La ocupación permanente de Israel y el sometimiento de los palestinos en una tierra que es casi mitad palestina nunca traerán estabilidad ni seguridad.
BASHIR ABU-MANNEH
TRADUCCIÓN: PEDRO PERUCCA
Niños palestinos caminan hacia una casa destruida el día después de un ataque aéreo israelí contra el campo de refugiados de Nuseirat, en la Franja de Gaza, el 30 de octubre de 2023. (Mohammed Abed / AFP vía Getty Images)
Mientras Israel bombardea y arrasa una Gaza bajo asedio total, matando a miles de civiles, entre ellos más de tres mil niños, los medios de comunicación occidentales siguen utilizando el mantra del «derecho a la legítima defensa» para cerrar el debate sobre la responsabilidad última de Israel —como ocupante— por la situación en Palestina.
Aparece el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres. La semana pasada Guterres declaró que los atroces atentados de Hamás del 7 de octubre «no se produjeron en el vacío» y que «esos atroces atentados no pueden justificar el castigo colectivo del pueblo palestino». También explicó:
El pueblo palestino ha estado sometido a cincuenta y seis años de ocupación asfixiante. Ha visto su tierra devorada sin cesar por los asentamientos y asolada por la violencia; su economía asfixiada; su población desplazada y sus hogares demolidos. Sus esperanzas de una solución política a su difícil situación se han ido desvaneciendo.
Como era de esperar, Israel respondió con indignación, demonizando a Guterres. Pero Guterres estaba exponiendo un hecho simple, describiendo una realidad histórica y política que la gente de Yemen a Yakima puede entender, a pesar de que gran parte de los principales medios de comunicación se nieguen a reconocerlo.
Para que algún día prevalezca la justicia, es esencial reconocer primero esa verdad y abordar la cuestión de la responsabilidad.
Esto es precisamente lo que ha empezado a hacer el periódico israelí Haaretz por medio del editorial publicado inmediatamente después de los atentados, «Netanyahu es responsable de esta guerra Israel-Gaza», que ya desde sus primeras líneas corta el ruido mediático:
El desastre que se abatió sobre Israel en la festividad de Simchat Torá es responsabilidad clara de una persona: Benjamin Netanyahu. El primer ministro, que se ha enorgullecido de su vasta experiencia política y su insustituible sabiduría en materia de seguridad, no supo identificar en absoluto los peligros a los que estaba conduciendo conscientemente a Israel al establecer un gobierno de anexión y desposesión, al nombrar a Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir para puestos clave, al tiempo que abrazaba una política exterior que ignoraba abiertamente la existencia y los derechos de los palestinos.
No hay aquí justificación alguna de la desmesurada matanza de civiles por parte de Hamás, que Haaretz sigue investigando e informando con espantoso detalle. Tampoco hay un intento de desviar la culpa hacia los palestinos en su conjunto o de desplazar el foco político reduciendo el fracaso de Israel a un mero desastre de inteligencia.
El enfoque del documento en la figura de Netanyahu es clave. Pero el fracaso lo supera, ya que constituye no sólo el fracaso de la política ultranacionalista que Netanyahu representa sino de los gestores y burócratas del Estado israelí que aplican esa política. Toda una doctrina de Estado se ha derrumbado y ahora requiere un cambio de paradigma. La ocupación permanente y una política definida por la supremacía judía en una tierra que es casi mitad palestina nunca conducirán a la estabilidad y la seguridad.
La transformación en Israel y Palestina debe empezar por reconocer la forma jurídica que ha adoptado la fantasía colonial de seguridad de Israel. La Ley del Estado-nación judío introducida por el gobierno de Netanhayu y aprobada por la Knesset en 2018 niega e ignora las realidades palestinas. Las raíces de la violencia reciente se encuentran claramente aquí. Smotrich y Ben-Gvir son simplemente sus síntomas.
Consagrando e impulsando legislativamente la supremacía judía en Israel, la ley de 2018 es un mandato constitucional para actualizar la naturaleza exclusivamente judía del Estado. Simultáneamente, rebaja el estatus político y cultural de los palestinos —tanto dentro como fuera de las fronteras israelíes de 1948—, creando una clase inferior. Los críticos de la ley han subrayado que «tiene características distintivas de apartheid y requiere una acción racista como valor constitucional».
Y lo que es más importante, la Ley del Estado-nación judío excluye legalmente a los palestinos de cualquier derecho político colectivo. Les niega explícitamente el derecho de autodeterminación que defienden las resoluciones de la ONU y el derecho internacional. Pero también va más allá, remodelando no sólo los objetivos políticos de la nación sino también su tejido moral, afirmando «el desarrollo del asentamiento judío como valor nacional» en la Tierra de Israel.
Si se quiere señalar una razón de la catástrofe actual en Israel y Palestina, es esta ley.
Israel se prohibió legalmente a sí mismo resolver la cuestión de Palestina como una cuestión nacional. Codificó lo que Netanyahu ha estado haciendo sobre el terreno dividiendo y parcelando la tierra palestina y dividiendo a los palestinos en bandos antagónicos. Bloqueó legislativamente las condiciones para la creación de un Estado palestino, violando el derecho internacional.
No sólo los críticos de Israel hacen esta afirmación. El propio Netanyahu lo admitió en marzo de 2019, diciendo: «Quien se oponga a un Estado palestino debe apoyar la entrega de fondos a Gaza porque mantener la separación entre la Autoridad Palestina en Cisjordania y Hamás en Gaza impedirá el establecimiento de un Estado palestino». Como dijo entonces Akiva Eldar: «Netanyahu pretende impedir que Cisjordania y Gaza sean consideradas como una sola entidad palestina y avanza en las divisiones entre las distintas facciones palestinas para debilitar el gobierno del presidente palestino Mahmud Abbas».
Con este cambio político en marcha, Israel rechazó explícitamente las ofertas de Hamás para resolver el conflicto políticamente. En 2018, el líder político de Hamás, Yahya Sinwar, concedió una extensa entrevista a la periodista italiana Francesca Borri en la que trazaba un posible camino hacia la paz. Sinwar veía «una oportunidad real para el cambio» y afirmaba que «la guerra no consigue nada» y que «una nueva guerra no interesa a nadie».
En la entrevista, Sinwar preguntó
¿Por qué nunca habla de lo que ocurrió después de Oslo? Como el Documento de Unidad Nacional, por ejemplo, que se basó en el conocido Documento de los Prisioneros de 2006. Y que esboza nuestra estrategia actual, es decir, de Hamás, Fatah, de todos nosotros, todos juntos: un Estado dentro de las fronteras de 1967, con Jerusalén como capital. Y con el derecho al retorno de los refugiados, por supuesto. Han pasado 12 años y ustedes siguen preguntando: ¿Por qué no aceptan las fronteras de 1967? Tengo la sensación de que el problema no es de nuestra parte.
Nada de esto justifica los horribles ataques de Hamás contra civiles. Nada de esto garantiza que ya se hubiera alcanzado la paz.
Pero la intransigencia de Israel y su compromiso con la supremacía judía es el obstáculo fundamental. La política israelí no permite la paz. Prioriza la supremacía judía sobre la igualdad y la coexistencia. E imponer crueles castigos a los niños de Gaza no aportará a los ciudadanos israelíes la seguridad que con razón anhelan.
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BASHIR ABU-MANNEH
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Bashir Abu-Manneh es catedrático de clásicas, inglés e historia en la Universidad de Kent y colaborador de Jacobin.
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