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PROLEGÓMENOS DEL GOBIERNO PROGRESISTA EN COLOMBIA

No solo por la situación desastrosa en la que deja el gobierno de Duque la economía del país (déficit fiscal de 7,1% del PIB; deuda pública bordeando al final del año el 69% del PIB; inflación en ascenso), sino por el hecho de que está en curso una nueva crisis capitalista mundial...


Hay razones para afirmar que buena parte de los esfuerzos gubernamentales podrían quedar atrapados en la gestión de la crisis...

Jairo Estrada Álvarez
Profesor del Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia

A pocos días de la posesión del nuevo presidente de Colombia Gustavo Petro, crecen las expectativas acerca del gobierno progresista social-liberal electo en jornada de indiscutible significado histórico el pasado 19 de junio. Y no puede ser otra la circunstancia, pues el masivo respaldo social y popular alcanzado por la fórmula Gustavo Petro-Francia Márquez se explica por el hartazgo frente al indolente régimen de dominación de clase que ha imperado en el país y, sobre todo, por las promesas de cambio generadas por esa opción política.

La cuestión que hoy gravita se refiere a los contenidos y alcances del cambio, cuando este pretende ser realizado “desde dentro”, es decir, con atención estricta a los marcos normativos existentes, a lo cual se agregan los “determinantes objetivos” explicados por la correlación social y política de fuerzas, la inserción de la economía colombiana en el sistema-mundo capitalista y la doble condición del país de “aliado estratégico” de los Estados Unidos y “socio global” de la OTAN, única en la Región. Aunque a primera vista la experiencia en curso pareciera ser inédita, en sentido estricto, no lo es, si se tienen en cuenta los numerosos casos de proyectos progresistas que han gobernado en las últimas décadas y hoy gobiernan en diversos países de la Región. Desde luego que cada una de esas experiencias comporta sus propias trayectorias e improntas, lo cual no es óbice para extraer enseñanzas y valoraciones.

En nuestro caso, es cierto que por primera vez se está frente a un gobierno que en su origen no es de las entrañas del establecimiento; asunto que desde el punto de vista cultural es de la mayor trascendencia en la medida en que objetivamente pone en cuestión el régimen de dominación de clase en su actual configuración, lo cual no implica necesariamente la interpelación sustantiva del orden social vigente. En este aspecto, se guarda una similitud con el Acuerdo de paz, que sin tener alcances antisistémicos, interpelaba la organización de la dominación de clase, dado el potencial reformista contenido en él, el cual ⎯de implementarse⎯ pudiera haber desatado transformaciones hacia cambios sustantivos aplazados históricamente, democratizadores y modernizantes de la sociedad colombiana. Hoy sabemos que, con la excepción del sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición (distorsionado, en todo caso, respecto de sus preceptos iniciales), el proceso de implementación enfrentó resistencias sistémicas que malograron las principales reformas acordadas con la guerrilla de las FARC-EP y pospusieron su realización.

Condiciones iniciales del gobierno progresista

El gobierno de Gustavo Petro posee a primera vista otras condiciones. Se constituye, en primer lugar, desde la propia trayectoria progresista construida a lo largo de la últimas décadas por el presidente electo en torno a su figura, la cual ya tuvo una experiencia de gobierno en la ciudad de Bogotá; en segundo lugar, sobre el nefasto gobierno de Iván Duque, representativo de las facciones más retrógradas de las clases dominantes, que acentuó las tendencias a la crisis del régimen de dominación de clase en sus dimensiones política, económica y socio-cultural, al tiempo que reforzó sus rasgos autoritarios, guerreristas y corruptos; en tercer lugar, sobre el acumulado del Acuerdo de paz, que le brinda unas posibilidades excepcionales en la medida en que la mayoría de sus principales disposiciones no necesitan negociación alguna, son compromisos con fuerza normativa asumidos por el Estado colombiano y solo están a la espera de su implementación (con los necesarios ajustes temporales y de financiación, y de su encuadramiento en el proceso de la política pública); y, en cuarto lugar, sobre el nuevo momento político-cultural surgido en el contexto del paro del 28 de abril de 2021 y la rebelión social de los meses posteriores, cuyos alcances asumieron rasgos antisistémicos, así no se haya consolidado una salida con tales atributos, pero indicando que hay una “tregua” no pactada del “movimiento real” de las clases subalternas, que puede derivar ⎯frente a problemas no resueltos⎯ en nuevas movilizaciones y en un continuum de exploración de búsquedas de salida “desde abajo”.

Estas condiciones han abierto el campo para el cambio político sustentado en reformas, que de ser exitosas podrían ser desencadenantes de un proceso de “reformismo continuado” de más largo aliento hacia transformaciones más profundas; o que también podría cumplir la función de desfogue de las tendencias a la crisis de la dominación de clase, neutralizando la rebeldía y propiciando una salida estabilizadora sin mayor afectación del régimen existente.

Lo que viene sugiere la escenificación de una intensa disputa por la definición de la naturaleza (de clase) del nuevo gobierno, así como por los contenidos y alcances de las reformas prometidas, a expresarse en la gestión gubernamental y, en concreto, en el proceso y las definiciones de la política pública. En este punto, resulta importante considerar la propia autocomprensión del proyecto progresista; entre otras cosas, para evitar repetir la experiencia de otros países. Ha hecho carrera en la Región, incluso en sectores de la intelectualidad crítica, otorgar ciertos atributos a los gobiernos progresistas sin tenerlos, generando expectativas desbordadas que ni siquiera han sido concebidos o formulados por los propios proyectos políticos que los representan o por los gobernantes que los lideran. A ello se agregan las caracterizaciones elaboradas desde la derecha, que generalmente los definen como “gobiernos de izquierda” o como “proyectos comunistas”.

La consecuencia lógica, si no se concreta lo esperado es, por una parte, la muy rápida desilusión por la distancia entre lo que se había definido subjetivamente y el acontecer concreto de las políticas y ejecutorias gubernamentales y, por la otra, el desprestigio ⎯promovido sobre todo por la derecha política⎯ del ideario revolucionario y de izquierda, que es señalado como responsable que lo que sucede a pesar de que ⎯en sentido estricto⎯ no haya estado o no esté presente. De esa manera, se termina contribuyendo a propagar culturalmente la idea de que no hay alternativa posible al orden social vigente, y que sólo las clases dominantes y sus proyectos políticos tienen la capacidad de gobernar; a lo sumo, admitiendo opciones de alternancia en el marco de la institucionalidad existente.

De la experiencia de la Región es de suma utilidad el proceso de elaboración conceptual de los últimos lustros que ha ido produciendo una diferenciación entre izquierda y progresismo, que al ser comprendida en perspectiva sistémica ⎯no solo frente a problemáticas o asuntos puntuales⎯ y en una presentación esquemática y simplificada, le concede a la primera ⎯sin desconocer la importancia de la reforma⎯ contenidos y alcances antisistémicos y propósitos de superación del orden social vigente, y al segundo, con base en la centralidad de la reforma “desde dentro”, contenidos y alcances democratizadores y modernizantes del orden existente, sin pretensiones de su superación. Ello, en todo caso, considerando una relación dialéctica entre izquierda y progresismo, cuya trayectoria se termina definiendo según la escenificación histórico-concreta de las luchas sociales y de clase; es decir, no se trata de una definición a priori, sino en proceso de continua, conflictiva y contradictoria construcción. En el señalado proceso de elaboración conceptual, teniendo en cuenta el campo de la política demarcado por la institucionalidad existente, se admite la presencia de una “izquierda institucional”, apegada al orden existente y sus marcos normativos.

Lo que viene sugiere la escenificación de una intensa disputa por la definición de la naturaleza (de clase) del nuevo gobierno, así como por los contenidos y alcances de las reformas prometidas, a expresarse en la gestión gubernamental y, en concreto, en el proceso y las definiciones de la política pública. En este punto, resulta importante considerar la propia autocomprensión del proyecto progresista; entre otras cosas, para evitar repetir la experiencia de otros países. Ha hecho carrera en la Región, incluso en sectores de la intelectualidad crítica, otorgar ciertos atributos a los gobiernos progresistas sin tenerlos, generando expectativas desbordadas que ni siquiera han sido concebidos o formulados por los propios proyectos políticos que los representan o por los gobernantes que los lideran.


Del “Pacto Histórico” al “gran acuerdo nacional”

Con base en estas consideraciones aproximo una caracterización preliminar del momento presente y muy coyuntural del gobierno progresista próximo a iniciar. Con ese propósito es preciso hacer una distinción entre el programa del Pacto Histórico, presentado en el contexto del proceso electoral, y las que se perfilan como primeras disposiciones y medidas del gobierno. El primero, que no es sometido al análisis, recoge las formulaciones de consenso de una muy heterogénea coalición electoral de la que hacen parte sectores progresistas, liberales, de la llamada izquierda democrática, verdes y provenientes de otros partidos del establecimiento, así como sectores y organizaciones sociales y populares. Lo segundo se refiere a lo que se viene proyectando como el “gran acuerdo nacional” y resulta tanto de las adhesiones y acuerdos con personalidades y sectores del establecimiento para garantizar la victoria electoral del 19 de junio, como de las conversaciones y acuerdos posteriores a la elección presidencial para dotar al nuevo gobierno de mayorías parlamentarias y proveerle “gobernabilidad”. A ello se suman los numerosos mensajes dirigidos a los poderes fácticos, sobre todo a los económicos, que han demandado del gobierno entrante garantías de no afectación del andamiaje institucional y una política económica que no desborde los preceptos predominantes de la “estabilidad macroeconómica” (protección de los derechos de propiedad, control monetarista de la inflación y sostenibilidad fiscal, entre otros).

La consecuencia de todo ello salta a la vista: la moderación del programa inicial del Pacto Histórico y la pretensión de definición “desde fuera” de los contornos del programa de gobierno, especialmente para acotar los alcances de las reformas prometidas, posponerlas o, incluso, neutralizarlas. Desde ya se advierte un conflicto, apenas en proceso de constitución, frente a las definiciones gruesas del nuevo gobierno en el sentido de si estas asumen contenidos sociales y populares o se desenvuelven bajo un concepto de “reformas controladas”, más bien gatopardistas.

En la estrategia de los sectores menos retrógrados y recalcitrantes de las clases dominantes y sus partidos políticos, muy conscientes de que el régimen de democracia de excepción necesita renovarse y que el régimen de acumulación admite redefiniciones, es evidente que se ha optado por hacer parte del gran acuerdo nacional para inducir una negociación “por lo alto” que permita desde el inicio definir de manera compartida el marco de actuación del nuevo gobierno. Aunque tales sectores perdieron las elecciones, sabedores de los poderes fácticos que representan, se encuentran en la tarea de hacer parte del gobierno; desde luego, que en esa pretensión también juegan las aspiraciones de los políticos profesionales de los partidos del establecimiento de preservar influencias en la burocracia pública y de acceder a la contratación estatal. Por otro lado, la muy rápida disposición al diálogo con el nuevo gobierno por parte de los Estados Unidos debe comprenderse en la misma dirección: garantizar una política exterior que no sea contraria a la condición de “aliado estratégico” en la Región. Es evidente el contraste con el trato más bien displicente ⎯al menos en las formas⎯ dado al gobierno de Duque.

Lo anterior permite comprender que al menos en su fase inicial el gobierno de Petro no contará con una fuerte oposición política organizada, con la excepción de los sectores más extremistas de derecha, aglutinados en el Centro Democrático, que han anunciado una “oposición responsable”. El “partido” del negocio de los magnates de los grandes medios de comunicación, la llamada “prensa libre”, ya la está ejerciendo desde antes del inicio del período presidencial de manera desigual y diferenciada a través de reconocidas voces recalcitrantes. Los gremios del capital y del latifundio improductivo ejercen presión y algunos han abierto un compás esperando mayor moderación. Lo propio puede decirse de los grupos corporativos, los organismos multilaterales y las agencias calificadoras de riesgo; están al acecho.


Mientras del lado de las clases dominantes las cartas están en su mayoría puestas sobre la mesa, y es en cierta forma previsible su accionar, no puede afirmarse lo mismo del amplio campo social y popular que contribuyó a la elección del presidente Petro. Lo que predomina son los bajos niveles de organización política, con la excepción de los partidos minoritarios que conformaron la coalición electoral del Pacto Histórico (logrando, eso sí, la hasta ahora más importante bancada de sectores progresistas y democráticos). A esa diversidad se le suman las organizaciones de los pueblos étnicos, de sectores del movimiento social, de las mujeres, de los jóvenes y del sindicalismo que aglutina a un segmento muy reducido de la clase trabajadora, que apoyaron la fórmula Gustavo Petro-Francia Márquez.

La gran mayoría del electorado progresista no se encuentra organizada; se ubica en los grandes centros urbanos en la “nueva clase trabajadora” y en los territorios de la Colombia segregada y marginada por las clases dominantes. Su voto fue en parte un voto de opinión, también del hartazgo y el descontento. Este sector, en lo esencial, se encuentra a la expectativa, pero sin exhibir por lo pronto procesos organizativos en curso, de articulación o coordinación, de cara al nuevo gobierno y las políticas prometidas. Salvo lo que pueda ser representado en los disímiles liderazgos del Pacto Histórico o por la propia figura presidencial, ese electorado está por lo pronto a la merced de las decisiones que se tomen “por las alturas”.

Esa es sin duda una debilidad del proyecto del progresismo cuando se trate de dotar su política con contenidos sociales y populares, que en parte se explica por su propia comprensión de la política centrada en los espacios institucionales y en un cierto relegamiento del significado de la organización, y, en parte, pareciera querer ser compensada con los llamados “diálogos regionales” que anuncian un gobierno de “abajo hacia arriba”, por lo pronto sin mayores elaboraciones. La realidad en todo caso, a la luz de otras experiencias vistas en la Región, es que el proyecto del Pacto Histórico no cuenta con un sólido “instrumento político” que haga valer su programa de origen. Debe suponerse que parte del perfilamiento del proyecto progresista, si pretende trascender su condición actual de mera coalición electoral, consiste en dotarse de una dirección política colectiva y de impulsar procesos organizativos, concordantes con su discurso democratizador, así sea en la lógica de un frente político y social. Hasta ahora es un proyecto que depende de las definiciones personales de su líder.

Disputar la orientación que finalmente asumirá el gobierno pasa por reconocer cuál será el lugar que el Pacto Histórico y su programa tendrán dentro del “gran acuerdo nacional”, lo cual incluye la conformación del gobierno. También allí se precisan muchos rostros plebeyos, representativos de “las nadies y los nadies”. Hasta ahora parece haber predominado el pragmatismo. Muy seguramente tales rostros serán más notorios en la “segunda línea”, con la excepción del de la vicepresidenta Francia Márquez.

En la disputa por la orientación que tendrá el gobierno también se encuentra el carácter de la relación que existirá con el movimiento social. Las experiencias progresistas de la Región indican la fuerte inclinación a subsumirlo a la acción gubernamental; también a la cooptación. Los argumentos que han predominado son los de evitar “hacerle el juego” a la derecha y el de “lo posible”, estableciendo límites a los contenidos y alcances de las reformas, lo cual, como se ha visto, ha tenido como efecto la tendencia a la desmovilización del movimiento social. En el caso colombiano, sectores del “gran acuerdo nacional” ya lo sentenciaron, esperan que el gobierno cumpla una función de contención de la irrupción del volcán del descontento, pues conocen a fondo los límites actuales de la dominación de clase.

La relación con el movimiento social debe partir del reconocimiento de que hay otros campos de escenificación de la política, de lo político y de la acción política, distintos a los trazados por la institucionalidad existente; que hay formas, muchas veces imperceptibles, de producción social del poder “desde abajo” que precisan de condiciones para ser desplegadas y de las cuales se pueden desatar dinámicas constituyentes orientadas a la profundización de la democracia política, económica y social. En nuestro caso, como ya se dijo, hay una “tregua no pactada” que en el contexto de un gobierno progresista podría terminar y reemerger con nuevas expresiones organizativas, más allá de la “Primera Línea”, y nuevos contenidos, trascendiendo con probabilidad los alcances del propio proyecto progresista. Como no se trata de hechos predecibles, aunque tampoco descartables, la cuestión de fondo gira alrededor de cómo se dispondrá el nuevo gobierno. Es claro que un escenario como ese también se disputa.


Implicaciones del cambio “desde dentro”

Las definiciones de la agenda legislativa, los cambios que se introduzcan al proyecto de presupuesto para 2023 presentado por el gobierno de Duque el 20 julio, los lineamientos generales del proyecto de plan nacional de desarrollo que el nuevo gobierno someta al Congreso el próximo 7 de febrero de 2023, así como las primeras medidas de política económica y social, entre otros, permitirán tener mayores elementos de juicio para una más rigurosa caracterización del gobierno de Petro, para lo cual también serán de suma utilidad tanto la composición definitiva del gabinete ministerial y, en general, del alto gobierno, como las modalidades concretas de la acción gubernamental. Los primeros seis meses serán definitivos para demarcar el camino. El propio presidente electo ha reconocido que si no se logran las reformas propuestas durante el primer año, se tornará casi que imposible sacar adelante su proyecto de gobierno.

Entre tanto es claro que la vía del cambio “desde dentro” descansa sobre la atención estricta a los procedimientos establecidos en el ordenamiento jurídico y que ⎯por lo hasta ahora anunciado⎯ no existe pretensión alguna, ni siquiera desde la propia institucionalidad, de modificar las reglas existentes. En parte, por el temor a desatar resistencias sistémicas; pero sobre todo por la propia convicción del proyecto progresista de que su programa se encuentra resumido en la aplicación de la Constitución de 1991, en su interpretación social-liberal. En este aspecto llama particularmente la atención que no esté contemplada variación alguna al “gobierno de la economía”, caracterizado por la constitucionalización del neoliberalismo, como ha sido demostrado desde el mismo surgimiento de la Constitución vigente. En algunas experiencias de la Región, se promovieron procesos constituyentes que sentaron las bases normativas para “desneoliberalizar” la economía.

El cambio “desde dentro” conlleva que los desarrollos normativos deban luego concretarse en el proceso de la política pública, incluida su financiación. La experiencia de la Constitución de 1991 ha evidenciado los límites que produce la “ilusión del derecho”; lo propio ocurrió con la implementación de lo pactado en La Habana. En presencia de una tecnocracia y, en general, de un funcionariado público concebidos para el funcionamiento del Estado de acuerdo con el prevaleciente régimen de dominación de clase, no parecen mostrarse hasta el momento los trazos de una profunda reforma del Estado, que más allá del ámbito político ⎯por ejemplo, con la pospuesta reforma político-electoral prevista en Acuerdo de paz⎯, condujera a una democratización del Estado en su propia institucionalidad. En experiencias progresistas de la Región se ha advertido que fue preciso desarrollar “institucionalidades paralelas” para materializar propósitos gubernamentales, pues las existentes se erigieron en muchas ocasiones en frenos u obstáculos “desde dentro”.

En consideración a lo anterior, más allá de la “gobernabilidad” provista por las mayorías parlamentarias, circunscrita en todo caso a las facultades que tiene el propio Congreso, pareciera que las posibilidades del proyecto progresista se condensan sobre todo en el presidencialismo propio del régimen político y en el gobierno de la economía. Tal y como ha ocurrido en el pasado con los anteriores gobiernos, las mayorías parlamentarias serán útiles para la “validación democrática” de los dictámenes del ejecutivo, desde luego considerando las “negociaciones” de los proyectos de normatividad en su paso por el Congreso, cuando ese procedimiento es requerido.

El cambio “desde dentro”, reitero, con las reglas existentes, impone ⎯por otra parte⎯ una temporalidad, que juega en contra del proyecto progresista y le puede producir desgaste prematuro. A eso le apostarán las “resistencias sistémicas”, a fin de ampliar la oposición. Hay acciones de gobierno urgentes, que seguramente tendrán rápida salida a fin de producir impactos reales, pero también mediáticos. Me refiero, por ejemplo, al anunciado plan de choque contra el hambre y la pobreza que muy seguramente hará parte de los primeros anuncios del gobierno. Pero hay otras que demandan reformas legales, como en el caso del régimen de protección social en salud y pensiones. Ya se ha anunciado que la presentación de los proyectos de reforma se hará en 2023, lo que implica en concreto que su materialización ⎯de prosperar la reforma⎯ será posible muy entrado el segundo año de gobierno o a partir de 2024. Seguramente la ley del Plan Nacional de Desarrollo, que se aprobará el 7 de mayo de 2023, le brindará una trayectoria más cierta al nuevo gobierno.

Estas consideraciones tienen el propósito de mostrar algunos de los límites institucionales que enfrenta el gobierno progresista y de llamar la atención sobre la necesaria ponderación en los análisis, pues advierto que con razón hay mucha expectativa e incluso ilusión respecto de lo que ocurrirá con el nuevo gobierno.

La cuestión que hoy gravita se refiere a los contenidos y alcances del cambio, cuando este pretende ser realizado “desde dentro”, es decir, con atención estricta a los marcos normativos existentes, a lo cual se agregan los “determinantes objetivos” explicados por la correlación social y política de fuerzas, la inserción de la economía colombiana en el sistema-mundo capitalista y la doble condición del país de “aliado estratégico” de los Estados Unidos y “socio global” de la OTAN, única en la Región. Aunque a primera vista la experiencia en curso pareciera ser inédita, en sentido estricto, no lo es, si se tienen en cuenta los numerosos casos de proyectos progresistas que han gobernado en las últimas décadas y hoy gobiernan en diversos países de la Región.


Consecuencias de autocomprensión del gobierno progresista

Sin entrar en debates y detalles de fondo, a reservar para otro momento, es preciso insistir en las limitaciones programáticas del gobierno progresista bajo la lógica de la vieja expresión española de que “no se le pueden pedir peras al olmo”. En este punto es importante destacar la honestidad intelectual del presidente Petro cuando ha reiterado que su gobierno tendrá el propósito de “desarrollar el capitalismo para crear una economía fuerte y productiva”. La idea que inspira su gobierno parece ser la de una redefinición de la formación socioeconómica en dirección a un “buen capitalismo”. No es novedosa. Ya se ha escuchado en otros proyectos progresistas de la Región. Sin duda guarda relación con las elaboraciones iniciadas por Joseph Stieglitz y expuestas en su libro “Capitalismo progresista. La respuesta a la Era del Malestar” (2020), así como con las lecturas sobre el cambio climático y la descarbonización del modelo económico, contenidas en formulaciones del Banco Mundial y la CEPAL, entre otros, así como en tratados internacionales; igualmente con las investigaciones de Thomas Piketty sobre el capital y la desigualdad en el siglo XXI, para mencionar algunas de las fuentes que al parecer han influido en su visión de la sociedad.

Si esos entendimientos de capitalismo, no sometidos al escrutinio en este texto, se contrastan con el “capitalismo realmente existente” en nuestro país, es evidente que hay un campo para la reforma de la formación socioeconómica, sin pretensión de una interpelación sustantiva.

El programa de gobierno de Petro, según sus enunciados, parece encaminarse, entre otros a: 
a) el “desarrollo pacífico” con base en la concreción de la paz completa y la reorientación de la política de seguridad; 
b) la implementación de las reformas pospuestas del Acuerdo de paz (reforma agraria integral, reforma política); 
c) la redistribución progresiva del ingreso con fundamento en la reforma tributaria y un énfasis social del gasto público (programa contra el hambre y la pobreza), introducción gradual de un concepto de renta básica); 
d) reformas en educación, salud y pensiones; 
e) políticas anticorrupción; 
f) la reorientación del “modelo económico” (“descarbonización” gradual y estímulo a la producción industrial y agrícola, con énfasis en la producción de alimentos, promoción del turismo, de economías populares y del conocimiento); 
g) redefinición de las relaciones con los Estados Unidos (revisión de aspectos puntuales del TLC, de la política antidrogas); 
h) la integración regional con fundamento en el cambio climático y la descarbonización de las economías.

Esos componentes que están por desarrollarse y negociarse en el “gran acuerdo nacional”, quedarán seguramente aún más moderados; dan cuenta de un campo para la reforma en el que pueden confluir facciones del bloque dominante de poder y sus expresiones políticas con los sectores que hacen parte del Pacto Histórico. De cierta manera, se trata de la continuidad del quiebre en el consenso de las clases dominantes expresado en la firma del Acuerdo de paz, que además de la superación de la guerra comprendió reformas democratizadoras y modernizantes, en lo esencial hasta ahora incumplidas y pospuestas. Al hacer parte esas facciones del “gran acuerdo nacional”, es dable afirmar que puede estar en curso una recomposición del bloque dominante de poder, de salida controlada a las tendencias a la crisis que ha venido exhibiendo el régimen de dominación de clase. Al mismo tiempo, como ya se dijo, no se está frente a un “destino manifiesto”, pues en el contexto del gobierno progresista no solo se disputa su orientación, sino la posibilidad de que el “movimiento real” de las clases subalternas lo interpele y supere. Es una cuestión de las incesantes luchas sociales y de clase. En este punto la pregunta es si el nuevo gobierno será de gestión de las tendencias a la crisis y de renovación de la dominación de clase, o si la dinámica de la conflictividad le impondrá otra dirección.

Colofón

En esta valoración preliminar, la frase de Bill Clinton “es la economía, estúpido”, que se hizo célebre en la campaña electoral de 1992 cuando ganó la elección presidencial a George Bush, parece que tendrá un peso mayúsculo. No solo por la situación desastrosa en la que deja el gobierno de Duque la economía del país (déficit fiscal de 7,1% del PIB; deuda pública bordeando al final del año el 69% del PIB; inflación en ascenso), sino por el hecho de que está en curso una nueva crisis capitalista mundial, acentuada por los impactos de la guerra en Ucrania. A los “determinantes objetivos” ya señalados al inicio de este texto se le adiciona la crítica coyuntura económica, la cual sugiere que el gobierno progresista enfrentará dificultades cuya solución no está a su alcance, poniendo de presente de manera contundente que ya no es tiempo de proyectos de buen capitalismo, pues son las dinámicas del capitalismo global las que terminan imponiéndose sobre las trayectorias nacionales. En ese sentido hay razones para afirmar que buena parte de los esfuerzos gubernamentales podrían quedar atrapados en la gestión de la crisis. No hacemos futurología; será preciso esperar al desarrollo de los acontecimientos.


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