciudadanía es diferente de la residencia. Hay una cincuentena de países (Portugal, España, Australia y Estados Unidos, entre otros) que a cambio de una inversión ofrecen la residencia, pero no la ciudadanía (resulta mucho más fácil retirar el permiso de residencia que privar del derecho de ciudadanía y, sobre todo, aquel no cambia el estatuto jurídico de quien lo disfruta). Sin embargo, la movilidad no depende tanto del Estado que te naturaliza, sino del que te deja entrar. En 2015 San Cristóbal y Nieves perdió la entrada libre en Canadá y su pasaporte se devaluó. Por eso, a medida que durante la década de 1990 y los primeros quince años de este siglo la industria de la ciudadanía salió de su fase artesanal y casera, se dotó de normas y procedimientos, se hizo más transparente, definió mejor el producto que vendía, y certificó su «garantía», los grandes Estados introdujeron cada vez más normas en la concesión de la ciudadanía. Para adquirir la de uno de los micro Estados caribeños, ahora es necesario que Estados Unidos (y, cada vez más, también Europa) den su aprobación. The Golden Passport: Global Mobility for Millionaires contiene toda una mina de información, de datos y de testimonios de primera mano sobre la historia de esta industria durante sus primeros cuarenta años de historia (entre las sorpresas que reserva el libro se cuenta la interminable bibliografía sobre un tema tan reciente).

Durante los últimos años, los rusos han tenido que buscar un nuevo refugio. Y lo han encontrado en Turquía

En el Mediterráneo los grandes «exportadores de ciudadanía» han sido Malta y Chipre, por razones relacionadas con su historia. Malta por su lengua inglesa, su ubicación y su pertenencia a la Unión Europea: el programa citizenship by investment maltés, que ha sido muy combatido tanto por los partidos malteses de la oposición como por el Parlamento Europeo, que impuso un tope de 1.800 naturalizaciones, se canceló en 2020, pero ahora se ha reabierto con un tope de cuatrocientas naturalizaciones anuales y 1.500 en total (todo ello al módico precio de una inversión de 700.000 euros, más 50.000 euros por familiar o empleado, depositados en al país durante al menos tres años).

Chipre también tenía la ventaja de formar parte de la Unión Europea, pero además durante la Guerra Fría formó parte de los países no alineados y dispuso de un fuerte partido comunista, por lo que muchos de sus jóvenes fueron a estudiar a la Unión Soviética y así, cuando la URSS se desintegró, Chipre contaba con abogados y directivos rusoparlantes con conexiones en Moscú. En poco tiempo, Chipre se convirtió en el destino favorito de los rusos por su proximidad, su sol y su acceso a Europa. Su capital pasó a llamarse extraoficialmente «Limassolgrad», o «Moscú soleado», contando «con escuelas rusas, tiendas rusas, clubes rusos, restaurantes rusos y periódicos rusos». Pero con la crisis griega, en 2013 la Troika impuso importantes gravámenes: el 47,5% a todos los depósitos bancarios (no asegurados) superiores a 100.000 euros. En 2020 se derogó el programa citizenship by investment de Chipre, justo cuando la pandemia daba un nuevo impulso a la demanda de los pasaportes de oro por parte de quienes querían escapar del bloqueo draconiano impuesto por China y otros países.

Desde un cierto punto de vista, ahora puede considerarse la ciudadanía como un producto financiero

Así que durante los últimos años, los rusos han tenido que buscar un nuevo refugio. Y lo han encontrado en Turquía, un sujeto inusual entre los vendedores de ciudadanía: con una población de 80 millones de habitantes y un poderoso ejército, es una de las veinte economías más importantes del mundo. Sin embargo, en pocos años, Turquía ha acogido a más de la mitad de los compradores de ciudadanía del mundo. No tiene la ventaja de pertenecer a la Unión Europea, pero tiene mucho más que ofrecer. A diferencia de los micro Estados caribeños o de Vanuatu, o incluso de Malta, Estambul es una gran metrópoli perfectamente habitable para un expatriado acomodado. Al principio, los inversores de Iraq, Afganistán, Palestina y Egipto eran los más interesados, luego los residentes extranjeros de Dubai engrosaron las filas: en Turquía pueden disfrutar de una jubilación dichosa. Con la Covid-19, y más aún con la guerra, muchos ucranianos y pakistaníes se unieron a la multitud de rusos naturalizados. Para los iraníes acaudalados, Turquía tiene un atractivo especial, no solo porque es un país vecino y porque es uno de los pocos países donde un iraní puede entrar sin visado, sino también porque la lira turca ha sufrido una fuerte devaluación (en los dos últimos años ha perdido la mitad de su valor frente al dólar) debido a la elevada inflación (39%este año), razón por la cual los iraníes se ven menos penalizados si adquieren sus propiedades en Turquía que en otros lugares, debido a su propia devaluación e inflación. En consecuencia, los iraníes compran cada año en torno a 10.000 inmuebles. Sin embargo, la inversión es rentable, porque los precios de la vivienda están subiendo en Estambul y en toda la costa mediterránea. En palabras de una agencia que tramita solicitudes de ciudadanía: «Se puede pensar en Turquía como un hogar, como un seguro y como una inversión».

Desde un cierto punto de vista, ahora puede considerarse la ciudadanía como un producto financiero, como lo son los vehículos de inversión estructurados. Así que, aunque en comparación con el flujo mundial de inmigrantes (aproximadamente 200 millones), las naturalizaciones por inversión constituyen solo un goteo infinitesimal (unas 50.000 al año), esta financiarización nos dice mucho más sobre la ciudadanía de lo que podríamos suponer y nos hace pensar, por ejemplo, en lo mucho que influye la ciudadanía cuando la ejercemos fuera de nuestro Estado de origen, ya que siempre la llevamos con nosotros y no podemos desprenderos de ella. En la India siempre me ha asombrado constatar cómo sus habitantes siempre aciertan la nacionalidad de los europeos. Entonces me di cuenta de que nuestro sistema de nacionalidad es a sus ojos un sistema de castas y me percaté igualmente de que la población local se halla muy versada en efectuar tal distinción por el menor de los signos entre las numerosas castas (en la India existen en torno a 3.000 oficialmente reseñadas, acompañadas por otras 25.000 subcastas). Y, en efecto, cada europeo lleva consigo su nacionalidad como cada indio lleva consigo su casta, es decir, como un destino sellado al nacer.

Quizá el fenómeno más curioso que relata Surak es el de los estadounidenses, que solicitan la obtención de una doble nacionalidad. Muchos de ellos son residentes extranjeros, que no quieren seguir pagando impuestos al Tío Sam (el sistema fiscal estadounidense estipula que un ciudadano estadounidense paga impuestos en cualquier parte del mundo con independencia de dónde viva y de dónde obtenga sus ingresos) o bien individuos que quiere estar en una situación pacífica con los bancos, los cuales, de otro modo, siempre tendrían que informar de todos sus movimientos a la agencia tributaria estadounidense, esto es, al Internal Revenue Service. Pero otros buscan una segunda nacionalidad para poder viajar. Una gran socióloga estadounidense, que goza de doble nacionalidad estadounidense y de un país europeo, me contó que desde el 11-S siempre viaja con un documento europeo. Otros lo solicitaron tras la elección de Trump. Quién sabe lo que harán el 5 de noviembre de 2024.
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Sidecar
Artículo original: Selling Citizenship publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Marco D’Eramo, Geografías de la ignorancia, NLR 108

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