¿En qué medida la familiaridad con la muerte violenta nos ha degradado moralmente?
Piedad Bonnett
Víctimas de 'falsos positivos' siguen esperando justicia. https://verdadabierta.com/wp-content/uploads/2017/10/falsos-positivos-jep-1.jpg
Mario, un amigo director de teatro, me envía dos poemas de Enrique Buenaventura que hablan de los mercenarios. Son poemas implacables. En una de sus estrofas leo: “… seres humanos que / hacen del matar o del morir / el amargo pan del cada día”. Aunque se trata de fenómenos aparentemente distintos, pienso en los informes en que la JEP ha ido aclarando verdades atroces sobre los “falsos positivos”, y no puedo dejar de hacerme una pregunta: ¿en qué medida la familiaridad con la muerte violenta nos ha degradado moralmente? ¿Cómo se transforma el espíritu de un país que ve a diario cómo se mata por unos tenis, una bicicleta o un celular, pero también por la tenencia de la tierra, por disputas de poder entre narcotraficantes o por militar en un bando u otro de una guerra a la que a veces ni siquiera se ha llegado por convicciones políticas o personales sino por reclutamiento forzoso o por recibir un salario y encontrar una forma de vida? ¿En qué tipo de ser humano está convertido el paramilitar que desmiembra con una motosierra, el guerrillero que a sangre fría mata a dos ancianos porque no logran ir al paso de sus captores, el narcotraficante que quema vivos a sus enemigos o el soldado que, siguiendo las directrices de su comandante, dispara sobre los jóvenes que ha engañado, les pone un camuflado y un arma en su mano? ¿Cómo miran estos soldados a sus madres o a sus hijos cuando van a sus casas a gozar, como premio por su “lealtad”, de una licencia extendida? “Llegó a gustarme matar”, confiesa en un video de la Comisión de la Verdad un joven sicario.
Dice Zygmunt Bauman: “Quien busque la supervivencia asesinando la humanidad de otro ser humano sólo consigue sobrevivir a la muerte de su propia humanidad”. Lo que destruye una guerra sucia es el respeto de los seres humanos por “la soberana expresión de la vida”, aquello que hace que espontáneamente nos movilicemos cuando vemos a un ser humano sufriendo, suplicando, pidiendo ayuda. Y hay algo más trágico: el victimario está causando un trauma tan grande en la víctima que sobrevive o que sufrió la pérdida de un ser querido, que a menudo potencia en ella otro victimario. Desata la cadena de odio. De ahí que sea tan importante la tarea de buscar la verdad que hacen la JEP y la Comisión de la Verdad, pues para el asesino reconocer su crimen puede ser un camino que lo lleve a pedir perdón y también a reconciliarse con sí mismo y con su víctima. Una oportunidad de reivindicación.
Cuando leo las distintas modalidades con las que numerosos militares engañaron y mataron a sus víctimas —recordemos que los “falsos positivos” son 6.402—, puedo entender que del Ejército salgan mercenarios que por dinero vayan a la ciega a realizar cualquier tarea. ¿Los salva el argumento de que sus condiciones de vida de jubilados no son buenas? No creo. Ser mercenario implica estar dispuesto a cruzar una línea invisible, la de su propia conciencia, y esa seguramente ya la cruzaron en la guerra deshumanizante.
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