El contraste entre los comunicados emitidos por las embajadas estadunidenses en Lima y Quito después de cada acontecimiento ilustra el doble rasero de Occidente al hablar de “democracia” y legalidad.
El cuestionado banquero y mandatario ecuatoriano Guillermo Lasso y el defenestrado presidente legítimo de Perú, Pedro Castillo, actualmente en prisión.
LA JORNADA
El presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, disolvió la Asamblea Nacional (órgano legislativo) para frenar la discusión del juicio político iniciado en su contra por tener conocimiento de actos de corrupción en contratos de transporte de petróleo y no actuar al respecto. El mandatario, un banquero que representa los intereses de la oligarquía de Guayaquil, invocó un procedimiento denominado “muerte cruzada” porque le permite deshacerse del Legislativo pero obliga a realizar elecciones generales en un plazo máximo de 90 días. Mientras eso ocurre, Lasso gobernará mediante decreto bajo supervisión de la Corte Constitucional. La legalidad de la medida está en entredicho por la falta de argumentos sólidos para probar la existencia de una de las tres causales para activar el artículo 148 de la Constitución ecuatoriana: que la Asamblea se arrogue funciones que no le corresponden, por obstruir el Plan Nacional de Desarrollo o por grave crisis política y conmoción interna.
Guillermo Lasso
La maniobra de Lasso presenta un obvio paralelismo con el intento del depuesto presidente de Perú, Pedro Castillo, de disolver el Congreso en vísperas de una votación para destituirlo e instalar en el poder a un grupo afín a los grandes capitales, como en efecto ocurrió. Aunque las acciones de uno y otro fueron análogas, las reacciones internas y externas no pudieron ser más distintas. El maestro rural fue traicionado por las Fuerzas Armadas, encarcelado y rápidamente demonizado por medios de comunicación, organismos internacionales y multitud de gobiernos. En cambio, el millonario político ecuatoriano recibió el espaldarazo militar, diplomático y una cobertura mediática obsecuente.
El contraste entre los comunicados emitidos por las embajadas estadunidenses en Lima y Quito después de cada acontecimiento ilustra el doble rasero de Occidente al hablar de “democracia” y legalidad. En cuanto a la deslegitimada Organización de los Estados Americanos (OEA), se ha exhibido de nueva cuenta la disfuncionalidad, la carencia de autoridad moral y la deriva neocolonial en que ha terminado de hundirse el foro continental bajo el secretariado de Luis Almagro. Hasta este 18 de mayo, la OEA no había emitido un posicionamiento por la disolución de la Asamblea Nacional de Ecuador, pero el lunes 15 declaró que en el juicio político a Lasso el principio debía ser “el respeto de los mandatos constitucionales de presidentes elegidos por el voto popular”, una burla de parte del organismo que azuzó los golpes de Estado en Bolivia en 2019 y Perú en 2022.
Pedro Castillo
Más allá de la hipocresía de los actores mencionados, el hecho es que tanto Ecuador como Perú viven una alarmante inestabilidad política propiciada por diseños institucionales fallidos, y que sus respectivas crisis afectan los derechos de sus sociedades y sus perspectivas de desarrollo. Además, se vuelven un factor de precariedad en los vínculos regionales al obstaculizar procesos de integración que son fundamentales e irrenunciables para el bienestar y la soberanía de América Latina.
Cabe desear que los pueblos ecuatoriano y peruano logren sacudirse a unas clases políticas ajenas a las necesidades de las mayorías a fin de que ambas naciones andinas puedan desempeñar el papel que les corresponde en el impulso de acciones conjuntas para resolver los problemas comunes de la región.
La Jornada, México.
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