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¿JUGANDO A LA RULETA RUSA?

El modelo de las guerras económicas actuales debe buscarse en el bloqueo a Irak en 1990, avalado por la ONU mediante la resolución 661 de ese año.
El debilitamiento de la globalización no aparece como resultado del fortalecimiento de los nacionalismos, sino éstos como manifestación de los efectos negativos de un mercado mundializado que fueron, además, acelerados por la pandemia y más recientemente por la guerra en el este de Europa

Álvaro Sanabria Duque


Hernando Carrizosa, detalle “Ezquinoxio Mediológico”(Cortesía del autor)

El ataque en forma de bloqueo económico a Rusia, una nación que juega fuerte en la órbita geopolítica parece ser en realidad, como algunos lo han denominado, la Primera Guerra Mundial Económica, que afecta también a los países que han desatado el ataque, así como al resto del mundo, indicándonos que estamos en los inicios de un quiebre que debería merecer una atención que vaya más allá de los hechos visibles de la exterioridad del conflicto.

El pasado 10 de mayo los internautas ingleses llenaron las redes sociales de ironía e indignación por la imagen que proyectaba Carlos, el hijo de la reina de Inglaterra, sentado literalmente en un trono de oro durante la inauguración de las sesiones del parlamento de su país mientras buscaba, a la vez, mostrar no sólo preocupación por las consecuencias de la inflación sino que, en la lectura del programa de gobierno, también hablaba de medidas para disminuir la desigualdad social.

Llama la atención, entonces, que la noticia de los diarios oficiales ignorara ese aspecto y aludieran tan sólo a la ausencia de la jefa de Estado por primera vez en 59 años, de los setenta que lleva rigiendo el país, sin que eso, además, despertara inquietud alguna en las buenas almas defensoras de la “democracia” y, por tanto, enemigas de los “autócratas que buscan eternizarse en el poder”.

Igualmente, no ha sido objeto de ningún cuestionamiento que, de forma explícita y sin atenuantes, en la misma ceremonia fuera anunciada la criminalización de las protestas de los grupos ecologistas, al promulgarse penas de cárcel hasta de doce meses para quienes bloqueen autopistas o alteren el funcionamiento de aeropuertos y ferrocarriles, apuntando a reprimir, en lo esencial, organizaciones ambientalistas como Insulate Britain y Extinction Rebellion que han liderado recientemente acciones disruptivas como bloquear el crucial túnel de Blackwall, que comunica las zonas sur y norte de las riberas del Támesis. El Reino Unido, país que no duda en autoproclamarse campeón de la democracia, aprobó el 20 de abril la extradición a Estados Unidos del periodista Julian Assange por denunciar los crímenes de guerra y la corrupción de Occidente, y a raíz de la invasión rusa a territorios que conforman la actual Ucrania, censuró los portales de noticias RT y Sputnik, sin que eso tampoco haya significado el más mínimo pronunciamiento, por ejemplo, del progresismo “no –campista”.

Inflación, desigualdad y amenaza de un desastre ecológico de grandes dimensiones son asuntos que no solamente los poderes ingleses tratan demagógicamente, pues en el momento ocupan buena parte de las agendas políticas en el conjunto del globo sin que haya medidas serias al respecto. La pandemia y el actual conflicto militar en el este de Europa, tan sólo han puesto un lente de aumento que desnuda las asimetrías y peligros agudizados en las tres últimas décadas, y a los que el cuerpo anestesiado de los pueblos –por millones de terabits de información tóxica–, les permitió avanzar. El nudo formado por precios elevados, desigualdad y deterioro ambiental es ya una amenaza inminente sobre grandes masas, que debiera interesar al movimiento social organizado del mundo al punto de llevarlo a organizar y liderar acciones también inmediatas y contundentes para denunciar y demandar transformar tal realidad.

Integración y conflictos

El debilitamiento de la globalización no aparece como resultado del fortalecimiento de los nacionalismos, sino éstos como manifestación de los efectos negativos de un mercado mundializado que fueron, además, acelerados por la pandemia y más recientemente por la guerra en el este de Europa. La percepción de los riesgos asociados a la presencia de perturbaciones en la cadena de suministros1, cuando los llamados procesos de integración económica sobrepasan ciertos límites, y la certeza sobre la pérdida de autonomía que la dependencia de la importación de insumos básicos produce, fueron hechos de sobra probados en la llamada “crisis de los chips”, aún en curso –que ha afectado de forma considerable las industrias de productos electrónicos y de automóviles–, y que de paso ha exacerbado el problema del estatus de Taiwán, uno de los principales productores de esos componentes, que amenaza, además, con transformarse en el centro de un enfrentamiento directo entre EU y China. Adicionalmente, la “crisis de los contenedores” acabó ralentizado aún más el comercio global debido al desbalance creado por la pandemia, inicialmente con una caída descomunal de la demanda, y luego con una recuperación abrupta –consecuencia de la liberación de la represión del consumo sufrida durante la fase aguda de la crisis sanitaria–, que tuvo como efecto la saturación de los puertos y la capacidad de los barcos mercantes.

La concentración geográfica de las ofertas muestra hoy, que más allá de las ventajas de los costos de producción reducidos por las economías de escala, los riesgos asociados a la deslocalización de los procesos productivos y a la dependencia de las importaciones de recursos, pasa por las afectaciones a los niveles y la calidad del empleo locales, la precarización de los salarios y las inseguridades en el flujo de los suministros, que fueron aspectos dejados de lado en la etapa eufórica de la promulgación del libre comercio y las desregulaciones contractuales, esgrimidos como los principios imprescindibles que nos iban a conducir al reino de la abundancia y la paz.

En el conflicto actual en el este de Europa, la respuesta a la ofensiva rusa de parte de EU y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), ha ido más allá de armar a Ucrania, pues han declarado una guerra económica en toda regla. Que ha encontrado en la dependencia del gas ruso, por parte de algunas de las naciones de la Alianza, un fuerte limitante a su objetivo de destrozar la economía de ese país convertido en enemigo, pues el bloqueo ha tenido que ser relativizado.

No es para menos. Del gas que consume Europa, el 40 por ciento es de origen ruso y países como Hungría (64%), Grecia (96%), y Alemania (62%), por ejemplo, demandan de ese proveedor porcentajes superiores al promedio, condicionando la embestida económica que afectaría también gravemente a algunos de los atacantes, en una muestra clara de las debilidades de esta modalidad de guerra en un mundo integrado. La globalización ha mostrado sus límites y empieza a exhibir que debe dar pasos hacia atrás en un mundo donde el dominio de un único hegemón es seriamente desafiado. La primera guerra económica mundial está jugándose, y como las dos guerras mundiales anteriores tiene también como escenario el territorio europeo. Continente que, como señalan algunos analistas, está disparándose a sí mismo, pues las afectaciones para EU son de un impacto menor dado que depende menos del exterior en materia energética.

El modelo de las guerras económicas actuales debe buscarse en el bloqueo a Irak en 1990, avalado por la ONU mediante la resolución 661 de ese año. Denis J. Halliday, coordinador humanitario de Naciones Unidos entre 1997 y 1998, escribía en el 2001 que entre 5.000 y 6.000 niños iraquíes morían diariamente por efectos del bloqueo, lo que significa la escalofriante cifra de 150.000 niños cada mes. Bloqueo que fue extendido incluso cuando Irak carecía e capacidad militar alguna. La destrucción física de ese país, fue materializada con la invasión de algunos países occidentales en el 2003, luego de que la nación asiática había sido devastada económicamente.

Una vez consumada esta agresión y devastación, el mundo siguió siendo el mismo, más allá de algunas escasas reacciones mediáticas. ¿Puede pensarse que lo mismo sucederá con un ataque análogo a Rusia? Los efectos inmediatos parecen negar esa posibilidad y las consecuencias para una Europa cada vez más irrelevante pueden ser demoledoras. Un mundo, en el que la “cortina de hierro” del siglo XXI divida Asia del resto de Occidente será cualquier cosa menos la continuidad del actual. El traslado del modelo iraquí al conflicto con Rusia parece más una invitación al inicio de una nueva “edad oscura” que puede terminar en una contracción generalizada que, si descontamos el padecimiento que a muchos traerá –nada deseable por su naturaleza intempestiva y azarosa–, quizá pueda llegar a abonársele, cierto alivio sobre las presiones al ambiente.

Es un conflicto ascendente con efectos de todo orden. Por ejemplo, el precio del petróleo, desde el 24 de febrero de este año sobrepasó los 100 dólares por barril, alcanzando el de referencia Brent los 130 dólares a los pocos días del inicio de las hostilidades. Y si bien, desde ese valor ha descendido, el promedio en los tres primeros meses del conflicto, en comparación con el calculado para todo el año pasado, es superior en un 40 por ciento. Las previsiones señalan que el valor promedio del gas natural en la Unión Europea –la principal región afectada por las restricciones económicas derivadas de la guerra como fue señalado–, duplicarán el de 2021. Mientras que el precio de la gasolina y el diésel, los combustibles principales de la movilidad, subieron el 50 por ciento durante el último año. El servicio de energía para los hogares en un país como España tuvo en los últimos doce meses un alza del 80 por ciento, mientras que en EU el precio de la gasolina para el consumidor alcanzó valores cercanos a los $ 4,5 dólares el galón, marcando las mayores cotas desde el año 2000.

El efecto negativo del precio de los energéticos que sobre sus mismas naciones ha tenido la guerra económica declarada por Occidente, ha buscado suavizarse con la liberación de 120 millones de barriles de crudo y productos petrolíferos extraídos de las reservas de emergencia de los 31 países de la Agencia Internacional de Energía (AIE). El limitado impacto de la medida, ha llevado a que los Estados Unidos intente rescatar la llamada ley Sin Cárteles de Producción y Exportación de Petróleo (Nopec, por sus siglas en inglés), que buscaría habilitar en su jurisdicción la penalización de los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep) por prácticas monopólicas, buscando que la oferta de estos productores quede sometida a lo que las autoridades norteamericanas determinen que es lo conveniente. Además de los llamados delitos financieros que involucran al dólar, la producción de sustancias sicotrópicas, y la publicación de las violaciones de derechos humanos de sus fuerzas de choque que sean consideradas atentados a su seguridad nacional, la ley ampliaría el campo de transnacionalización de los tribunales de EU al sector de los energéticos, consolidando el ámbito universal de sus jueces y sus leyes en un intento por alcanzar un totalitarismo sin antecedentes en la modernidad.

Por su parte, la alta dependencia de la agroindustria de los combustibles fósiles agrava los efectos del conflicto, pues la producción de los sectores rurales ha sido altamente petrolizada no sólo por la mecanización de los procesos de producción y la aplicación generalizada de los fertilizantes nitrogenados, sino que, dado el predominio de los monocultivos, la profundización de la división internacional de la industria alimentaria ha provocado que el costo energético de transportar los alimentos se haya convertido, en no pocos casos, en el mayor del ciclo que va de la siembra al plato del consumidor. La medida de esos costos ha sido denominada “kilómetros–alimentarios”, y los especialistas han estimado que el recorrido de los alimentos de un estadounidense promedio es de 2.300 kilómetros, representando ese transporte el 20 por ciento de la generación de gases de efecto invernadero.2

A su vez, la inflación acelerada que el conflicto en el este de Europa ha agravado, busca controlarse con la tradicional política de elevar las tasas de interés como si los problemas surgieran de la demanda, lo que amenaza con agravar la situación, en razón que el endeudamiento alcanzó los 303 billones de dólares (351% del PIB mundial), por lo que el aumento en el servicio de la deuda amenaza con regresarnos a los ochenta del siglo pasado, la llamada década perdida, en la que la insolvencia de los países de menores ingresos fue generalizada. La deuda externa en Colombia, por ejemplo, pasó de representar el 20 por ciento del PIB en 2008 al 55 por ciento en 20213, lo que señala un grave riesgo sobre las finanzas debido al aumento del presupuesto para el pago de su servicio. Esto, puede traducirse en una fuerte revaluación del peso, lo que agravaría aún más el riego alimentario en razón de la alta dependencia externa del país en el suministro de alimentos.

Hambre y combustibles fósiles

La ministra de Asuntos Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock, declaraba el 14 de mayo a la prensa que “hay una amenaza de hambre brutal” y culpaba a Rusia, para deslindarse de la responsabilidad que le cabe a la guerra económica declarada por la Otan. La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) publicó en marzo de este año el informe “Nuevas hipótesis sobre la seguridad alimentaria mundial basadas en el conflicto entre la Federación de Rusia y Ucrania”, en el que señala la importancia que Rusia y Ucrania tienen en la oferta mundial de trigo, cebada y maíz. En efecto, desde la segunda mitad de la década pasada la oferta conjunta del trigo ruso y ucraniano ha representado cerca del 30 por ciento de las exportaciones mundiales de ese cereal, alrededor del 17 por ciento de las ventas internacionales tanto de cebada como de maíz y tres cuartas parte del aceite de semilla de girasol. Esas cantidades no son fácilmente reemplazables y aún si el conflicto no tuviera una larga duración, los bloqueos a Rusia y la destrucción física de la infraestructura ucraniana llevan a concluir que la oferta mundial de esos productos será reducida durante un período de años que no será breve.

Según el índice de precios de los alimentos elaborado por la FAO, entre marzo de 2021 y marzo de 2022 los productos de este sector tuvieron un alza de 33,6 por ciento, y si el cálculo es extendido desde mediados del 2020 hasta marzo de 2022, la variación es del 75 por ciento. Esto indica claramente que la inflación en este rubro venía desde antes de la guerra y que ésta tan sólo ha exacerbado el problema, dificultando aún más la vida de las personas de ingresos bajos, que son las que destinan mayor porcentaje de sus ingresos a la alimentación.

Uno de los aspectos que propicia el alza de los productos agropecuarios está relacionada de forma directa con el encarecimiento de insumos como los fertilizantes, dependientes del gas natural para su fabricación. El interés de Estados Unidos de impedir la integración energética de Rusia con la Unión Europea, motivó su sabotaje a la culminación y puesta en funcionamiento del gasoducto Nord Stream 2 que buscaba aumentar el suministro del recurso a Alemania, Europa Central y del Este, pues EU veía amenazada su presencia rectora en el atlantismo de darse dicha integración. La incertidumbre sobre las provisiones de gas, y de una relación económica fluida con Rusia, elevaron el precio del combustible y con éste el de los fertilizantes. Rusia y Bielorrusia, países bloqueados por Occidente, exportan conjuntamente el 23 por ciento de esos insumos.

Dentro de los fertilizantes, los nitrogenados son los más importantes en la matriz productiva actual. Entre la tercera parte y la mitad de la producción de los alimentos depende de ese tipo de insumo. Los fertilizantes nitrogenados son producidos a través del proceso Haber-Bosch desarrollado por los químicos Fritz Haber y Carl Bosch en la primera mitad del siglo XX, y no es más que la síntesis catalítica del amoniaco mediante la reacción de nitrógeno e hidrógeno en condiciones de elevadísima temperatura y presión. La energía usada para lograr esas condiciones proviene, en lo esencial, del gas natural y el gasto energético del proceso consume, según los cálculos de los especialistas, el 8 por ciento de la energía a nivel mundial. Las exportaciones rusas de amoniaco representaron el 22 por ciento del total y de urea el 14 por ciento, mientras en conjunto con Bielorrusia, exportaron más del 40 por ciento de la potasa comercializada en el mundo en 2021.

Colombia, país dependiente de las importaciones de insumos agrícolas, compra en el exterior el 75 por ciento de los fertilizantes. La urea, el más usado entre nosotros, proviene de Rusia en un 29 por ciento y del 13 de Ucrania, siendo esto una seria amenaza al suministro de abonos, además del encarecimiento de los precios, incluso si fueran encontrados otros mercados para abastecerse.

Compleja realidad y panorama. El efecto de la escasez de los fertilizantes es de doble vía, pues la reducción de su suministro aminora los rendimientos, contrayendo la producción por unidad de área. A la elevación de los costos unitarios debe sumarse, entonces, el efecto-precio del desbalance entre la oferta y la demanda de los productos del agro. La India ya restringió la exportación de trigo, y la cosecha de cereales de Ucrania no tiene salida pues las ciudades portuarias han sido quizá los mayores escenarios de los enfrentamientos. Las existencias de grano en los silos de los países del centro capitalista, a diferencia de algunas reservas de petróleo, no van a ser ofrecidas en el mercado mundial para atemperar los precios. La FAO y la ministra alemana, más allá de que esta última esquive responsabilidades, tienen razón en que el hambre planea sobre los más vulnerables y que en diciembre de este año, cuando los resultados de la cosecha del segundo semestre muestren los efectos de la guerra, los motines de subsistencia, que ya vemos en Sri Lanka y en Irán, quizá estén extendidos por el globo.

Queda claro, entonces, que el modelo agroalimentario actual es insostenible y que además del cambio en la dieta, el regreso a la rotación de cultivos para la disminución del uso de fertilizantes químicos, y la vuelta a las producciones locales como las definen los “localívoros”, que en casos como el de Estados Unidos, donde el movimiento ha arraigado con alguna fuerza, proclaman que no deben consumirse alimentos que hayan recorrido más de 160 kilómetros. El desmonte de una buena parte de la llamada comida procesada es, igualmente, otra exigencia de una alimentación sostenible, pero, eso exige mayor tiempo libre del consumidor y por tanto la construcción de otro mundo posible.

Y no van a ser, ciertamente, las inquietudes que dicen sentir príncipes sentados en tronos de oro o burócratas, elegidos o no, que escondidos tras escritorios toman decisiones por nosotros, las que nos conducirán a una vida sostenible y amable. Sólo nuestras acciones persistentes, contundentes y organizadas pueden abrirnos la puerta de ese otro mundo.
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1. El Índice Báltico Seco (Baltic Dry Index, o BDI) que es un índice producido por la Baltic Exchange de Londres y señala el comportamiento del valor del trasporte para los barcos mercantes, pasó de 1306 puntos el 22 de febrero de éste año a 3344 el 24 de mayo, es decir, subió el 156%, en una indicación clara de las dificultades que enfrenta el transporte de mercancías de largas distancias.
2. El concepto de kilómetros o millas alimentarias es atribuido al profesor Tim Lang, miembro de Alianza de Agricultura Sostenible, Alimentación y Medio Ambiente, y aparece en imprenta por primera vez en el trabajo de Angela Paxton, “El reporte de las millas alimentarias: Los peligros del transporte de alimentos a larga distancia”, de 1994.
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*Economista, profesor. Integrante del Consejo de Redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia.
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