El gobierno polaco impidió al ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, ingresar el jueves a la ciudad de Lodz, donde se realizaba una reunión del Consejo de Ministros de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE).
Tras este enésimo acto de hostilidad que violentó las más elementales convenciones diplomáticas, el canciller convocó a una conferencia de prensa en la que declaró imposible el restablecimiento de los vínculos entre su país y Occidente.
Como si se tratara de confirmar esta apreciación, al día siguiente los 27 miembros de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, Japón y Australia acordaron imponer un tope de 60 dólares por barril al petróleo ruso, con el propósito de cerrar a Moscú su principal fuente de ingresos y forzarla a retirarse de Ucrania. El tope no sólo afecta a las naciones signatarias, sino que impide a toda empresa con negocios en esos territorios manejar cargamentos de crudo ruso en todo el mundo, a menos que se venda por debajo del monto fijado. Como era de esperarse, el Kremlin rechazó esta nueva medida de guerra financiera, confió en que se mantenga la demanda de su hidrocarburo y afirmó que estos pasos tendrán como resultado inevitable el aumento de la incertidumbre y la imposición de mayores costos para los consumidores de materias primas.
Conforme se desvanece cualquier perspectiva de una solución pacífica al conflicto en Ucrania, es necesario recordar que la guerra que ha devastado a este país es el resultado trágico del choque de dos necedades. Por un lado, la desmesura del presidente Vladimir Putin y su obsesión con restaurar el imperio ruso; por otro, la cerrazón de Occidente, su empeño en reducir a la heredera de la Unión Soviética a la completa irrelevancia geopolítica, y su afán de infligir a Rusia la máxima humillación posible en momentos en que ésta ya no representaba ninguna amenaza para la seguridad de Europa ni mucho menos de Estados Unidos.
En efecto, el ascenso de Putin y su prolongada permanencia en el poder de la mano de un discurso chovinista, desdeñoso de los valores occidentales (con todo lo que éstos puedan encerrar de positivo o negativo), no se explica sin el financiamiento y la asesoría de Washington y la Unión Europea a grupos políticos hostiles al Kremlin tanto dentro de Rusia como en las naciones que conforman su periferia; los golpes de Estado para instalar gobiernos afines a Occidente en el espacio postsoviético; el despliegue de sistemas de misiles que apuntan a Moscú y, sobre todo, la abierta provocación de ampliar continuamente hacia el Este las fronteras de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) después de 1991. Pese a que dicha alianza militar perdió toda razón de ser con la disolución de la URSS, fue sumando nuevos miembros, cada vez más próximos al territorio ruso, y la anexión de Ucrania a la misma habría puesto los misiles enemigos a sólo 400 kilómetros de Moscú, una amenaza insoportable para la integridad rusa que precipitó la invasión en febrero de este año.
De este modo, el ansia de dominio mundial de Occidente y las nostalgias imperiales del Kremlin continúan en un estira y afloja que tiene como víctimas directas a miles de soldados de ambos lados, así como a los civiles ucranios, pero que también afecta las vidas de millones de cientos de millones de personas, ya sea porque los presupuestos de sus países son desviados a la industria bélica o porque resienten las alzas de precios de productos y servicios a causa del conflicto en Europa.
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