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POR QUÉ LA CRISIS NO TIENE SOLUCIÓN

La promesa de la transición verde no implica más que una sustitución de magnitudes, pasarían de las viejas industrias contaminantes a las nuevas verdes

El capitalismo ha llegado a su madurez y parece gripado de éxito. Este es un factor rara vez tenido en cuenta, pero en el que radica seguramente el centro de la crisis arrastrada desde 1973 y que estalla con nuevas formas en 2008

Emmanuel Rodríguez 7/10/2022

El 1%. LA BOCA DEL LOGO

La lengua han dispone de un ideograma para nombrar algo aproximado a nuestro concepto de crisis: 危机. En chino mandarín se pronuncia wēijī. Como ocurre en tantos otros casos, el término es lo suficientemente polisémico como para designar una situación de crisis, de peligro, de incertidumbre y también de posibilidad. No es, por eso, una completa arbitrariedad que en medios anglófonos se traduzca a la vez como crisis y oportunidad.

En efecto, multitud de libros de autoayuda y de negocios dirigidos a emprendedores sin mucha imaginación ni tampoco lecturas nos hablan incesantemente del wēijī como oportunidad de inversión, de mejora, de descubrimiento de tus “zonas erróneas”, etc. Y sin embargo, ¿es la actual crisis realmente una oportunidad? ¿Es la crisis energética empujada por la guerra de Ucrania y el cierre del gas ruso un acelerador de la transición ecológica? ¿Constituye la presión sobre los materiales, la ruptura de las cadenas logísticas y todo lo que tratamos en los dos última entregas de La crisis es una mierda un verdadero impulso para transitar hacia otras formas economía y de sociedad más sostenibles, basadas en circuitos de comercio corto, o al menos a mucha menor escala que los de la fábrica global? ¿No sería esta crisis el definitivo empujón hacia un capitalismo verde que reconciliara el debido respeto y equilibrio de nuestra cada vez más precaria ecología con los todavía holgados niveles de bienestar de Occidente?

Desde los años ochenta hasta la crisis de 2008, intelectuales renegados de su pasado izquierdista preferían el término mucho más neutro de “economía de mercado”

Nuestro sistema económico tiene una relación compleja, por no decir problemática, con las crisis. Tanto es así que hasta hace poco, solo aquellos acostumbrados a tratar con dinero (especuladores, ejecutivos, empresarios, etc.) se atrevían a llamarlo por su nombre: capitalismo. Desde los años ochenta hasta la crisis de 2008, intelectuales renegados de su pasado izquierdista preferían el término mucho más neutro de “economía de mercado”, repitiendo como papagayos esa utopía de la ciencia económica clásica: aquella de una economía autorregulada por la magia de la oferta y la demanda y donde las crisis eran el resultado de las malas praxis políticas y de los residuos de “totalitarismo” de unas democracias incompletas.

Más allá, no obstante, del efectismo ideológico, lo cierto es que las grandes crisis son recurrentes: 1873, 1929, 1973, 2008. Y que incluso las cabezas pensantes del conformismo capitalista han tenido que dedicar cientos de miles de horas a su análisis y a su estudio para lograr entender cómo el mecanismo de la crisis está inscrito en el crecimiento capitalista. Así lo hizo Keynes y también el austriaco Schumpeter, maestro, colega y amigo de los que luego serían los neoliberales más destacados (Von Mises, Hayek, etc.).

Para Schumpeter resultaba evidente que el crecimiento económico se producía en ondas expansivas y contractivas. En las décadas de 1930 y 1940, en las que elaboró su teoría, disponía ya de suficiente material histórico y estadístico como para reconocer este proceso. La historia económica desde finales del siglo XVIII se sucedía en fases de unos 40-50 años, en las que un periodo de rápido crecimiento, empujado por nuevas tecnologías, innovadoras formas de organización del trabajo y mercados emergentes, era seguido por otro de maduración que conducía a la crisis. Estas crisis producían lo que el austriaco llamaba “destrucción creativa”. Las crisis se correspondían con una situación en la que multitud de empresas no conseguían la rentabilidad suficiente para ser viables y se veían abocadas al cierre, dejando por el camino gran cantidad de capital inutilizado y millones de brazos parados. Se trataba, en todo caso, de un lapso, quizás cruel y abrumador, pero breve y necesario. La épica empresarial salía al rescate del austriaco y reducía las crisis a episodios temporales: una nueva generación de empresarios innovadores inventaría nuevos productos, nuevas formas de organización, encontraría nuevos mercados, etc., obteniendo gracias a ello “rentas extraordinarias de innovación”, que relanzarían el ciclo económico.

Nuestra economía y con ello nuestra sociedad está gobernada por esta sencilla ley de hierro: el capital está obligado a producir más capital

Schumpeter, como por lo general todo capitalista con algo de capacidad para racionalizar la actividad económica, no se engañaba acerca del motor interno que gobierna el crecimiento y las crisis. Nuestra economía y con ello nuestra sociedad (que es siempre una sociedad económica) está gobernada por esta sencilla ley de hierro: el capital está obligado a producir más capital. En otras palabras, si el capital, en cualquiera de sus formas (dinero, máquinas, inmuebles), se detiene, empieza a perder valor; lo que quiere decir que es menos empleable en la obtención de nuevo capital. En lo que se refiere a las formas intermedias en las que el capital se convierte en distintos bienes y servicios para producir capital ampliado, poco importa si se trata de automóviles eléctricos, libros de una exquisitez y sofisticación propias de otros tiempos, o chocolate elaborado con el cacao producido gracias al trabajo de niños y adolescentes tullidos en la cuenca del río Congo. Lo fundamental es que el capital genera un rendimiento, una masa de capital que es superior a la invertida y consumida en ese proceso. La ley del capital es la acumulación de capital. Y en esta suerte afirmación tautológica nos vemos todos sumergidos.

Por eso para cualquier capitalista consciente, como el mismo Schumpeter, el problema en la crisis no es el desempleo o la miseria social. El problema es que la inmensa masa de capital acumulado encuentre alguna forma de rentabilizarse, de contribuir a una mayor masa de capital. Como se ve, no se trata de un problema de escasez, sino de una sobreabundancia de medios que no se logra emplear en nada “útil”, en nada que produzca valor. El gran problema del capital es, pues, el de la sobreacumulación de capital. Y para resolver este problema es necesario, paradójicamente, que una parte de ese capital se devalúe y se destruya periódicamente: destrucción creativa.

Por volver a nuestra pregunta inicial, ¿es la actual crisis, la iniciada en 2008, en tanto crisis de la globalización financiera y comienzo de un colapso de la ecología mundo asociada, una oportunidad? La respuesta de alguien fiel a Schumpeter, a Keynes o incluso a Marx sería claro que sí, siempre y cuando se lograra por cualquier medio dar salida a una parte del capital excedente en una nueva ordalía de inversiones rentables. Por extraño que parezca en el hecho de que se forme una nueva generación de empresarios innovadores, se relance la demanda pública, estalle una gran guerra que destruya gran parte del capital existente, o asistamos a una combinación de todos estos factores (como generalmente ha ocurrido históricamente), es donde se juega el futuro del capital y también de nuestra civilización.

La promesa de la transición verde no implica más que una sustitución de magnitudes, pasarían de las viejas industrias contaminantes a las nuevas verdes

En los últimos 15 años de crisis, colorear de verde y de rosa nuestra economía ha sido la gran apuesta para salir de la crisis, por lo general, sostenida por una nueva generación de políticos progresistas. La promesa de una rápida aceleración de la transición energética no se reducía únicamente a facilitar la vida en el planeta y evitar el riesgo de una serie de cambios irreversibles en el mismo. La promesa de un capitalismo verde era la promesa de una solución capitalista a la crisis capitalista. La transición impulsaría gigantescas inversiones en energías renovables, la electrificación de la economía, la descarbonización, etc. Estas inversiones impulsarían el empleo y a su vez los ingresos fiscales, de un Estado más intervencionista y con vocación social. A su vez, el control de capitales, la desglobalización parcial y la creciente autonomía del Estado, permitirían sellar un nuevo pacto social de integración de las mayorías proletarizadas y precarizadas. Las inversiones requeridas para la transición ecológica empujarían, en definitiva, la rentabilidad del capital y también nuevas capacidades de integración social. Con los matices que se quiera, y con las mismas ilusiones de superación del capitalismo por la vía del Estado social industrial, el Green New Deal ha sido una de las formulaciones más acabadas de este proyecto.

Desde esta perspectiva, solo faltaría voluntad política (por parte de la sociedad y de sectores del Estado) e inteligencia (también de una parte del capital). El problema de esta hipótesis, como la de cualquier otra vía de renovación de un ciclo de acumulación a través de una nueva generación de industrias, formas de organización y nuevos mercados (al modo del capitalismo innovador de Schumpeter) no está en una presunta relación de fuerzas desfavorable a los nuevos progresistas verdes. Hay algo en la propia historia económica, en la fuerza y en la dinámica del capitalismo reciente que desmiente esta posibilidad.

Tomemos un caso ya analizado en CTXT. En febrero de 2021, el Gobierno español, por iniciativa de la Unión Europea, publicó el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030 (PNIEC). El Plan español ha sido considerado el más ambicioso de todos los presentados a las autoridades europeas. Para 2030, el país debería alcanzar una cuota de renovables del 42 % sobre el uso de energía final y del 74 % en producción eléctrica. Además se preveía que 4,5 millones de los vehículos en circulación fuesen eléctricos. En conjunto se calculaba una inversión anual para los próximos diez años de alrededor del 1,5 % PIB anual. En términos de empleo, se estimaba que todo el sector de renovables alcanzaría los 120.000 empleos, gracias a la instalación de 90.000 MW de renovables. Hacia 2030, el número de empleos en toda la nueva economía verde podría acercarse al medio millón. Cifras espectaculares, pero que palidecen si se consideran en términos estrictamente económicos. Tanto en volumen de inversión como de empleos, la promesa de la transición verde no implica más que una sustitución de magnitudes, que con volúmenes parecidos, pasarían de las viejas industrias contaminantes a las nuevas verdes. El 1,5 % de inversiones del PIB y el abultado medio millón de empleos que apunta el PNIEC corresponden con las cifras parecidas que requiere el simple mantenimiento y renovación de las viejas industrias de producción eléctrica por hidrocarburos, cogeneración, extracción y refino de petróleo, etc. Por paradójico que parezca, la transición verde no es una solución verde. Y puede que esto sea menos una buena noticia que una razón más para el retardo de unas inversiones que no garantizan grandes rentabilidades.

En muchas ocasiones la suerte de las grandes empresas tecnológicas se debe a su capacidad de obtener una posición de casi monopolio en algún sector

Cójase, ahora, por ejemplo, cualquier rama industrial de vanguardia (biotecnología, renovables, inteligencia artificial, nuevos media). En prácticamente todas encontramos problemas repetidos de baja rentabilidad, elevada inversión, excesiva competencia y acortamiento del ciclo de producto. El caso paradigmático es el del hardware informático o el de los fármacos. En ambos casos, encontramos una rápida aceleración de la innovación y de la velocidad del ciclo de negocio asociado a productos que apenas compensan las inversiones requeridas. La taylorización de la investigación y la eficiencia industrial imprimen una enorme velocidad en la renovación de los productos y un rápido abaratamiento de los costes, acompañados de un exceso de capacidad industrial. Es corriente, así, que los mercados se saturen antes de que sea posible el retorno de la inversión cuando llega la siguiente generación de productos innovadores. En el caso de los fármacos, solo las patentes sostenidas durante años y los precios abusivos pagados por los sistemas públicos de salud permiten salvar la industria.

Se puede analizar también la posición de las grandes corporaciones tecnológicas estadounidenses: Apple, Microsoft, Alphabet, Amazon, Tesla, Facebook. Se trata de empresas gigantescas, altamente diversificadas, con producciones que implican tanto dispositivos físicos como complejos sistemas de código, con beneficios sostenidos, con capitalizaciones bursátiles que entre las cinco mayores se acerca a los 10 billones de dólares y con inversiones en I+D de cada una de ellas similares a las de Estados ricos como Alemania o Reino Unido. Nada puede hacer sospechar aquí qué trampa pueda haber detrás de esta imagen de un capitalismo dinámico y emprendedor. Sin embargo, conviene hacer un par de precisiones. En demasiadas ocasiones la suerte de estas empresas se debe a su capacidad de obtener una posición de casi monopolio en algún sector ya existente. Es el caso de Amazon, que llega a concentrar una parte creciente de la venta minorista online gracias a sus aplicaciones de venta y a sus servicios logísticos, pero sin que se puede considerar que Amazon lidere un sector económico nuevo, emergente o innovador. Y lo mismo se podría decir de Uber, Airbnb, etc.

En conjunto podríamos decir que el capitalismo se ha vuelto demasiado eficiente como para seguir sosteniendo sus premisas

Por otra parte, la abultada capitalización bursátil y el exceso de innovación de estas empresas no tiene una correspondencia clara en lo que se refiere a su facturación y beneficio. Estos gigantes omnipresentes en nuestras vidas son muchas veces de un tamaño inferior o parecido, en cuanto a ingresos y beneficios, al de empresas tradicionales como petroleras, productoras de automóviles o distribuidoras minoristas. La promesa con la que el mercado premia su valor no corresponde con su facturación efectiva, ni con sus beneficios reales.

En conjunto podríamos decir que el capitalismo se ha vuelto demasiado eficiente como para seguir sosteniendo sus premisas. Se produce demasiado rápido y demasiado barato como para que las innovaciones tengan el tiempo suficiente para rentabilizarse. La producción escala excesivamente rápido y es empujada por demasiadas empresas como para generar ciclos de negocio autosostenidos. Todo ello genera una rápida carrera por la innovación entre demasiados actores económicos. El exceso de capital no encuentra, por eso, formas de rentabilidad suficientes y se acumula en los mercados financieros produciendo burbujas recurrentes. El número de empleos globales en la producción industrial se estanca e incluso hay síntomas de que decrece. Por si esto fuera poco, las grandes líneas de crecimiento empresarial solo resultan exitosas cuando dan lugar a formas de monopolio sin precedentes históricos. En muchos casos, como el de Amazon, estas empresas no producen, por lo general, nuevos mercados y nuevos productos como mecanismos de concentración de la intermediación comercial.

La guerra puede aparecer de nuevo como una verdadera salida en medio del caos geopolítico y geoeconómico

En cierto modo, el capitalismo ha llegado a su madurez y parece gripado de éxito. Este es un factor rara vez tenido en cuenta, pero en el que radica seguramente el centro de la crisis capitalista arrastrada desde 1973 y que estalla con nuevas formas en 2008. También explica la propensión a la financiarización (a la rentabilización directa en los mercados sobre la base de expectativas y no de la producción de bienes y servicios) del capitalismo actual. Y de igual modo, apunta a que la transición verde, aun si fuera posible en todos sus aspectos técnicos, se va a ver retrasada no por falta de medios y capital, como por su escasa rentabilidad.

Quizás por ello, en la dinámica social de la crisis, la transición verde, ni siquiera en los escenarios más ambiciosos, va ser suficiente como solución capitalista a la crisis capitalista. Dos consecuencias resultan de todo lo dicho. La primera es que la guerra puede aparecer de nuevo como una verdadera salida en medio del caos geopolítico y geoeconómico: Ucrania nos alerta de una situación que puede generalizarse. La segunda es que cuando el capital no encuentra rentabilidad, el empleo se vuelve cada vez más redundante, y por eso nos encontramos en una situación de relativa abundancia de empleo, pero solo en los servicios y por medio de trabajos precarios, mal pagados y poco productivos. De estas dos cuestiones hablaremos en las próximas entregas de La crisis es una mierda.


AUTOR >
Emmanuel Rodríguez


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Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.

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