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LA COACCIÓN MODELA LAS RELACIONES DE EE.UU CON AMÉRICA LATINA

Doctrina de la coacción redundante: el documento del Departamento de Estado que modela las relaciones con América Latina y el Caribe


POR JORGE ELBAUM /

El pasado 24 de febrero Estados Unidos regresó al Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidos (UNHRC por sus siglas en inglés) después de tres años de ausencia, decidida por el gobierno de Donald Trump. El primer discurso del novel Secretario de Estado Antony Blinken, sin embargo, no se diferenció un ápice de los motivos esgrimidos por el anterior gobierno republicano para abandonar esa institución multilateral.

En agosto de 2020, el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSC) difundió a través del portal de la Casa Blanca el Marco Estratégico del Hemisferio Occidental, un documento de cuatro carillas en el que se adecuaban los objetivos de la estrategia global a las particularidades de América Latina y el Caribe. Ambos documentos fueron eliminados del portal oficial del gobierno estadounidense durante la semana posterior a la asunción de Joe Biden. Según periodistas acreditados en Washington, la razón de fondo para dicha supresión no se debe a ninguna rectificación o mutación futura de la Doctrina, sino a su necesaria adecuación a un lenguaje más diplomático.

El prólogo al Marco Estratégico se congratula por haber “garantizado la paz y la prosperidad en la región”, y continúa con un sugestivo parágrafo relativo a “los abundantes recursos naturales de la región, incluidos los combustibles y los metales preciosos”. En su desarrollo, establece cinco objetivos claves relacionados con las siguientes dimensiones:
Geopolítica
Económica
Institucional
Militar
Ideológica

La primera meta se orienta a Asegurar el Hogar Nacional y su esfera de influencia, especificando que las relaciones con sus vecinos se anclan en la propia seguridad geoestratégica. América Latina y el Caribe –asegura el Marco– es un espacio de la incumbencia absoluta de Washington, y eso conlleva disuadir otro tipos de autoridad internacional ajena a su control. Este primer objetivo coincide con el espíritu de la frase enunciada en 1912 por el único presidente de los Estados Unidos que además fue titular de la Corte Suprema, William Howard Taft: “No está muy distante el día en que la bandera de Estados Unidos flamee en tres puntos equidistantes para señalar nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el Hemisferio será nuestro por virtud de la superioridad de nuestra raza, así como ya lo es nuestro, en términos morales”.

En el informe se prioriza la seguridad doméstica pero no aparece ninguna referencia a los acuciantes problemas de la región, como la desigualdad, la falta de desarrollo industrial y las carencias de infraestructura. Aunque América Latina y el Caribe sean consideradas las áreas geográficas más desiguales del mundo, el vínculo explicitado por Washington se concentra en la seguridad y su control geopolítico como forma de garantizar el bienestar de los estadounidenses.



El segundo capítulo se orienta a la promoción “del crecimiento a través de la expansión de los mercados libres”, conculcando cualquier forma de regulación soberana capaz de resguardar el despegue productivo o proteger áreas de desarrollo estratégico de los países latinoamericanos. El documento agrega -como referencia al prólogo sobre “los abundantes recursos naturales de la región, incluidos los combustibles y los metales preciosos”– la imperiosa necesidad de garantizar las cadenas de suministro, eufemismo para condenar a la región a una actividad extractiva anclada en la primarización económica. Este acápite busca otorgar certeza a las empresas monopólicas, y a sus soportes financiarizados representados por Wall Street, ratificando las ventajas que se derivan del control productivo y comercial.

El libre comercio en su formato neoliberal ha beneficiado a las corporaciones de los países centrales y ha destruido las potencialidades productivas de la región. Mientras se impone el fomento de políticas proteccionistas para apalancar las bases industriales, Washington se ha esforzado por desbaratar cualquier despegue que pudiese cuestionar el señorío de sus trasnacionales. El resultado de esa política es la reducción creciente de la inserción de América Latina y el Caribe en el comercio mundial. De una participación en el total de exportaciones mundiales de 12% en 1955, la región pasó a 6% en 2016, para llegar a su peor nivel con el 4,7% en 2018.

Hegemonía resquebrajada

El tercer eje remite a la esfera institucional. El Marco Estratégico considera que el único sistema democrático es el que es compatible a sus intereses. De ahí que cualquier triunfo político de un modelo que cuestione su hegemonía deja de ser considerado como democracia. De esa apreciación se deriva que Nicaragua, Cuba y Venezuela no son evaluados como países democráticos.


El preconcepto ha sido esgrimido por los diferentes gobiernos de Estados Unidos. Washington carece de autoconciencia sobre el rol desestabilizador, injerencista y criminal que ha desempeñado en la región, a través de la sociedad con las elites monopólicas y oligárquicas, que han socavado la democracia toda vez que un programa político se encumbraba con desafíos a los intereses hegemónicos del Departamento de Estado. En la actualidad, para minar dichos procesos soberanos, Washington apela a dos engranajes específicos: el lawfare institucionalizado –con aval de las corporaciones de magistrados– y la captación de fundaciones, organizaciones de la sociedad civil y centros de investigación a través de UNSAID y su versión encubierta, la Red Atlas.

El cuarto capítulo se aboca a etiquetar como influencia política maligna los nexos de América Latina y el Caribe con China y Rusia, a pesar de que, desde hace una década, Beijing se ha consolidado como el primer socio comercial de la región. El acápite apela a un lenguaje militarista y ubica a sus países vecinos como parte de su mayorazgo, restándole capacidad para establecer relaciones autónomas por fuera de su autorización. Hace referencia a la Iniciativa de la Franja y la denominada Ruta de la Seda (BRI, por sus siglas en inglés), que supone inversiones en infraestructura, considerando dicho programa como una provocación a la “ventaja competitiva de las fuerzas militares estadounidenses”.

Esta es la justificación del mayor despliegue naval de Washington en América Latina y el Caribe en las últimas cuatro décadas, durante abril de 2020, cuyo objeto explícito fue intimidar a Venezuela y Cuba, y advertir al resto de los países sobre las consecuencias de una ligazón mayor con China y Rusia. Esa fue también la intención del buque de la Guardia Costera –el USCGC Stone– que pretendió patrullar aguas territoriales argentinas dentro del Atlántico Sudoccidental. Dado que el gobierno de Alberto Fernández se negó a autorizar su cometido, el navío decidió no ingresar al Puerto de Mar del Plata.

El último eje es explicito acerca de la intención de expandir la comunidad regional de socios con ideas afines, con el claro cometido de darle continuidad a la imposición del neoliberalismo mediante la cooptación de referentes locales, el financiamiento de ONGs acólitas y la injerencia en los sistemas jurídicos y académicos de los países de la región. A ese propósito se le suma la apelación a las corporaciones de plataforma (Google, Facebook, Amazon y Twitter, entre otras) conducentes a extender y justificar las concepciones del mundo funcionales a los intereses monopólicos de las empresas trasnacionales. Washington utiliza abiertamente estas tecnologías –sobre todo la inteligencia artificial y la informática en la nube– para ganar posiciones contra las economías que disputan su hegemonía. Estas innovaciones han dado lugar a crecientes niveles de manipulación comunicacional e informativa, soportes fundamentales del control social, la vigilancia y la riqueza monetizable. Esta es la razón principal por la que los datos agregados se transmutan en objetivos de ciberataques permanentes, dada su creciente relevancia política, ideológica y comercial.

En las cuatro últimas décadas del siglo XX, América Latina fue víctima de las Doctrinas de la Seguridad Nacional, elaboradas para reprimir la contingencia de procesos políticos progresistas, al ser inmediatamente inscritos en la lógica bipolar. En ese marco, Washington promovió y respaldó a todas las dictaduras genocidas omitiendo cuestionamientos a su total ausencia democrática. Luego de la Guerra Fría las doctrinas del Departamento de Estado se orientaron hacia la Guerra contra las Drogas. A partir del 2001 el rótulo se adecuó a la lucha contra el terrorismo. Todos esos eufemismos, al igual que el actual Marco Estratégico, han promovido designios similares basados en el blindaje de las empresas trasnacionales y sus conexos apéndices financieros. Como correlato funcional, han buscado impedir cualquier camino de desarrollo autónomo de los países de la región –sobre todo en lo referente a los aspectos industriales y/o tecnológicos– que pudiesen apalancar o ser favorables a la desconexión respecto a la toxicidad imperial.

El triunfo electoral de Joe Biden puede ser una buena noticia para los inmigrantes, las minorías, las problemáticas ligadas a las perspectivas de género, al calentamiento global y al medio ambiente. Sin embargo, en lo que respecta al vínculo con América Latina y el Caribe, sólo puede esperarse que maquillen (u oculten) los documentos que guían sus políticas. La estructura trasnacional monopólica los conmina a defender lo que consideran sus áreas de influencia so pena de derrumbarse antes de lo previsto. Esa es, paradójicamente, su mayor debilidad. El rey está desnudo. Y cada vez más actores políticos toman consciencia del agotamiento relativo del que son objeto.

El Cohete a la Luna, Buenos Aires.
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