Hacia un nuevo espacio neofascista global
El neofascismo actual se diferencia del fascismo clásico en que puede convivir, al menos por el momento, con las instituciones representativas del modelo liberal y con las instituciones jurídicas del Estado de Derecho. Eso sí, vaciadas de contenido y reenviadas a la esfera estrictamente formal.
Juan Hernández Zubizarreta, Pedro Ramiro
La globalización ha precarizado a grupos sociales que se han visto brutalmente excluidos, generando el bloqueo de la movilidad ascendente y la descualificación de estrato social. Ante el colapso de las sociedades occidentales basadas en el consumo a crédito y en el mito de las clases medias, en el transcurso de una crisis civilizatoria que desarticula las mediaciones político-institucionales, se está produciendo un avance del neofascismo a escala global. Un nuevo régimen vinculado a la profunda crisis que padecemos y que Boaventura de Sousa ha calificado como fascismo social. Así trata de apuntalarse la arquitectura político-económica generada desde el poder corporativo, con el Estado jugando un papel que se balancea entre la complacencia y la complicidad.
Desposesión y neofascismo
En las últimas décadas, ante las dificultades para impulsar otro ciclo largo de crecimiento económico, las grandes corporaciones han puesto en marcha una ambiciosa estrategia de reducción de costes y expansión a nuevos sectores y nichos de negocio. Dado que el sistema económico corre riesgo de colapsar si no crece de forma continua y que las grandes empresas, en el marco de la competencia en los mercados capitalistas, necesitan aumentar los beneficios año tras año para no quebrar o ser absorbidas por otras, resulta fundamental incorporar constantemente nuevas áreas de negocio a la lógica mercantil. Lo cual se lleva a cabo mediante la expropiación a las mayorías sociales de sus derechos, del acceso a los recursos y de sus medios de vida. Prioridad al valor de cambio frente al valor de uso.
En el neoliberalismo, la mercantilización, la privatización y la financiarización se han convertido en los ejes centrales de la acumulación por desposesión. Lejos de los preceptos de los teóricos neoliberales que preconizan el laissez-faire, se ha aplicado de forma rigurosa la doctrina de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.
A escala europea, Grecia y España constituyen ejemplos de manual. En ambos casos, después del enorme trasvase de fondos desde las arcas del Estado a las entidades financieras para evitar su bancarrota, vinieron las recetas neoliberales y los programas de “austeridad” para hacer viable el pago de las deudas. La crisis económica se convirtió en una excusa perfecta para avanzar sin apenas cortapisas sociales ni jurídicas en la privatización de servicios públicos que hasta entonces parecían vedados para el capital. Con el patrocinio de la Unión Europea y las instituciones económico-financieras internacionales, las empresas transnacionales y los fondos de inversión aprovecharon la reapertura de puertas en sectores como el agua, las pensiones, los transportes, las infraestructuras, la educación, la sanidad.
La receta ha sido tan efectiva como poco novedosa; de hecho, apenas ha cambiado desde los inicios del neoliberalismo. Es un guión que se ha venido repitiendo a lo largo de los últimos cuarenta años: flexibilización laboral, privatizaciones de compañías públicas, descenso del tipo efectivo del impuesto de sociedades y de la presión fiscal para las grandes fortunas, disminución del gasto social. En resumen, una gigantesca transferencia de recursos desde las mayorías sociales a las élites político-empresariales.
En este marco, las personas se han convertido en una mercancía más. Se han vuelto prescindibles quienes no participen de la sociedad de consumo o no aporten valorización al proceso de reproducción del capital. En “un capitalismo que parece que se desmorona sin encontrar solución a sus crisis sucesivas, y que hace de hombres, mujeres y niños simple material de desecho”, como recuerda Emmanuel Rodríguez, la violencia se utiliza para distinguir quién puede ser sustituible y quién no. Una suerte de guerra social que no pretende lograr una victoria definitiva, sino que se asienta como un periodo de larga duración. No se trata de una amenaza futura, es la condición sistémica del modelo capitalista y patriarcal del presente.
Constitución económica
La democracia liberal-representativa y sus instituciones transitan por espacios cada vez más alejados de los verdaderos conflictos globales que se mueven entre la vida y la muerte. El capital y las empresas transnacionales se han lanzado a la destrucción de cualquier derecho que impida la mercantilización a escala global. Si las élites quieren mantener y seguir aumentando sus beneficios, las prácticas contra las personas, las comunidades y la naturaleza se van a ir extremando. El capitalismo, que ha rebasado con creces los límites biofísicos del planeta, se transforma en puro expolio territorial. A la vez, el sistema financiero especula con la propia existencia y dispone de un poder que le permite expropiar lo que ya existe.
Como dice Yayo Herrero, “la economía globalizada asienta el fascismo territorial a partir de la ingeniería social y la racionalidad económica que considera que las vidas y los territorios importan solo en función del ‘valor añadido’ que produzcan”. Eso implica situar la mercantilización de la vida en el vértice de la jerarquía de valores, procedimientos institucionales y normas jurídicas. Y ahí los derechos humanos se van vaciando como categoría sustantiva al perder espacio normativo. Esta tendencia se desarrolla y evoluciona de manera diferente según los países, tiempos, territorios y formas concretas de llevarse a cabo. Pero, nos preguntamos, ¿es solo una mera desviación temporal y coyuntural del sistema democrático con tintes autoritarios? O, por el contrario, ¿se está apuntalando un nuevo espacio neofascista cada vez más institucionalizado y generalizado?
No hay duda de que este espacio no es el mismo de los años treinta o cuarenta del siglo pasado, ya que ahora se vincula con la crisis civilizatoria que atravesamos. En 1933 el Partido Nazi alcanzó el poder por la vía electoral y en apenas dos meses construyó una dictadura. Mussolini pasó de un sistema democrático a una dictadura de una manera más lenta, pero igual de rotunda desde el punto de vista de la creación de un régimen autoritario. El neofascismo actual se diferencia del fascismo clásico en que puede convivir, al menos por el momento, con las instituciones representativas del modelo liberal y con las instituciones jurídicas del Estado de Derecho. Eso sí, vaciadas de contenido y reenviadas a la esfera estrictamente formal. No se necesita sacrificar las contiendas electorales para ir construyendo una arquitectura política sostenida en ideas neofascistas, ya que se genera desde entes privados y desde el poder corporativo.
Es una nueva dimensión que convive con los llamados Estados democráticos liberales. Tras el crash de 2008 se ha ido consolidando la tendencia por la que los gobiernos deben acatar “normas inviolables” que sustraen las reglas del mercado al control de la democracia representativa. Se trata de aprobar y constitucionalizar una serie de límites no negociables por la soberanía popular. De esta manera la democracia se convierte en un procedimiento de designación de gobernantes, cuyas decisiones quedan constreñidas por una armadura jurídica infranqueable al margen de la alternancia electoral. Son normas que permiten al mercado actuar sin límites y garantizar la acumulación de riqueza por parte de las grandes corporaciones transnacionales.
Desde esta perspectiva, se ha instaurado una “constitución económica” que se ha impuesto —en la mayoría de las ocasiones, sin apenas oposición por parte de los gobiernos— a los poderes ejecutivo y legislativo, sometiendo la voluntad popular al sistema económico capitalista. Por su parte, el poder judicial queda vinculado a la interpretación de esta constitución y, a su vez, va transitando de garante de los derechos de la ciudadanía a censor de la soberanía popular. Con todo ello, las instituciones que emanan de la democracia liberal ya no resultan funcionales a los intereses de las élites, y eso abre nuevos espacios de poder y arquitecturas institucionales muy alejadas de los principios democráticos.
La crisis civilizatoria actual conlleva un endurecimiento en la manera de ejercer el poder, pero no puede calificarse automáticamente como fascismo. Son múltiples los ejemplos de endurecimiento de los modelos formalmente democráticos, como es el caso del Estado español con Catalunya o con el encarcelamiento de los vecinos de Altsasu. En Estados Unidos, donde también son habituales los abusos autoritarios, destaca el millón de personas migrantes detenidas en la frontera sur en el último año, lo que genera serias dudas sobre si estas detenciones racistas y a personas pobres son un mero exceso antidemocrático o caminan hacia algo mucho más complejo.
Lo que resulta relevante es relacionar y contextualizar, en el marco de una nueva dinámica global, hechos que el poder político-económico califica como supuestamente aislados y excepcionales. La política de exterminio del Estado de Israel contra el pueblo palestino. El genocidio contra el pueblo rohinyá a manos del ejército y la policía birmana. La “estrategia de integración social” que el gobierno búlgaro quiere aprobar para limitar los embarazos de las mujeres gitanas y cambiar la denominación de las personas romaníes por europeas no nativas. La destrucción social que en México ha provocado la muerte de 400.000 personas, entre 1997 y 2018, a raíz de la violencia que compromete al crimen organizado con la complicidad del gobierno. La existencia de graves vulneraciones de derechos humanos llevadas a cabo en el centro de detención de Guantánamo, en un ámbito institucional. Las periferias urbanas que llegan a convertirse en verdaderos campos de concentración, donde no existe ningún servicio público, ni tan siquiera agua, donde las personas armadas forman parte del paisaje cotidiano. Las violaciones de los derechos de las niñas y niños indocumentados en los centros de detención de EEUU. Las 35.000 personas muertas y desaparecidas en el Mediterráneo en los últimos 25 años —otras fuentes hablan del doble— y el cementerio clandestino de personas migrantes en el desierto del Sáhara de dimensiones incalculables. No son hechos aislados, se cruzan y responden a una lógica global que se configura como un nuevo espacio neofascista, que destaca por su institucionalidad y su construcción escalonada y cada vez más articulada.
Necrocapitalismo
En este marco, tolerar lo éticamente intolerable pasa a formar parte de los núcleos centrales de la práctica política. A la vez que la soberanía popular se difumina ante la armadura institucional, el necrocapitalismo —situar la muerte en el centro de la gestión económica y política, no exclusivamente en sus efectos— aparece como categoría global que lo justifica.
En una versión clásica del fascismo estaríamos hablando de una supresión total de los derechos y libertades, y de un ataque generalizado a la disidencia. Estaríamos hablando de guerra civil contra la clase trabajadora y las libertades democráticas. Y de la industria de la muerte, las cámaras de gas, los campos de exterminio, etc. En estos momentos no estamos en ese escenario, pero no resulta extraño sostener que el autoritarismo extremo está dando paso a un nuevo espacio neofascista donde determinadas prácticas se convierten en regla y no en excepción.
Algunas prácticas afectan a la propia configuración de los derechos humanos, como la necropolítica: dejar morir a miles de personas racializadas y pobres. También la fragmentación de derechos según las categorías de personas, las prácticas racistas y heteropatriarcales, los tratamientos excepcionales a determinados colectivos, las políticas migratorias con sus muros y fronteras, la trata de seres humanos, las deportaciones en masa, la criminalización de la solidaridad y de la desobediencia civil, la división de la sociedad entre asimilables y exterminables.
Otras destruyen en bloque los derechos de las personas, los pueblos y la naturaleza. Es el caso de la crisis climática y la destrucción de los ecosistemas, los feminicidios de mujeres y disidentes de género, el hambre de millones de personas, los nuevos campos de concentración de pueblos, la persecución y eliminación de la disidencia, el endurecimiento de usos coloniales y guerras de destrucción masiva.
Están, por último, las que afectan al núcleo central de los derechos colectivos. Como la apropiación de los bienes comunes, la explotación laboral, la consolidación de la precariedad en el núcleo constituyente de las relaciones laborales, el trabajo infantil y el trabajo esclavo, la reorganización neoliberal de la producción y la reproducción, las expropiaciones colectivas por medio del pago de la deuda externa, las expulsiones de millones de personas de sus territorios porque las grandes corporaciones se apropian de sus tierras y bienes naturales.
Las élites, los gobiernos y las instituciones económico-financieras no sólo están eliminando y suspendiendo derechos, también están reconfigurando quiénes son sujetos de derecho y quiénes quedan fuera de la categoría de seres humanos. Estamos ante una nueva etapa en la destrucción del sistema internacional de los derechos humanos y en la propia definición de la democracia. Una confluencia entre la necropolítica y las prácticas totalitarias, que van transitando hacia un nuevo modelo neofascista. Esto va más allá de la consolidación de la extrema derecha en términos electorales, ya que la feudalización de las relaciones económicas, políticas y jurídicas está colonizando la arquitectura institucional de las democracias representativas. Y, lo que es más preocupante, ha llegado para quedarse.
Domingo 17 de noviembre de 2019
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Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).
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