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¿QUÉ HACEMOS CON LA “DEMOCRACIA LIBERAL”?

DEBATE:
Sabemos que sólo la movilización popular permanente, en todas las áreas de la vida, no sólo para protestar sino para transformar nuestras formas de producir, de consumir y de relacionarnos entre nosotros mismos, es la garantía de que los gobiernos y Estados puedan ser puestos al servicio de las mayorías. 
Estamos hoy enfrentados al dilema de volver sobre los “sueños insurreccionales” o de profundizar nuestro accionar revolucionario y transformador en el marco de la “democracia liberal”
 

En Colombia, de una u otra manera y sobre la marcha, se está intentando transitar por nuevos caminos. Gustavo Petro ha planteado que “rechazar la democracia liberal lleva a la dictadura”.

Fernando Dorado
Activista social

Con ocasión de lo ocurrido en Perú con el presidente Pedro Castillo (montajes, cerco político y mediático, y vacancia parlamentaria inmediata) y en Argentina con la vicepresidenta Cristina Fernández (condenada a 6 años de cárcel e inhabilitada para ejercer cargos públicos por supuesta corrupción), se reviven los golpes de Estado u otras formas de derrocamiento de gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, y vuelve a debatirse si es posible impulsar y lograr cambios estructurales a favor de las mayorías populares dentro de la “democracia liberal”.

Breve recuento histórico

Después del derrumbe de la URSS (1989), Fidel Castro planteó que cualquier proyecto político surgido de una insurrección armada de tipo popular que afectara los intereses del imperio estadounidense en América Latina, no tendría condiciones para triunfar o sostenerse para construir un modelo de vida alterno al neoliberalismo y capitalismo existente. Por tanto, había que repensar la estrategia de los pueblos latinoamericanos (y del tercer mundo) para enfrentar ese problema que nos impuso la vida. En Colombia, Jaime Bateman había avizorado esa situación desde 1980.

En 1994 “surgió” la vía autonomista de los pueblos indígenas del sur de México liderados por los “zapatistas” y en 1999 se inició en Venezuela el triunfo “pacífico-electoral” en cabeza de Hugo Chávez. En 2002 sufrió el golpe de Estado que el pueblo venezolano revirtió con contundencia, lo que se convirtió en un referente importante para la región. Siguieron las elecciones de Lula (Brasil 2003), Kirchner (Argentina 2003), Tabaré (Uruguay 2005), Zelaya (Honduras 2006), Evo (Bolivia 2006), Correa (Ecuador 2007), Fernando Lugo (Paraguay 2008), y ahora, AMLO (México 2018), Pedro Castillo (Perú 2021), Boric (Chile 2022), Xiomara Castro (Honduras 2022) y Petro (Colombia 2022), además de las “sucesiones” en Brasil, Argentina, Uruguay y Bolivia con Dilma Rousseff, Cristina Fernández, Pepe Mujica y Luis Arce.

El aprendizaje de esa vía electoral/pacífica y, paralelamente, de los golpes de Estado propiciados por el imperio estadounidense viene desde las experiencias del presidente Sukarno en Indonesia (1967) y de Allende en Chile (1970); que son las más relevantes. No obstante, no se pueden olvidar las numerosas intervenciones políticas, económicas y militares del gobierno de los EE.UU. en América Latina para imponer gobiernos oligárquicos subordinados a sus intereses e impedir que proyectos y dirigentes democráticos y nacionalistas lograran acceder al poder gubernamental.

En la actualidad, frente a lo que ocurre en el mundo y a los cambios ocurridos a todo nivel, es necesario revisar no solo las experiencias de los intentos realizados por diferentes pueblos por construir autonomía y autodeterminación frente a las potencias imperiales, sino que se hace imperativo repensar la estrategia de los pueblos y trabajadores que anhelan superar la enorme desigualdad e injusticia social que genera el capitalismo, y además, enfrentar los retos de un modelo de desarrollo basado en el consumismo obsesivo que nos obliga a sobrexplotar los recursos limitados que nos ofrece el planeta tierra, lo que nos conduce al riesgo de la extinción como especie.

Durante los últimos 23 años hemos vivido una serie de experiencias populares dentro de la “democracia liberal”, que se basa en los principios (formales) de igualdad ante la ley y respeto del debido proceso; separación de los poderes públicos; derecho a libertad, integridad y movilidad de las personas; libertad de expresión, de prensa e información; garantías a la reunión y asociación social y política; libertad de cultos y educación laica, etc. En ese contexto, las oligarquías y el imperio diseñaron estrategias para provocar y obligar a gobiernos de izquierda y/o progresistas a violar esa legalidad y así justificar los golpes de Estado, y cuando no lograban ese objetivo, idearon y aplicaron guerras jurídicas (“lawfare”) apoyándose en la corrupción de parlamentarios y jueces.

La lista es larga y diversa. Golpes de Estado o intentos de golpe utilizando las fuerzas armadas (policía y/o ejército) contra Chávez, Correa, Evo y Zelaya. Golpes parlamentarios (“suaves”, “blandos”) contra Fernando Lugo, Dilma Rousseff, y ahora, Pedro Castillo. Guerras jurídicas contra Lula, Cristina, Evo y Correa. Y cercos mediáticos de todo tipo contra los gobernantes progresistas y de izquierda, usando montajes, trampas, inventos y mentiras, sin desconocer que en algunos casos algunas alianzas con sectores tradicionales y/o aliados no confiables (Temer, Moreno), o políticas erradas (extractivismo que distanció a los gobiernos de izquierda con las comunidades), permitieron que esas campañas mediáticas lograran desacreditar algunos liderazgos.

La teoría política y los “sueños insurreccionales”

Dado que la teoría política de las izquierdas de la región estaba influida por lo que llamo “los sueños insurreccionales”, la posibilidad de realizar esos cambios estructurales por medios pacíficos y electorales parecía (y aún parece, para algunos) una ilusión. El sueño insurreccional es la creencia de que la única forma de derrotar al imperio y construir democracia y socialismo, parte de derrocar por la fuerza a las clases dominantes, expropiar la riqueza social acumulada y desencadenar la creatividad de las clases oprimidas y explotadas para iniciar la construcción de la nueva sociedad.

Los “sueños insurreccionales” alimentan la ilusión de que con “golpes de mano”, “caminos cortos” y “tácticas de oportunidad”, se puede quebrar la resistencia de las oligarquías y consolidar poderes populares, al estilo de lo realizado en Rusia en 1917 por los bolcheviques. La herencia de la Revolución Cubana (1959) seguía orbitando en la mente de los dirigentes populares y democráticos de la región. Se pensaba que los pueblos y los trabajadores encabezados por “minorías iluminadas”, podían “hacer la revolución” e iniciar la construcción de la Patria Grande Latinoamericana, siguiendo el sueño de Bolívar, y paralelamente, “construir el socialismo”.

Con ese legado teórico (“ideológico”) se llega al escenario de aprendizaje de la Venezuela de 1999. Los antecedentes inmediatos eran positivos y alentadores. Los estallidos sociales y las movilizaciones populares que desde 1989 (“Caracazo”) se presentaron en América Latina durante los años 90 y siguientes, que fueron resultado de la reacción y rechazo a las políticas neoliberales aplicadas por los gobiernos oligárquicos por mandato del “Consenso de Washington”, fueron leídas en muchos casos con mirada insurreccional. La vía electoral y pacífica se concibió como una forma de “combinar todas las formas de lucha”, en donde la democracia liberal (“burguesa”) era vista como un instrumento temporal para acceder al “Poder” y no como un componente permanente de ese proceso transformador. La meta era la “democracia popular”, contraria a la “liberal-burguesa”.

Hoy vemos cómo esa concepción sigue vigente en muchos sectores de la izquierda latinoamericana. Hay quienes, por ejemplo, explican lo ocurrido con Pedro Castillo en Perú, no con base en un análisis de clases, en la correlación real de fuerzas sociales y políticas, y en el estudio de la situación que es fruto de una historia acumulada y concreta, sino que explican todo con el argumento de que el presidente destituido “no escuchó al pueblo” que le “exigía revertir la situación, se movilizaba por la Constituyente y con total claridad advertía a su presidente: ‘cierre el Congreso’, ‘meta mano en ese nido de víboras’, ‘póngase los pantalones, profe’”. Y cuando lo quiso hacer… ¡lo tumbaron!

Son los mismos que hoy le exigen a Gustavo Petro en Colombia que desconozca –de un momento para otro– toda una historia de compromisos del Estado colombiano con los EE.UU. O sea, quieren que se enfrente abiertamente con el imperio estadounidense con el apoyo de la mitad de la población “votante”, que sólo llega a ser el 27% de la población total. Y, además, están inconformes porque el gobierno aplazó para el 2023 la presentación y debate en el Congreso de reformas como la Pensional, Laboral y de la Salud, que tocan intereses sustanciales de la oligarquía financiera (bancos, fiduciarias, aseguradoras, EPS), dado que requiere acumular y concentrar fuerzas, ir paso a paso, y ganar nuevos sectores sociales para lograr el objetivo propuesto.

También, cuestionan que Petro haya construido una amplia coalición política, incluyendo a partidos tradicionales para construir gobernabilidad, o que haya llamado a José Félix Lafaurie (dirigente uribista de los terratenientes ganaderos) para hacer un pacto de compra de 3 millones de hectáreas de tierras fértiles para la reforma agraria, y, además, lo integrara a la mesa de diálogos de paz con el ELN. Todavía no entienden que para –por lo menos– avanzar con los procesos de paz y aprobar algunas reformas democráticas que no se pudieron conseguir durante más de 50 años de insurgencia armada, se requiere liderar una gran “unidad nacional” que aísle a los guerreristas y golpistas.

Detallando algunas experiencias de América Latina

Si miramos hacia el pasado inmediato podemos observar que la realidad de dos (2) décadas de ejercicio de gobiernos de izquierda y progresistas, ha comprobado que no sólo se trata de desplazar del poder político (gobiernos, Estados, instituciones) a las clases dominantes, que hoy son verdaderas oligarquías financieras entrelazadas a nivel global con un enorme poder de bloqueo y desestabilización económica, sino que la tarea requiere diseñar una estrategia que logre movilizar a los pueblos y a los trabajadores en lo local, territorial, nacional, regional o subcontinental y global, en donde los gobiernos y Estados sean instrumentos de la sociedad y no al revés, y en donde la construcción de nuevas economías asociativas y colaborativas, la generación de energías limpias y el fortalecimiento de culturas cuidadoras de la vida, sea una realidad palpable y permanente.

El presidente Chávez lo planteó, intentó hacerlo y lo hizo muy parcialmente. Su mirada “cortoplacista” y “estatista” fue un obstáculo. Confiaba mucho en el papel del Estado y en el poder del dinero. La “movilización” para él se reducía a masivas concentraciones para escuchar sus discursos. Contó con una bonanza de precios del petróleo, creyó resolver los problemas internos con subsidios y se embarcó en la integración regional (Alba, Unasur, Celac, etc.). Después del golpe de Estado (2002) que el pueblo venezolano reversó, se radicalizó frente al Imperio y quiso avanzar hacia el “socialismo del siglo XXI”, desconociendo el rechazo popular expresado en el referendo de 2007. Su “acelere socialista” mareó a las burguesías sudamericanas y poco a poco se fue aislando de los ritmos, tiempos y necesidades de los pueblos y naciones de la región.

De alguna manera lo mismo ocurrió con Correa en Ecuador y con Evo en Bolivia. En estas dos naciones el movimiento indígena y popular contaba con una fuerte organización y poder de movilización y sobre esa base se aprobaron las Constituciones “plurinacionales”. Ambos gobiernos se enfrentaron abiertamente con los EE.UU., no sólo siguiendo a Chávez para contrarrestar el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) sino porque la bandera antimperialista era una consigna nacionalista que movilizaba a los pueblos y trabajadores. Y claro, Washington en cabeza de George W. Bush ayudaba con provocaciones e intromisiones a generar un clima de tensión que utilizaba para mantener aliados en la región y hacer política interna.

Lo ocurrido con Venezuela es más que aleccionador, y aunque el “chavismo-madurismo” se jacte de que no los han podido sacar del “poder”, lo evidente es que el proceso iniciado por el presidente Chávez no sólo no logró construir el más mínimo “socialismo” sino que, por el contrario, hoy tenemos un Estado semi-fallido, una nación empobrecida, un pueblo semi-destruido, una economía dolarizada, un gobierno entregando las riquezas al mejor postor, y un ambiente político en donde los pueblos y los trabajadores no ven alternativa ni siquiera para lograr los derechos que disfrutaban en tiempos anteriores a la “revolución”.

Y si miramos experiencias en donde los estallidos populares contaban con mayores grados de organización social como son los casos de Bolivia y Ecuador, la situación que hoy se vive nos puede ayudar a comprender cuánto daño nos ha causado el “cortoplacismo”, el afán y la impaciencia, además, no saber diferenciar lo que es el Poder, el Estado (heredado) y el Gobierno. Tenemos dirigentes que piensan que acceder al gobierno es llegar al “poder”, o que están convencidos que con solo cambiar la letra de la Constitución, la tarea está hecha o por lo menos, el camino está desbrozado. Lo ocurrido en estos países demuestra que no es así, sin desconocer los avances y logros de esos procesos y gobiernos, de los cuales hemos aprendido mucho.

Así mismo podríamos detallar la experiencia de Brasil y Argentina, en donde –indudablemente– los partidos políticos tradicionales de “izquierda” (Partido de los Trabajadores y el “peronismo”), juegan un papel determinante. En estas experiencias pareciera que el “movimiento social” estuviera muy lejos de las expresiones partidarias, y, por tanto, el burocratismo y la “gestión estatal” ha concentrado el papel de los militantes, que reducen su acción al terreno electoral e institucional limitándose a lo que denominó “reformismo pragmático o conservador”. Ello explica, por ejemplo, la actitud represiva de Dilma frente a las protestas juveniles y a las movilizaciones contra la realización de los juegos olímpicos y al mundial de fútbol, y la desconexión con amplios sectores sociales citadinos que luego fueron canalizados por Bolsonaro y las “derechas libertarias”.

Algunas constantes en las experiencias “pacifico-electorales”

En términos generales podemos afirmar que existen unas características comunes y unas actitudes constantes en las experiencias de gobierno de izquierda y/o progresistas, que sirven para elaborar algunas lecciones aprendidas. Veamos:

No hemos afectado –en lo fundamental– la estructura dependiente de nuestras economías respecto del gran capital transnacional. Seguimos exportando materias primas, no hemos logrado impulsar dinámicas sostenibles de industrialización y apropiación social de las cadenas productivas, y la extracción de valor y plusvalía generada con nuestros recursos naturales y fuerza de trabajo sigue alimentando los centros de poder financiero del mundo desarrollado.

La política de subsidios (“transferencias monetarias condicionadas” en términos del BM) dirigidos a la llamada “población vulnerable” han servido para paliar parcialmente los efectos de las políticas neoliberales y las lógicas capitalistas, pero al manejarse con visión paternalista y asistencialista, no han logrado “sacar de la pobreza” a nuestras gentes, y, lo más grave, cuando los recursos escasean o no alcanzan para todos, los “beneficiarios” no dudan en apoyar a quien ofrezca mantener el “auxilio” sin mantener ningún tipo de lealtad con el “proceso”.

Se han desarrollado prácticas burocráticas y politiqueras que han deteriorado la unidad y la dinámica colectiva y comunitaria de los movimientos y organizaciones sociales. Ello ha llevado a la cooptación de dirigentes que ha afectado su autonomía e independencia frente al Estado, generando todo tipo de problemas y rivalidades entre comunidades y dirigentes, debilitando las bases sociales organizadas y los mismos “procesos de cambio”. El manejo inadecuado de los intereses sectoriales de las diversas comunidades (campesinas, indígenas, mineros, obreros, etc.) ha contribuido en la agudización de ese fenómeno de debilitamiento del movimiento social.

No se han diseñado estrategias para atraer y ganar a sectores importantes de nuestras sociedades actuales que no están interesadas en “subsidios asistencialistas” (y los rechazan), como las llamadas “clases medias”, compuestas de pequeños y medianos productores, comerciantes y emprendedores, profesionales precariados, y a los trabajadores formales de grandes empresas, que en los últimos tiempos están siendo atraídos por los proyectos de las derechas neo y proto-fascistas. No es casual el fenómeno Bolsonaro en Brasil.

Ha predominado la visión “estatista” y “legalista”. No hemos podido impulsar verdaderos procesos de movilización popular en el área de construir nuevas economías solidarias, colaborativas y asociativas, y de impulsar verdaderos procesos de transformación cultural que enfrenten las dinámicas de consumismo compulsivo que impone el capitalismo depredador. El “reformismo pragmático” se ha impuesto sobre el “reformismo revolucionario”. Al llegar a los gobiernos se impone nuestro “conservadurismo”, nos dejamos llevar por los afanes mediáticos, las encuestas y las prácticas propias del “electorerismo mediático” y el “síndrome de candidato”. Por esa vía se han colado diversos tipos de corrupción y descomposición moral en nuestras filas.

De alguna manera nos hemos “enamorado” de la “democracia representativa formal” y no hemos sido capaces de fortalecer los gérmenes de “otras democracias” que las comunidades han construido en medio de sus luchas o que heredaron del pasado. No hemos podido “revolucionar la democracia y democratizar la revolución” como plantea Boaventura de Sousa Santos, lo que implica empoderar la democracia “directa” (asambleas participativas con poder decisorio), la “ilustrada” (consejos consultivos de expertos, mayores, sabedores), la “deliberativa” (debates, discusiones, diálogos abiertos), transformar la “representativa” (cargos revocables, sin tanto privilegio, “mandar obedeciendo”, rendiciones informadas de gestión y cuentas, etc.).

Todo lo anterior, de una u otra manera, se convierte en “pasto seco” para ser quemado por nuestros enemigos o contradictores. Cuando lanzan su ataque golpista nos encuentran desarmados, distraídos y/o confiados. Por lo general, señalamos al imperio y a la oligarquía de orquestar esos golpes (y así es, es lo lógico), pero no nos mostramos autocríticos para explicar por qué nuestros pueblos no salen a defendernos en esas circunstancias críticas. Surgen las explicaciones simplistas como la del “síndrome de doña Florinda” (arribismo clasista) o del “racismo estructural” para intentar ocultar nuestra propia responsabilidad con lo ocurrido.

El verdadero problema: ¿Qué hacer con la democracia liberal?

Estamos hoy enfrentados al dilema de volver sobre los “sueños insurreccionales” o de profundizar nuestro accionar revolucionario y transformador en el marco de la “democracia liberal”. En Colombia, de una u otra manera y sobre la marcha, se está intentando transitar por nuevos caminos. Gustavo Petro ha planteado que “rechazar la democracia liberal lleva a la dictadura”.

Después de esperanzarnos durante 50 años con la insurgencia campesina, la guerra popular del campo a la ciudad, la insurrección obrero-campesina y popular, y/o de ilusionarnos con una Constitución “garantista” y “progresista” de 1991 que fue utilizada por los poderes fácticos de los terratenientes y capitalistas financieros para imponernos el modelo neoliberal, hoy estamos buscando y construyendo formas de “socavar la fortaleza” desde adentro y desde afuera, desde abajo y por arriba, con sentido pragmático pero sin renunciar a los sueños de cambio.

Se trata de hacer confluir los esfuerzos y conocimientos adquiridos “desde abajo”, “desde la periferia”, “desde los procesos comunitarios”, con las acciones realizadas “por arriba”, desde y con la institucionalidad, pero sin ilusionarnos con los “planes de desarrollo”, los “nuevos ministerios”, o las simples leyes y decretos, que en sí mismos no transforman nada.

Sabemos que sólo la movilización popular permanente, en todas las áreas de la vida, no sólo para protestar sino para transformar nuestras formas de producir, de consumir y de relacionarnos entre nosotros mismos, es la garantía de que los gobiernos y Estados puedan ser puestos al servicio de las mayorías. Eso es lo que nos han enseñado las experiencias de los pueblos y países latinoamericanos que de alguna manera nos llevan la delantera.

La principal enseñanza nos la ofreció el pueblo venezolano en su momento (2002): Cualquier golpe de Estado a manos de minorías antidemocráticas puede ser derrotado por la fuerza incontenible de los pueblos y los trabajadores organizados y conscientes. Pero, esa fuerza debe ser alimentada y fortalecida todos los días, con prácticas democráticas y transparentes que mantengan la mística y la confianza entre las bases sociales y sus dirigentes. Acá en Colombia, recién empezamos.

Referencias bibliográficas (links)


– Reuters Staff (2007). “Chávez pierde el referéndum sobre la reforma de la Constitución”. Agencia de Prensa Reuters, diciembre 3 de 2007.

– Hernández, Clodovaldo (2022). “¿Por qué el Gobierno de Venezuela ha resistido y otros presidentes de izquierda han caído?”. Portal La radio del sur, diciembre 11 de 2022.

– Cando, Mario (2020). “El síndrome de Doña Florinda”. Portal diverso, octubre 30 de 2020.

– El País (2022). “Petro: ‘Rechazar la democracia liberal lleva a la dictadura, como ha ocurrido en algunos países de América Latina’”. Entrevista de Juan Diego Quesada, Diario El País, noviembre 12 de 2022.



Edición 808 – Semana del 17 de diciembre a enero 2023

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