La injustificable opresión que se abate sobre las población femenil de Afganistán no es de ninguna manera el afán de retorno a las tradiciones… Es, simplemente, una forma de barbarie, y como tal debe ser repudiada por el mundo
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La disparatada prohibición a las mujeres de Afganistán a asistir a las universidades de ese país ha generado un repudio unánime en el mundo; significativamente, al rechazo a esa medida cavernaria, misógina y a todas luces violatoria de los derechos humanos se han sumado gobiernos que aplican con rigidez los preceptos islámicos a la vida secular, como los de las monarquías de la Península Arábiga.
A pesar del aislamiento internacional que acarreó la decisión de su Ministerio de Educación, el régimen talibán impuso días después una nueva prohibición a la población femenina: la de trabajar para organizaciones civiles, tanto nacionales como internacionales. Esta reciente atrocidad llevó a cuatro de esos grupos –Save the Children, Comité Internacional de Rescate, Consejo Noruego para Refugiados y CARE– a suspender sus operaciones en el país centroasiático, lo que agravará las de por sí deplorables condiciones de vida en las que subsisten muchos afganos.
Debe recordarse que el maltrato, la marginación y la discriminación que sufren las afganas por parte del poder talibán carecen de bases religiosas y legales en la cultura islámica. La sharía, esgrimida como justificación por las autoridades afganas –y, en menor medida, también por las iraníes– para someter al género femenino a distintas formas de opresión y violencia, no es ninguna ley musulmana, sino un conjunto de códigos de culto y prácticas políticas, comerciales y familiares que varían entre las distintas escuelas y corrientes del islam y que los creyentes pueden aplicar en su conducta personal en diversos grados y con distintas interpretaciones.
Por otra parte, como ocurre con los textos teológicos, las versiones de la sharía derivadas de interpretaciones antiguas del Corán –la hanafí, la malikí, la chiíta, la ja’farí, la shafií, la wahabí y la salafí, por ejemplo– están plagados de anacronismos y prácticas bárbaras y actualmente inaplicables, como las disposiciones relativas a la esclavitud, los castigos corporales, la poligamia o las mutilaciones genitales. Tal es el caso también de las normas sobre la exclusión de las mujeres de ciertas actividades o la obligatoriedad de observar determinados códigos de vestimenta, como lo pretenden los gobiernos de Irán, las monarquías petroleras y el propio Afganistán.
Ha de señalarse, por añadidura, que las corrientes fundamentalistas que preconizan la instauración de formas de vida semejantes a las de la época del profeta Mahoma y de estados islámicos capaces de imponerlas constituyen un fenómeno más bien moderno, fortalecido y difundido como una resistencia bárbara a la barbarie del colonialismo y el neocolonialismo practicados por las potencias europeas y Estados Unidos en Medio Oriente, África y regiones de Asia, y un fruto de la destrucción de regímenes seculares por el violento injerencismo estadunidense y europeo en países como Irak, Libia y Siria. El Talibán y Al Qaeda florecieron con el apoyo que Washington proporcionó a facciones integristas para lanzarlas en contra de la ocupación soviética en Afganistán en los años 70 y 80; las intervenciones armadas que depusieron a Saddam Hussein y a Muamar Kadafi generaron vacíos de poder que fueron rápidamente ocupados por el Estado Islámico.
En suma, la injustificable opresión que se abate sobre las población femenil de Afganistán no es de ninguna manera el afán de retorno a las tradiciones –la educación femenina en ese país fue un logro de 1929, y desde ese año las afganas fueron conquistando sus derechos al trabajo, a elegir su forma de vestir y a existir en pie de igualdad legal con los hombres– ni expresión de la cultura islámica. Es, simplemente, una forma de barbarie, y como tal debe ser repudiada por el mundo.
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